Dejé de plancharle las camisas a Sergio cuando, después de una tarde de discusiones, me soltó que mi trabajo era solo estar en casa.
¿Y tú qué harías, Cayetana? ¿Cansarte viendo series? ¿Cansarte de charlar con las amigas por teléfono? Yo llego del curro agotado como una naranja exprimida y tú me sueltas que te duele la espalda. ¡Pues la espalda me duele porque llevo a toda la familia encima, mientras tú solo te sientas a disfrutar! le dije, sin poder evitar que el cuchillo que había lanzado contra la mesa resonara y la tenedor diera un salto antes de estrellarse contra el suelo.
La croqueta que había estado friendo durante una hora, intentando lograr esa capa crujiente que a él le encanta, quedó inmóvil en el plato.
Me quedé paralizada junto al fregadero. El agua seguía corriendo y arrastrando la espuma del plato, pero yo sólo escuchaba una frase en bucle: «Solo están en casa».
Sergio cerré el grifo despacio y me giré hacia él, con las manos temblorosas escondidas en los bolsillos del delantal. ¿En serio? ¿Crees que paso todo el día viendo series?
¿Y a qué te dedicas? se recostó en la silla, con esa mirada de condescendencia que últimamente se ha vuelto su segunda piel. No tenemos niños pequeños, Arturo está en la universidad, vive en la residencia. Nuestro piso no es un palacio, es un piso de tres habitaciones. ¿Qué hay que limpiar? El robot aspirador se encarga, la lavadora lava, la olla a presión cocina. Tú tienes un resort, yo no. Y, por cierto, yo gano el dinero para pagar ese resort tuyo. ¿No tengo derecho a llegar a casa y encontrar a mi mujer relajada, en vez de escuchar el mismo lamento de cansancio?
Miré al hombre con quien había compartido veinticinco años. Su camisa perfectamente planchada, azul celeste a rayas, me recordó las cuarenta minutos que ayer por la noche pasé en la tabla de planchar, alisando cada pliegue y cada puño para que quedara como sacada de una tienda. También recordé la carrera matutina al mercado por el requesón fresco, porque a Sergio le gustan los quesitos caseros. Pensé en la bañera que fregué, en la ropa de invierno que ordené, en las bolsas que arrastré del supermercado
Él no lo ve. Para él los suelos impecables son una norma, la cena caliente es cosa de la olla lenta, y las camisas recién planchadas parecen brotar de los armarios.
Vale dije en voz baja. Te he escuchado. Tengo mi resort. Simplemente me quedo en casa.
Pues bien, al menos nos hemos entendido gruñó Sergio, levantando el tenedor del suelo y lanzándolo al fregadero. Tráeme una taza de té, que la última estuvo fatal.
Le entregué el tenedor sin decir nada y serví el té. Dentro de mí algo se rompía; no hubo gritos, ni golpes contra la vajilla, solo un frío y vacío que se coló como si hubieran roto las ventanas del salón en pleno invierno.
Esa noche, cuando Sergio, satisfecho y gordito, se tiró frente al televisor a ver el fútbol, yo me colé al dormitorio. Normalmente era mi segunda jornada. Sergio dirigía el departamento de marketing en una gran empresa madrileña, con traje y corbata todos los días.
Saqué la tabla de planchar, encendí la plancha y miré la cesta con sus camisas recién lavadas, amontonadas como una montaña de papel. Estaban arrugadas, rígidas, todavía mojadas.
El robot lava, pensó él. La plancha, eso no.
Claro, la lavadora hace su trabajo, pero la plancha no se encarga de las arrugas. ¿Acaso son cosas menores? ¿A quien le importa si solo estás sentada en casa sin hacer nada?
Desenchufé la plancha, guardé la tabla en el armario y acomodé la cesta en una esquina del vestidor.
Descansa, Cayetana me dije al espejo. Tu resort está aquí.
A la mañana siguiente, el despertador sonó, Sergio se estiró y se metió a la ducha. Yo ya estaba en la cocina tomando café. No había preparado desayuno; sobre la mesa había una caja de cereales y una botella de leche.
¿Y el tortilla? preguntó Sergio, secándose la cabeza con la toalla.
No tuve tiempo respondí, deslizando el móvil por la pantalla de noticias. Estoy descansando. Decidí quedarme en la cama un rato más para cargar pilas antes de la maratón de series del mediodía.
Él soltó una risita, pensando que estaba de humor.
Vale, lo que sea. Por cierto, revisé el armario y no hallo la camisa blanca que lleva los gemelos. Tengo una reunión con el director hoy, necesito estar impecable.
Está en la cesta dije sin despegar la mirada del móvil.
¿En la cesta? ¿Sucia?
Limpia, recién lavada. La lavadora lo hizo.
Sergio se atragantó con la leche.
María, ¿qué te pasa? Tengo que salir en veinte minutos. ¿Dónde está la camisa planchada?
Allí, con el resto. Sin planchar.
Su cara se tornó un rojo intenso.
Basta de teatro. Ayer me pasé de la raya, pero no es excusa para sabotearme. Ve y plancha mi camisa. Rápido.
Le levanté la mirada, sin miedo ni rencor, solo con indiferencia.
No, Sergio. No voy a planchar. Planchar es trabajo, y yo, como bien dices, no trabajo. Yo estoy en casa, pero eso no implica estar horas al filo de la plancha. La lavadora plancha, ¿no? O hazlo tú mismo. Eres hombre, siempre cargando con todo. Un plancha no pesa más que la responsabilidad de la familia.
¡¿Estás de broma?! exclamó. ¡Tengo reunión! ¡Voy a llegar tarde!
La plancha está en el armario, la tabla allí. Apúrate y llegarás a tiempo.
Sergio salió de la cocina, gruñendo entre dientes. Lo escuché tropezar con la tabla, dejar caer la plancha y quemarse con el vapor. Diez minutos después reapareció, rojo, despeinado, con una camisa que mostraba una arruga gigante en el pecho y el cuello torcido como un abanico.
¡Gracias, mujer! gruñó. ¡Me has salvado!
La puerta se cerró con un estruendo que hizo temblar los vasos del aparador. Yo terminé mi café y me preparé para salir. Tenía planes: me había apuntado al gimnasio que tanto quería, y también había quedado con una amiga para tomar unas cañas. El resort seguía siendo mi resort.
Esa tarde, Sergio volvió más gris que una nube. Su camisa estaba más arrugada, parecía haber dormido en la estación del tren.
¿Contento? preguntó, lanzando su maletín a un rincón. El director me miró raro toda la reunión. Me preguntó si había enfermado mi mujer, por mi aspecto.
¿Y qué le respondiste? insistí.
Le dije que mi mujer se había puesto a jugar a la feminista. ¿Tienes algo de comer o me vas a dar pienso seco otra vez?
Hay unos raviolis congelados. Se llaman Bollitos, son bastante buenos.
Sergio masculló, pero no hubo más discusiones. Preparó los raviolis, los comió directamente de la olla y se encerró en el dormitorio, cerrando la puerta con fuerza.
Una semana pasó. El piso se iba hundiendo poco a poco en el caos. Yo seguía limpiando, lavando los platos, desempolvando los rincones visibles, pero la magia del hogar había desaparecido. Se fueron las toallas frescas que aparecían como por arte de magia, el aroma a pastel, y, sobre todo, la ropa planchada.
Sergio empezó a rebuscar en el armario viejo, pero pronto se quedó sin ropa decente. Tuvo que intentar planchar él mismo y el resultado fue desastroso: las camisas salían amarillentas, los botones se fundían y una vez quemó el cuello de su suéter favorito, gritando a la casa que yo era la culpable.
Yo, por mi parte, descubrí tiempo libre. Leí libros, paseé por el Retiro, me hice un nuevo corte de pelo y dejé de encorvarme como si llevara una carga enorme sobre los hombros.
El viernes por la noche, Sergio llegó a casa con un colega, Jorge Pérez. Me había avisado con una semana de antelación, pero yo lo había olvidado.
¡Cayetana! gritó Sergio con una energía extraña. ¡Prepárale a nuestro invitado!
Salí al pasillo con un traje de casa elegante y maquillaje.
Buenas noches, Jorge le sonreí.
¡Anda, qué mujer tienes, Sergio! exclamó el colega. ¡Florece y huele a rosas! Y tú quejabas que estaba enferma.
Sergio, ruborizado, empujó a Jorge hacia la cocina.
Pasa, pasa Cayetana, ponle algo de picar, unas pepinillos, algo rápido.
Yo seguí sonriendo.
Sergio, ¿seguro que no hay nada? No he cocinado nada, pero podemos pedir pizza o sushi. El servicio ahora es rapidísimo.
¿No he cocinado? se quedó boquiabierto. ¡Tenemos invitados!
No me lo recordaste. Yo estaba descansando, fui al cine.
Jorge intentó calmar la situación.
Vamos, Sergio, no le metas presión a tu mujer. La pizza es buena idea, me encanta la de pepperoni.
Sergio, entre dientes, buscó el móvil para pedir la pizza. Pasó la noche como un perro atado a una silla, mirando cómo Jorge miraba su camiseta arrugada (Yo dejé de planchar mi ropa, pero a su lado se veía lamentable). No había la abundancia de platos que él solía presumir ante sus colegas.
Cuando el invitado se fue, Sergio explotó.
¡Me avergüenzas! ¿En serio? ¿Con una pizza de caja? ¡Ahora todos sabrán que vivo en una pocilga!
¿Y qué tiene de malo la pizza? le respondí. Está rica y no hay que lavar los platos. Tú mismo decías que la vida doméstica no debería ser un problema.
¡Empieza a planchar! gritó. En el trabajo ya me señalan como el perezoso.
Pues cuéntales la verdad, Sergio. Que mi mujer está en casa y le prohibí que se canse. Así lo entenderán. Somos gente moderna.
¡Yo no sé planchar! ¡Soy hombre! ¡No tengo mano para eso!
Entonces contrata una empleada del hogar.
¿Una?
Una mujer que lave, limpie y, sobre todo, planche tus camisas. He investigado precios: planchar una camisa cuesta entre 3 y 5 euros. Tú gastas siete por semana, más pantalones, camisetas al final, unos 150 euros al mes solo en planchado. La limpieza añade unos 200, y la cocina en total, unos 500 euros al mes.
¿Estás loca? susurró. ¡Eso es un tercio de mi sueldo!
Yo lo hacía gratis y me acusabas de holgaza. La matemática es clara, Sergio. Si no valoras lo gratuito, paga su precio de mercado.
Sergio se dejó caer en el sofá, mirando a su mujer, y por primera vez en años, sus engranajes oxidados empezaron a girar.
Cayetana, es que es la familia murmuró. En la familia no se cuentan los gastos del caldo.
En la familia, Sergio, se respeta el trabajo del otro. Cuando uno se cree el señor y el otro la criada, ya no es familia, es explotación. Yo estaba harta de ser invisible, de que mi labor sólo se notara cuando dejaba de hacerlo.
Me fui a la habitación de invitados a buscar un rato para mí.
Los fines de semana fueron silenciosos como una tumba. Sergio vagaba por el piso sin rumbo. El sábado intentó planchar unos pantalones y los quemó del todo. El domingo trató de limpiar la placa que había manchado con café y se rompió la uña. Descubrió que el polvo se acumulaba en dos días, que el váter no se limpia solo y que el cubo de la basura, si no lo sacas, huele fatal.
El lunes por la mañana, el olor a quemado invadió la cocina. Allí estaba Sergio, con el delantal colgado del cuerpo, dándole la vuelta a una tortilla.
Buenos días gruñó sin volverse. Decidí preparar el desayuno.
Me senté a la mesa.
¿De verdad?
Apagó la placa, puso en el plato dos tortillas negras por un lado y me las ofreció.
Cayetana, lo siento. Estuve equivocado.
Se sentó frente a mí, la cabeza gacha.
Soy un idiota. Creí que todo era natural. Tú nunca te quejaste, siempre sonreíste, la casa siempre estuvo impecable. Ahora que he dejado de planchar me he quedado perdido. De verdad.
Me miró con ojos culpables, barba de tres días y ojeras.
Ayer planché una camisa una hora. Me dolió la espalda. Tú planchaste cinco al día. No sé cómo lo hacías. Perdóname. Nunca volveré a decir que estás en casa. No estás.
Le di un bocado de la tortilla. Era dura, con un toque de aceite quemado, pero era la mejor que había probado en meses.
Gracias, Sergio dije. Está rico.
Cayetana dijo, tomando aire. ¿Podrías? Hoy tengo una reunión importante. ¿Podrías plancharme una camisa? Prometo comprar una lavavajillas grande para que no laves a mano y contratar una empresa de limpieza una vez al mes para los cristales.
Yo sonreí, por primera vez en dos semanas, de verdad.
Vale. Tráeme la camisa. Solo una.
¡Una, solo una! exclamó, saltando. ¡Eres la mejor! Te quiero, Marichu.
Corrió a su habitación, y yo terminé la tortilla quemada pensando que a veces una pequeña revolución es necesaria para restablecer el equilibrio en el gran Estado llamado Familia.
Han pasado seis meses. Sergio cumplió su promesa: compró la lavavajillas y paga la limpieza mensual. Cada vez que se pone una camisa recién planchada, se acerca a mí, me besa la mejilla y dice: «Gracias, mi vida. Eres mi hada».
Y todo empezó con una rebelión de camisas sin planchar. Porque el amor no es que te sirvan, sino que reconozcan y valoren tu trabajo.







