Dejé de hablar con mis padres y por primera vez respiré en libertad.

Hace tiempo que callaba este dolor. No por vergüenza, sino por miedo al qué dirán. ¿Cómo atreverse a dejar de hablar con los padres? Como si fueran extraños. Pero al fin tomé la decisión. Porque ya no me duele. Y porque solo al cortar ese lazo, comprendí lo que era vivir de verdad.

Me llamo Lucía. Soy de Córdoba. Mi familia parecía normal: madre, padre y yo. La infancia… no fue feliz. No por hambre ni golpes—teníamos nevera, escuela, juguetes—pero el alma de aquella niña seguía vacía.

Todo empezó cuando mi padre comenzó a beber. Primero en fiestas. Luego los fines de semana. Después, solo porque el día había sido duro. Botella tras botella. Cada noche, la casa se volvía un campo de batalla. Mi padre quedaba tendido en el pasillo, casi sin aliento, y mi madre pasaba de largo, susurrándome al oído: «No molestes. Vete a tu cuarto». Nunca me abrazaba, nunca preguntaba cómo estaba. No decía que todo mejoraría. Solo sobrevivía a su lado—y me arrastró a mí también.

Aprendí pronto: pedir amor era inútil. Yo misma cuidaba mis rodillas raspadas, iba sola al médico, resolvía mis problemas en la escuela. Cuando gané mi primer diploma, nadie fue a la ceremonia. Para la graduación del instituto, invité a mi padre. Prometió ir. No apareció. Dijo que «el trabajo». Yo me quedé en el patio, viendo cómo otros padres filmaban a sus hijas, les daban flores. El mío ni lo recordó.

Después de eso, dejé de invitarlos a todo. Ni a mi graduación universitaria. Ni al registro civil cuando me casé. Ni a mi primera exposición, cuando al fin vivía de mi arte.

Pero lo más doloroso vino después. La primera vez que llevé a casa a mi novio, mi padre, borracho, montó un escándalo. «No es para ti», dijo. Con desprecio. Humillándonos a los dos. Entendí que para él yo no era una persona. Era nada. Ni siquiera su hija. Solo un estorbo en su embriaguez.

Me mudé. Alquilé una habitación pequeña en las afueras. No tenía dinero. A veces, ni para comer. Pero respiraba mejor que en casa. Silencio sin gritos. Soledad sin reproches. Libertad sin miedo.

Pero la vida no es recta. Divorcio, pandemia, desempleo. Y tuve que volver a aquella casa, a aquel infierno donde todo seguía igual. Mi madre, con la mirada cansada. Mi padre, saltándose la cuarentena, yaciendo ebrio en el suelo. Una vez lo empujé, harto de tanta indiferencia. Se enfureció. Mi madre gritó. Años de rabia estallaron, como si yo tuviera la culpa de todo. De existir. De volver. De atreverme a ser infeliz frente a su «sacrificio».

Al hacer las maletas otra vez, juré no regresar jamás.

Ahora tengo otra familia. Marido. Trabajo. Vivimos en Sevilla, en un piso modesto pero acogedor. No pido mucho. Solo calma, respeto y cariño. Todo lo que no tuve de niña, hoy lo construyo yo.

Mis padres llaman. A veces. Una vez al mes. La conversación no dura ni medio minuto. Frases secas: «¿Qué tal?», «Estamos bien», «Adiós». Y saben algo… no siento culpa. No echo de menos. No quiero volver.

No es rencor. No es venganza. Es supervivencia. Cargué tanto tiempo ese peso que, al soltarlo, apenas reconocí la ligereza. No debo ser hija a costa de mi felicidad. No debo amar a quien no me amó. No debo perdonarlo todo.

Si lees esto y te reconoces, recuerda: no estás solo. No tienes que aguantar. A veces, cortar no es crueldad, sino cuidado. Por ti.

Dejé de hablar con mis padres. Y por primera vez, fui libre.

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MagistrUm
Dejé de hablar con mis padres y por primera vez respiré en libertad.