«¡Que se queden contigo! ¡Tú lo has criado así!» — gritaba al teléfono mi exmarido, Javier. Su voz temblaba de rabia, mientras yo, con el móvil pegado a la oreja, sentía un nudo en el estómago. Hablábamos de nuestro hijo, Diego, y de su novia, quienes habían decidido vivir juntos. Pero esa discusión con Javier me hizo reflexionar no solo sobre Diego, sino también sobre cómo nuestros errores del pasado habían marcado a la familia.
Nos divorciamos hace diez años. Diego tenía entonces quince, y la separación lo afectó profundamente. Un día me culpaba a mí, otro a su padre, o simplemente se encerraba en sí mismo. Intenté ser su madre y su apoyo: le ayudaba con los estudios, escuchaba sus historias sobre los amigos, lo llevaba a los entrenamientos. Javier, en cambio, se distanció. Pagaba la pensión, a veces lo llevaba los fines de semana, pero no había verdadera conexión entre ellos. Veía cómo Diego echaba de menos a su padre, pero Javier siempre estaba ocupado: un nuevo trabajo, una nueva familia. No lo juzgaba, pero me dolía por mi hijo.
Ahora Diego tiene veinticinco. Se graduó, trabaja en una empresa de tecnología y, hace seis meses, me presentó a su novia, Lucía. Es encantadora, diseñadora gráfica, siempre amable y sonriente. Decidieron vivir juntos, y yo me alegré por ellos. Como aún no tenían piso, me pidieron quedarse en mi casa. Mi apartamento no es grande, pero cabíamos. Les di mi habitación y yo dormía en el sofá del salón. Pensé que sería temporal, hasta que ahorraran para alquilar.
Al principio, todo iba bien. Lucía ayudaba en casa, Diego compraba la comida, a veces cenábamos juntos. Pero, al cabo de unos meses, noté que Diego estaba irritable. Se enfadaba con Lucía por tonterías, y una vez los escuché discutir por dinero. No quise entrometerme—eran adultos. Pero entonces llamó Javier, furioso: «¿Sabes que tu hijo se ha negado a ayudarme con la reforma del chalé? ¡Dice que tiene sus propios planes! ¡Y esa Lucía ni siquiera me respeta!».
Me sorprendió. Diego nunca me había dicho que su padre le pidiera ayuda. Resultó que Javier quería que fuera a arreglar el techo de su casa de campo, pero Diego alegó que estaba ocupado. Según Javier, Lucía «se creía demasiado». Intenté calmarlo: «Javier, son jóvenes, tienen su vida. Quizá les estás presionando demasiado». Pero estalló: «¡Lo has malcriado! ¡Lo convertiste en un niño mimado que no valora a su padre! ¡Que se queden contigo, ya que te hace feliz!».
Sus palabras me dolieron. ¿Yo lo crié? ¿Y dónde estaba él cuando Diego necesitaba un padre? Yo cargué sola con su adolescencia, sus peleas y sus lágrimas. Pero… ¿tenía razón Javier? ¿Había sobreprotegido a Diego y lo había vuelto egoísta? Recordé cómo le consentía: le compraba todo, lo protegía de los problemas. ¿Acaso lo hice demasiado dependiente?
Decidí hablar con mi hijo. Esa noche, cuando Lucía salió, le pregunté: «Diego, ¿qué pasa con tu padre? Dice que te negaste a ayudarlo». Él frunció el ceño: «Mamá, exige que deje todo por ir a su chalé. Tengo trabajo, proyectos… Y Lucía no tiene por qué complacerlo». Asentí, pero no estaba tranquila. Diego hablaba con lógica, pero su tono era cortante, como si ni siquiera intentara entender a Javier.
Luego hablé con Lucía. Me confesó que Javier había hecho un comentario grosero hacia ella, y ella respondió. «No quise ofenderlo, pero actúa como si debiera obedecerle», dijo. Entendí que no era solo Diego. Javier quería controlar todo, sin ceder nada a cambio.
Esa discusión me hizo reflexionar. Recordé nuestro matrimonio, nuestros errores. Quizá no supimos enseñarle a Diego que la familia implica pactos. Decidí no meterme en su conflicto, pero pedirles a Diego y a Lucía que fueran más pacientes. Son jóvenes, les queda mucho por vivir, pero el respeto a los mayores es importante. También hablé con Javier, le sugerí que no presionara a Diego, sino que intentara acercarse. Refunfuñó, pero prometió pensarlo.
Ahora los miro y pienso: son como Javier y yo en nuestra juventud—llenos de ilusiones, pero con mil problemas. No quiero que repitan nuestros errores. Mi casa es su refugio temporal, pero sé que pronto volarán del nido. Y yo me quedaré con los recuerdos y la esperanza de que algún día, padre e hijo encuentren un idioma común. Quizá Javier comprenda que la crianza no fue solo mi labor… sino también la suya.