Era evidente que no era casualidad.
Laura iba hacia la discoteca como si volara.
Falda vaquera corta, leggings metalizados, zapatillas blancas inmaculadas, top con el estampado de una modelo y una coleta alta sujeta con una goma voluminosa. Labios pintados de rosa, ojos maquillados con sombras de colores. Una auténtica estrella.
Todo el mundo decía que Laura era una maravilla. Y ella lo sabía. El orgullo del barrio. Entró en la universidad de Barcelona por sus propios méritos. Sin enchufes, sin ayuda.
¿Qué decía doña Carmen, su profesora?
—¡Tú, Martínez, llegar a la universidad es como ir a la luna andando! Con suerte harás un módulo, y eso si tu padrastro mueve algún hilo. Si no, las calles te esperan.
Ah, sí, claro. El padristro. Su padre biológico había desaparecido hace años. Y el padrastro… jamás se molestaría en ayudar a una “incapaz” como ella.
Doña Carmen esperaba que la chica se echara a llorar. Pero Laura se levantó, la miró a los ojos y dijo con calma, casi desafiante:
—Ya veremos quién termina siendo quién.
La profesora entrecerró los ojos y le prometió una dulce venganza en los exámenes. Pero Laura aprobó. Y entró en la universidad. Sola. Sin “favores”. Así de sencillo.
—Oye, chiquilla, ¿no quieres un amor puro y verdadero?
—¿Contigo? Mendoza, ¿has perdido el juicio?
—Laurita, qué dices. ¿Cómo estás?
—Mejor que nadie.
—Vaya figura que tienes, mmm…
—¿Quieres una igual?
—Sí.
—Pues vente, te arreglo y quedarás mejor que yo.
—¡Qué mala eres, Martínez! Y yo, a lo mejor, estoy enamorado de ti.
—Largo, demonio. Mi abuela me bendijo con un crucifijo de olivo, para protegerme de tipos como tú y de las pesadillas.
—¿Tan mal estoy?
—Pues sí. Por si acaso.
Caminaban por la calle al anochecer, lanzándose bromas. Jóvenes. Libres. Invulnerables.
—Oye, ¿qué tal si el lunes nos colamos en el instituto? —propuso Mendoza.
—¿Estás loco? ¿Para qué?
—Imagínate la cara de doña Carmen cuando se entere de que entraste en la uni por tu cuenta.
Laura esbozó una sonrisa burlona.
—Me da igual. ¿Y tú qué harás?
—Este verano de fiesta, y luego, a la mili. ¿Me esperarás?
—Claro. Me sentaré en un banco, con pañuelo en la cabeza, tejiendo calcetines para ti. De cien metros.
—Vete a…
—Bueno.
—Oye, mira, ¡es Marisol! ¿Se metió en la FP?
—Ajá. Cada uno a lo suyo. Vale, Miguel, me voy. Ahí están mis amigas. ¿Te ligas a Marisol?
—Nah, bueno… solo hablamos.
—Es buena gente. Ella sí te esperará. Yo no.
—¿O sea que contigo ni lo intento?
—No. —Lo dijo claro. Y se fue.
Los estudios se le daban bien. No porque fueran fáciles, sino porque no se quejaba.
—¿Cómo lo haces? —le preguntaba su compañera de piso.
—¿El qué?
—Pues… salir, ir de fiesta, estudiar…
—No sé —se encogió de hombros—. Simplemente vivo. No me quejo. No me enredo con chicos. Los estudios son mi futuro. ¿Y salir? ¿Cuándo si no es ahora?
—Yo quiero casarme. Con alguien rico.
—Yo no.
Conoció a David en una discoteca. Fue demasiado insistente, y Laura escapó. Pero al día siguiente apareció en la residencia. Con flores, con chocolates. Ella le cerró la puerta en las narices. Él volvió con entradas de cine y más flores. Ella lo ignoró otra vez.
Las chicas ya se burlaban de su terquedad. Hasta que un día, David se cayó delante de ella. Y sin pensarlo, corrió hacia él. No por él, sino porque era un ser humano.
Y entonces… aceptó salir con él.
Seis meses juntos. No eran mariposas en el estómago. Pero algo los unía. Se convirtió en alguien cercano.
Hasta que llegó una carta de Mendoza: reproches, insultos. Alguien le había contado. Y ella ni siquiera lo ocultaba.
Con David era más fácil. Estaba ahí. Era seguro. Con él podía soñar. Con una boda. Con un futuro.
—Qué suerte tienes —comentó su compañera.
—¿Por qué?
—Con David. ¿Sabes quién es su padre?
—¿Qué dices?
—Un pez gordo. Le compró una moto. Ahora un coche. Es hijo único. Familia adinerada.
—¿Y?
—Dicen… que ya tiene novia. Lidia. Los padres quieren unir negocios.
Esa noche, Laura le preguntó. Él se puso nervioso.
—Es cosa de mi padre. Yo no quiero. Lidia no me importa. Tengo a ti. Nos escapamos.
—Este fin de semana iré a ver a mis padres.
—Bien… —y le pareció que suspiró aliviado.
Cuando regresó, algo había cambiado. Las miradas de sus compañeras eran raras. Los chicos, burlones.
—¿Qué pasa?
—Siéntate… David… se…
—¿Qué?
—Se ha casado.
Ni un temblor. Ni una lágrima. Por dentro, desmoronada. Por fuera, piedra.
—¿Eso es todo?
—¿No te afecta?
—¿Qué quieres que haga? Ya lo sabía. Me fui para pensarlo. Y él se casó. Lo permití. Todo lógico.
Se inclinó hacia su compañera:
—No menciones su nombre. Nunca. Para mí no existe.
Tras graduarse, no volvió a casa. Fue al hospital.
Nació Alejandro. Fuerte. Con ganas de vivir.
—Laurita… ¿se lo dirás a su padre?
—Mamá, nunca. Y no preguntes más.
—Vale, solo… esperaba que no repitieras mi historia.
—No la repito. Tú te casaste con tu padre. Yo no.
—¿Vivirás con nosotros?
Vio el miedo en su madre. El desprecio del padrastro.
—Lo entiendo. ¿Ni siquiera me recogeréis del hospital?
—¡Qué dices, hija! Claro que sí…
Fueron. El padrastro le dio la mano en silencio.
—Mi padre dice que podéis estar un mes o dos.
—Gracias. No nos tardaremos.
Alejandro casi no lloraba. Como si supiera que allí no los querían.
Un mes después, se mudó con su abuela. Esta la abrazó junto al niño y susurró: “Ahora estás en casa”.
Un día, llamaron a la puerta.
—¿Mendoza? —se sorprendió—. ¿Qué haces aquí?
—Conseguí la dirección por mi madre…
Pasaron a la cocina. La abuela entrecerró los ojos.
—Abuela, no es el padre de Alejandro. Es Miguel. Un amigo de la infancia.
—Ajá… Voy a pasear al pequeño —refunfuñó la vieja y salió.
—Laura… —empezó él—. He venido por vosotros. Quiero estar a tu lado.
—¿Por lástima?
—¡No! Te quiero. Te necesito.
—¿Y mi hijo no te molesta?
—No, yo…
—¿Y tu madre, que torció el gesto al enterarse? ¿No me trató como a basura?
—Eso es pasado…
—Vete. Y no vuelvas—Porque nadie me necesitó cuando yo más lo hacía, y ahora sé que mi felicidad nunca dependerá de un hombre, sino de mí misma.