Deja de quejarte y actúa

—¡Basta de quejarte! ¡Actúa!

—¡Mari Carmen, por Dios! —la voz de la vecina resonó por el pasillo—. ¿Otra vez llorando? ¡Se te escucha hasta aquí! ¿Qué pasó ahora?

María del Carmen se secó las lágrimas con la manga de la bata y abrió la puerta sin ganas. En el umbral estaba Doña Valeria, sosteniendo una bolsa con magdalenas.

—Pues lo de siempre, Doña Valeria… Otra vez problemas en el trabajo… —empezó a decir, pero la vecina entró decidida al piso.

—¡Se acabaron las lágrimas, niña! —cortó Doña Valeria, dejando la bolsa sobre la mesa—. ¿Cuántos años tienes? ¿Cuarenta y dos? ¡Y te comportas como una colegiala! Siéntate, vamos a tomar café y hablar como gente sensata.

María obedeció y fue a la cocina. Doña Valeria, a pesar de sus setenta y cinco años, tenía más energía que muchas jóvenes. Activa, espalda recta y mirada penetrante, no toleraba lamentos ni autocompasión.

—Cuéntame qué ha pasado esta vez —ordenó, encendiendo la cafetera—. Pero sin dramatismos, al grano.

—Verá, Doña Valeria —María se sentó en la silla, encorvada—, el jefe dijo que podrían despedirme. Recortan gastos, y como solo llevo dos años como contable, con mi poca experiencia, soy la primera en la lista.

—¿Y qué haces al respecto? —preguntó Doña Valeria, sacando las tazas del armario.

—¿Qué puedo hacer? Esperar a que me echen. Mandé currículos, pero ¿quién va a quererme a mi edad? Hay mucha gente joven. Y tampoco tengo tanta experiencia…

—¡Alto ahí! —Doña Valeria se giró de golpe—. ¡Ese es tu problema! Te rindes antes de intentarlo. ¿Crees que el jefe despide por gusto?

—Pero qué voy a…

—¡Puedes hacer mucho! —la interrumpió—. ¿Cuánto hace que te conozco? Eres lista, ordenada, responsable. Recuerdo cómo cuidaste a tu madre hasta el final, sin quejarte. ¿Y ahora te desmoronas por un despido?

María quiso protestar, pero Doña Valeria ya servía el café.

—Escúchame bien —continuó, sentándose frente a ella—. Mi marido, que en gloria esté, trabajó en la fábrica toda la vida. Cuando cerró, tenía cincuenta y ocho años. También pensó que era el fin. Pero yo le dije: ¡deja de lamentarte y haz algo! ¿Y sabes qué? Empezó como fontanero, luego montó su taller. Ayudó a la gente hasta jubilarse.

—Pero él era hombre… —susurró María.

—¿Y eso qué importa? —saltó Doña Valeria—. ¿Tienes manos? ¿Cabeza? ¡Pues deja de ser una planta!

María calló, revolviendo el café. Doña Valeria tenía razón. Pero cómo explicar ese miedo, esa inseguridad que la paralizaba.

—Doña Valeria… ¿usted nunca tuvo miedo? —preguntó en voz baja.

—¡Claro que sí! —rió la anciana—. Cuando despedían a mi marido, cuando enfermó mi hijo… El miedo es normal. Lo importante es no dejar que te domine.

—No sé si podré… Solo sé manejar papeles.

—¡Tonterías! —replicó—. ¿Me ayudaste con el ordenador? ¿Y a la vecina con sus impuestos? ¿Cuántas veces explicaste trámites a otros?

María reflexionó. Era cierto: la gente recurría a ella por su precisión.

—Pero eso no es un trabajo…

—¿Por qué no? —refunfuñó Doña Valeria—. La gente necesita ayuda, tú sabes darla. ¡Hazlo oficial!

—¿Montar un negocio? —María palideció—. ¡No soy empresaria!

—¿Y ellos nacieron sabiendo? Mi sobrina Laura era peluquera y ahora tiene su propio salón. Empezó en casa.

—Pero es distinto…

—¡El principio es el mismo! La gente sufre con papeleo, tú puedes aliviarlo.

María calló, meditando. ¿Y si era posible?

—¿Cómo empiezo?

—¡Poco a poco! Pon un anuncio: “Ayudo con impuestos y trámites. Precios asequibles”. Verás cómo vienen.

—¿Y si no vienen?

—¿Y si sí? —replicó Doña Valeria—. Siempre pensando en negativo. ¡Cambia el chip!

María asintió, pero aún dudaba.

—Mira, niña —la voz de Doña Valeria se suavizó—. Sé que da miedo. Desde que tu madre murió, te encerraste. Pero la vida sigue. Ella no querría verte así.

Al mencionar a su madre, los ojos de María se humedecieron. Era verdad: sin su apoyo, se sentía perdida.

—Te diré algo —dijo Doña Valeria, firme—. Mañana vas a hablar con tu jefe y le propones un trato.

—¿Qué trato?

—”Déjeme trabajar desde casa. Haré lo mismo, pero le ahorraré gastos”. Todos ganan.

—Pero él quiere recortar…

—¡Pues que ahorre contigo! —exclamó—. Trabajarás mejor sin distracciones.

La idea le pareció arriesgada… pero ¿y si funcionaba?

—¿Y si dice que no?

—Al menos lo habrás intentado. ¿Prefieres quedarte de brazos cruzados?

Doña Valeria se acercó a la ventana.

—He visto dos tipos de personas: las que se quejan y las que actúan. Adivina cuáles triunfan.

—Las que tienen suerte…

—¡No! Las que perseveran. —La miró fijo—. El carácter se forja actuando. Si no mueves un dedo, seguirás siendo la misma.

María sintió que esas palabras la traspasaban. ¿Era realmente tan débil?

—Doña Valeria… ¿cómo llegó a ser tan fuerte?

—Por necesidad —sonrió—. Guerra, hambre… Mi padre murió en el frente. Con dieciocho años, mantuve a mi madre y a mis hermanas. No había tiempo para llorar.

María imaginó a una Valeria joven, luchando, y se sintió avergonzada.

—¿Me ayudaría? —pidió de pronto.

—¡Por supuesto! Pero con hechos. Mañana ensayamos tu discurso.

Esa noche, María no pudo dormir. “Basta de quejarte, actúa”. ¿Y si lo intentaba? ¿Qué era lo peor que podía pasar?

A la mañana siguiente, tocó la puerta del despacho. Don Javier alzó la vista, sorprendido.

—Marisa, ¿pasa algo?

—Quería hablar… sobre el puesto.

—Son tiempos difíciles…

—Tengo una propuesta —dijo rápidamente—. Déjeme teletrabajar. Gana usted en gastos, yo mantengo mi eficiencia.

Don Javier se quedó pensativo.

—Interesante. ¿Cómo lo organizarías?

María explicó todo: facturas digitales, consultas por correo, horarios flexibles.

—Probemos un mes —aceptó él—. Si funciona, lo hacemos oficial.

—¡Gracias! No le defraudaré.

—Ah, y tengo conocidos que buscan contables. Si va bien, quizá te derive clientes.

Al salir, María sintió que volaba. ¡Lo había logrado! Esa tarde, corrió a casa de Doña Valeria.

—¡Funcionó! Don Javier aceptó. ¡Y hasta me ofreció más trabajo!

—¡Ya lo sabía! —rió la anciana—. Cuéntame detalles.

María habló emocionada de sus planes: cursos, publicidad, incluso pensar en registrarse como autónoma.

—¿Sabes una cosa? —dijo al final—. Mientras me lamentaba, nada cambiaba.Pero al final, comprendió que el verdadero cambio empezaba cuando decidió dejar de temer y comenzó a actuar.

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MagistrUm
Deja de quejarte y actúa