Había una vez, en un pequeño pueblo de Castilla, un hombre llamado Víctor, que pasaba por allí por trabajo, y le dijo a una desconcertada Valeria:
—¡Déjame en paz! ¡Nunca te prometí matrimonio! ¡Y ni siquiera sé si ese niño es mío! ¿Cómo sabes que es mío? Así que vete, sigue con tu vida, y yo seguiré con la mía.
Valeria se quedó paralizada, incapaz de creer lo que oía. ¿Era este el mismo Víctor que le había jurado amor eterno, que la cargaba en brazos y la llamaba cariñosamente Valerita? ¿Ese mismo que le prometió la luna? Pero ahora solo veía a un hombre irritado, casi un desconocido.
Lloró durante días, despidiéndose para siempre de su Vítor. Pero, consciente de sus treinta y cinco años, de su apariencia discreta y de las pocas esperanzas de encontrar un amor verdadero, decidió seguir adelante. Dio a luz a una niña gritona a la que llamó Marisol.
La pequeña creció callada, sin causar problemas, como si supiera que, por mucho que llorara, nadie la escucharía. Valeria la cuidaba, la vestía, incluso le compraba juguetes, pero no había amor maternal en sus gestos. Nunca un abrazo, nunca un arrumaco, nunca un paseo juntas. Marisol extendía sus manitas hacia su madre, pero esta siempre tenía una excusa: estaba ocupada, cansada, con dolor de cabeza… El instinto jamás despertó en ella.
Cuando Marisol cumplió siete años, ocurrió lo inesperado: Valeria conoció a un hombre y, para asombro del pueblo, lo llevó a vivir a su casa. Todos murmuraban: «¡Esa Valeria, qué cabeza la suya! ¡Un tipo sin trabajo fijo, que ni siquiera es de aquí! ¿Y si es un estafador?»
Valeria trabajaba en la tienda del pueblo, y él, Ramiro, se ganaba la vida descargando camiones. Así surgió el romance. Y ella, desesperada por encontrar algo de felicidad, lo invitó a vivir con ellas. Los vecinos no paraban de criticarla: «¡Traer a un extraño a casa, con una niña pequeña! ¡Y encima casi no habla! Debe esconder algo.»
Pero con el tiempo, la opinión cambió. La casa de Valeria, descuidada por falta de manos masculinas, empezó a mejorar. Ramiro arregló el porche, remendó el tejado, levantó la valla caída. Cada día, la vivienda cobraba nueva vida. La gente, al ver su habilidad, le pedía ayuda, y él decía:
—Si eres anciano o muy pobre, te ayudo gratis. Si no, págame con dinero o con comida.
Algunos le daban pesetas, otros, conservas, huevos o leche. Valeria tenía huerto, pero no animales, así que ahora, por primera vez, la nevera estaba llena: nata fresca, mantequilla, leche recién ordeñada…
Ramiro era un hombre de mil talentos: cocinaba como nadie, horneaba empanadas exquisitas, y hasta enseñó a Marisol a preparar la mesa. Valeria, que nunca había sido una belleza, floreció a su lado, más dulce, más amable, incluso con Marisol.
La niña, ahora en la escuela, lo observaba trabajar, fascinada por cómo todo fluía en sus manos. Un día, al volver de casa de una amiga, se quedó pasmada: en medio del patio había… ¡un columpio!
—¿Para mí, tío Ramiro? ¿Lo hiciste tú? —preguntó, incrédula.
—Claro que para ti, Marisela. ¡A disfrutarlo! —respondió él, riendo.
Marisol se subió, balanceándose con fuerza, el viento silbando en sus oídos. Nunca había sido tan feliz.
Ramiro también se encargó de la cocina. Preparaba desayunos, almuerzos, pasteles… Enseñó a Marisol a cocinar, a poner la mesa con esmero. Y cuando llegó el invierno, la acompañaba a la escuela, cargando su mochila, contándole historias de su vida: cómo vendió su piso para cuidar a su madre enferma, cómo su hermano lo echó de casa con engaños.
Le enseñó a pescar, a tener paciencia. En verano, le compró su primera bicicleta.
—Se va a matar, Ramiro —refunfuñaba Valeria cuando Marisol se caía.
—No se matará. Hay que aprender a caerse y levantarse —respondía él con firmeza.
En Navidad, le regaló unos patines blancos, relucientes. Esa noche, tras la cena, los tres brindaron. A la mañana siguiente, los gritos de Marisol los despertaron:
—¡Patines! ¡Tengo patines nuevos! ¡Gracias, gracias! —abrazaba el regalo con lágrimas de alegría.
Juntos limpiaron la nieve del río helado, y él la enseñó a patinar, sosteniéndola hasta que logró mantener el equilibrio sola. Al marcharse, ella lo abrazó:
—Gracias por todo… Gracias, papá.
Esta vez, fue Ramiro quien lloró, las lágrimas congelándose en su rostro.
Marisol creció, se fue a estudiar a Madrid. La vida le puso pruebas, pero él siempre estuvo allí: en su graduación, llevándole comida, acompañándola al altar cuando se casó. Esperó bajo las ventanas de la maternidad cuando nacieron sus nietos, a los que amó como si fueran su sangre.
Y un día, como a todos nos llegará, se fue. En el cementerio, Marisol, con el corazón roto, dejó caer un puñado de tierra y susurró:
—Adiós, papá… Fuiste el mejor padre del mundo. Nunca te olvidaré.
Porque un padre no es siempre el que engendra, sino el que cría, el que comparte penas y alegrías, el que nunca te abandona. Y Ramiro vivió para siempre en su corazón, no como un padrastro, sino como su verdadero padre.
Autor: Soledad Tras la Pantalla.