A veces, la vida golpea el corazón como el filo de un cuchillo. Duele. Quema. Y no entiendes por qué. ¿Por qué a mí? ¿Qué hice para merecer esto?
Viví con Carmen durante diez años. Nos conocimos siendo estudiantes en Salamanca y luego nos mudamos juntos a Madrid, donde comenzó nuestra vida adulta. Nacieron nuestras dos hijas, Lucía y Clara, con un año de diferencia entre ellas. Yo trabajaba en una empresa de construcción y tenía un salario estable. No vivíamos en el lujo, pero nos alcanzaba: cada año, al menos un par de veces, hacíamos un viaje en familia, alquilábamos un piso amplio, podíamos permitirnos niñera para las niñas y hasta pequeños caprichos como vestidos nuevos o juguetes.
Carmen se quedaba en casa y trabajaba desde allí: escribía textos, gestionaba algunas tiendas online. Nunca me desentendía: lavaba los platos, salía con las niñas al parque, hacía manualidades con ellas y ayudaba con juegos educativos.
Pensaba que todo iba bien. Pero un día simplemente dijo:
— Me voy.
Al principio, no entendí. Creí que hablaba de unas vacaciones, de un viaje de trabajo, algo temporal. Pero luego añadió:
— Me he encontrado a mí misma. Quiero algo diferente. Más.
No solo me dejó a mí. También dejó a nuestras hijas. Abandonó a Lucía y Clara conmigo, con solo cinco y cuatro años, sin una gota de remordimiento, sin lágrimas. Una semana después vi su perfil en Instagram: un anillo de diamantes, un viaje en yate por el Mediterráneo, champán en suites de hotel de lujo, vestidos de diseñadores y la frase: “una nueva vida comienza aquí”.
No entendía cómo podía ser. ¿Había elegido eso? ¿El brillo, el lujo, sin una llamada a sus hijas?
Lo más difícil fue ver cómo las niñas cada día preguntaban:
— Papá, ¿mamá va a volver?
Y yo no sabía qué responder. ¿Cómo explicarle a una niña que su madre no solo se fue, sino que prefirió el dinero a sus pequeñas manos?
Pasaron dos años. Aguanté. Fue duro, muy. A veces, por la noche, caía en la desesperación, a veces tenía que pedir días de enfermedad para cuidar a las niñas enfermas. Pero resistimos. Lucía empezó primaria, Clara en preescolar. Formamos un equipo. Yo, su soporte; ellas, mi motivación para seguir.
Una tarde cualquiera, fui al supermercado del barrio por leche y pan. En la fila de la caja me congelé. Allí estaba. Carmen.
Ya no era la mujer deslumbrante de Instagram. Delante de mí estaba una mujer agotada, con una chaqueta desgastada, la mirada apagada y manos temblorosas. En su cartera, solo monedas; en su cesta, pan, un paquete de macarrones y el embutido más barato.
Nuestras miradas se cruzaron. Pálida, como si hubiera visto un fantasma.
— Eres tú… —susurró.
Guardé silencio. Porque en ese momento no sabía qué sentía más fuerte: la ira, la tristeza o el vacío.
— ¿Cómo están las niñas? —su voz temblaba.
Apreté los puños.
— Están bien. Porque me tienen a mí.
Apartó la mirada. Sus labios temblaron.
— Me gustaría verlas…
— ¿Después de dos años? —sentí cómo me hervía la sangre. —¿Te has preocupado por ellas alguna vez? ¿Alguna tarjeta?
Bajó la vista.
— Cometí un error…
Solté una risa amarga:
— Un error es olvidar el paraguas cuando llueve. Tú abandonaste a tus hijas por una vida de lujo. ¿Pensaste que los yates y los vestidos reemplazarían a tu conciencia?
— Me dejó… —susurró. —Cuando vio que ya no le servía. Me quedé sin nada. Sin piso, sin dinero. Ni siquiera tengo derechos sobre las niñas, porque yo misma renuncié a ellos.
Miré sus manos: en su dedo anular ya no había anillo.
— ¿Y las niñas? ¿Solo eran un obstáculo temporal para ti?
— No… —lloraba. —Sé que no merezco perdón. Pero te suplico… déjame verlas aunque sea…
Respiré hondo. Ante mí no estaba la misma mujer que se fue de casa con la cabeza alta. Era una persona rota, una sombra vacía de la que una vez juró amar para siempre.
— Ellas no te recuerdan, Carmen. Hace mucho dejaron de preguntar cuándo volverías. Aprendieron a vivir sin ti.
— No quiero nada… Solo verlas. Escuchar sus voces…
Me di la vuelta. El corazón me dolía. No sabía si alguna vez podría perdonarla.
Pero sabía una cosa: Lucía y Clara son mi todo. Y nadie tiene derecho a herirlas de nuevo.
— Lo pensaré, —dije y me fui.
Y ella se quedó allí, en medio del supermercado, rodeada de extraños, con lágrimas en los ojos y vacío en el alma.
No sé cómo acabará todo esto. Tal vez algún día le permita hablar con las niñas. Pero nunca haré que se sientan abandonadas otra vez.