Dejó a su familia por una joven amante

Me llamo Lucía Fernández y vivo en Alagón, donde las tierras de Zaragoza abrazan las riberas del Ebro. A menudo escucho a los hombres lanzar reproches hacia nosotras, las mujeres: que si les utilizamos, les engañamos, somos así o asá. ¿Pero por qué no se miran primero al espejo? ¿Quiénes son ellos? Criaturas patéticas y vanas. Por eso escribo estas líneas, para vaciar el dolor que me quema el alma como brasa viva.

Con mi Javier compartí veintisiete años de felicidad. Levantamos un hogar, criamos a dos hijos —Jorge y Adrián—, ahora con nietos que llenan de risas los días. Siempre nos entendimos, nos respetamos, compartimos penas y alegrías. Pero al cumplir los cincuenta y tres, algo se quebró. Empezó a llegar tarde del trabajo, a prender el móvil con sonrisas furtivas, a desaparecer los fines de semana. Primo lo supe: se había encaprichado con una veinteañera. Estuve dispuesta a perdonarle si rectificaba, pero me escupió que yo «había envejecido», que ya no le comprendía. Dijo estar «enamorado» de su juventud, de su fogosidad. ¿Y ella? ¿Qué busca en su cuerpo marchito? No le quiere: solo ansía su cuenta bancaria. Cuando se quede en números rojos, lo escupirá a la calle.

Nuestros hijos intentaron hacerle entrar en razón. Le dijeron claramente que avergonzaba a la familia, que era un irresponsable. Pero él los miró con ojos vacíos, como si fueran extraños. Llegué al límite: amenacé con el divorcio, creyendo que reaccionaría. Y aceptó sin pestañear, como si lo anhelara. Ahora, en plena madurez, estamos separados. Él malgasta su pensión manteniendo a esa chiquilla y a su hijo, en vez de disfrutar a sus nietos. Yo habito sola esta casa donde cada rincón susurra nuestro pasado, mientras él juega a reinventarse lejos.

No culpo a la muchacha. Tejió su trampa para sobrevivir, como urde la araña. Mi exmarido es un necio, cegado por su crisis de mediana edad. ¿De verdad cree que reconstruirá una familia a sus años? ¿Que esa muñeca de feriar le dará hijos o le cuidará? ¡Qué se engañe! Yo no busco otro hombre —bastante tuve de mentiras y traiciones—. No quiero lástimas ni consejos ajenos. Sí, atravesé un infierno: la rabia me estrangulaba, la desesperación quemaba más que el sol de agosto. Destrozó mi vida cuando menos lo esperaba. Pero sobreviví.

Ahora tengo a mis hijos y nietos —mi faro, mi razón—. ¿Y él? Pronto entenderá su error. Esa chica no le preguntará si tomó la medicación, no le planchará la camisa, no le esperará con un puchero caliente. Para ella, él es solo una cartera con piernas. Y cuando llame a mi puerta —sé que lo hará—, encontrará cerrojos. Ni los niños ni yo olvidaremos su cobardía. Nos abandonó por un capricho efímero, pero seguimos unidos. ¡Que se pudra con su amante!

A veces sueño con el Javier de antes —aquel de sonrisa cálida que me hacía florecer—. Luego despierto y recuerdo al egoísta que cambió su sangre por espejismos. Duele, pero no me rendí. Cada mañana, al abrazar a los nietos, sé por qué respiro. Él, en cambio, cosechará soledad y desprecio. Creyó comprar juventud con euros, pero el cariño no se vende. Cuando ella le exprima hasta el último céntimo, quedará como un viejo abandonado. Nosotros seguiremos aquí, sin él, pero enteros. Y esa es mi victoria: la entereza que jamás pudo arrancarme.

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Dejó a su familia por una joven amante