No era ninguna casualidad
Laura caminaba hacia la discoteca como si volara.
Falda vaquera corta, leggings ajustados color metalizado, zapatillas blanco impoluto, top con el estampado de una modelo y una coleta alta sujeta con una goma enorme. Labios pintados de rosa, ojos maquillados con sombras de colores. Una auténtica estrella.
Todos decían que Laurita era una maravilla. Ella también lo sabía. El orgullo del barrio. Entró en la universidad de Madrid por su propio mérito. Sin enchufes, sin ayuda.
¿Qué decía doña Carmen?
—¡A ti, Martínez, la universidad te queda como a mi sobrino la Luna! Con suerte harás un módulo, y eso si tu padrastro se mueve. Si no, las calles te esperan.
Ah, sí, claro. El padrastro. Su padre biológico desapareció hace años. Y el padrastro… difícil que se moleste por una “inútil como tú”.
Doña Carmen esperaba que la chica se echara a llorar. Pero Laura se levantó, la miró a los ojos y, con calma, casi desafiante, soltó:
—Veremos quién es quién.
Doña Carmen cerró los ojos, prometiendo vengarse en los exámenes. Pero Laura aprobó. Y entró en la universidad. Sola. Sin “ayudas externas”. Así de fácil.
—Oye, ¿no quieres un amor puro y sincero?
—¿Contigo? González, ¿te ha comido el coco el calor?
—Lauri, tranquila. ¿Cómo te va?
—Mejor que a nadie.
—Vaya cuerpecito que tienes, mmm…
—¿Quieres uno igual?
—Sí.
—Pasa por casa, te lo presto y estarás igual de guapo.
—Vaya, qué mala eres, Martínez. Y yo que quizá te quiero.
—Lárgate, espíritu maligno, mi abuela me bendijo con un crucifijo de olivo, así que ni tú ni las pesadillas me asustan.
—¿Tan mal me tratas?
—Sí. Por si acaso.
Caminaban por la calle al atardecer, intercambiando bromas. Jóvenes. Libres. Invulnerables.
—Oye, ¿qué tal si el lunes nos pasamos por el instituto? —propuso González.
—¿Estás loco? ¿Para qué?
—Imagínate la cara de doña Carmen cuando sepa que entraste en la universidad por tu cuenta.
Laura sonrió con sorna.
—Me importa un bledo. ¿Y tú qué harás?
—Vagarear este verano, y luego… la mili. ¿Me esperarás?
—Claro. Me sentaré en un banco, con pañuelo en la cabeza, tejiéndote calcetines. De tres metros.
—Vete a paseo…
—Vale.
—Oye, ¡mira, es Marisol! ¿No fue a formación profesional?
—Sí. Cada uno a lo suyo. Bueno, Miguel, me voy. Ahí están mis amigas. ¿Te enrollas con Marisol?
—Nah, para nada… solo hablamos.
—Es buena chica. Ella sí te esperará. Yo no.
—¿Entonces… ni de broma?
—No. —Lo dijo claro. Y se fue.
Los estudios se le daban bien a Laura. No porque fueran fáciles, sino porque no se quejaba.
—¿Cómo lo haces? —preguntaba su compañera de habitación.
—¿Qué?
—Pues… ir al cine, a discotecas, sacar buenas notas…
—No sé —se encogió de hombros Laura—. Simplemente vivo. No me quejo. No me lío con chicos. Los estudios son mi futuro. ¿Y salir? Si no es ahora, ¿cuándo?
—Yo quiero casarme. Con alguien con dinero.
—Pues yo no.
Conoció a David en una discoteca. Era demasiado insistente, y Laura escapó. Pero al día siguiente apareció en su residencia. Con flores, con chocolates. Ella le cerró la puerta en las narices. Él volvió con entradas de cine y más flores. Ella pasó de largo.
La chica ya tenía el ojo temblando de tanto rechazar sus atenciones. Casi lo odiaba. Y encima, González le mandaba cartas desde la mili. Se aburría. Pero no hablaba del servicio, sino de sentimientos.
Y ella lo conocía bien a González… cuando hasta los catorce llevaba medias marrones debajo del chándal… cuando su abuela lo llevó a una curandera para que dejara de mojar la cama.
David iba en moto, la esperaba como en una película. Hasta que… se cayó. Delante de ella. Y Laura, sin pensarlo, corrió hacia él. No por David, sino porque era un ser humano.
Y, no sabía por qué… aceptó salir con él.
Seis meses juntos. No eran mariposas. No era amor. Pero algo… cercano. Se hizo familia.
Luego llegó la carta de González: reproches, insultos, palabras sucias. Alguien le había contado. Y ella ni lo negó.
Con David era más fácil. Estaba ahí. Seguro. Con él podía soñar. Con boda. Con futuro.
—Qué suerte tienes, Laurita —dijo su compañera.
—¿De qué?
—Con David. ¿No sabes quién es?
—¿Qué dices?
—Su padre es un pez gordo. Le compró la moto. Ahora un coche. Es hijo único. Familia adinerada. Ya mayores.
—¿Y?
—Dicen que… ya tiene novia. Lidia. Los padres quieren unir negocios.
Esa noche, Laura le preguntó a David. Se puso nervioso.
—Es cosa de mi padre. Yo no quiero. Lidia no me interesa. Tengo a ti. Nos vamos lejos.
—Este finde iré a ver a mis padres.
—Vale… —y le pareció que suspiraba de alivio.
Cuando volvió, algo olía mal. Las chicas la miraban raro. Los chicos sonreían maliciosos.
—¿Qué pasa?
—Siéntate… Laura… David… Él…
—¿Qué?
—Se ha casado.
Ni un temblor. Ni una lágrima. Por dentro, un derrumbe. Por fuera, una roca.
—¿Eso es todo?
—Estás tan calmada…
—¿Y qué quieres? Lo sabía. Me fui para pensarlo. Y él… se casó. Lo permití. Todo lógico.
Se inclinó hacia su compañera:
—No pronuncies su nombre. Nunca. Para mí no existe.
Tras graduarse, Laura no volvió a casa. Fue al hospital.
Nació Alex. Fuerte. Con ganas de vivir.
—Laurita… ¿se… lo dirás a su padre?
—Mamá, nunca. Y no me preguntes.
—Vale, solo… esperaba que no repitieras mi historia.
—No lo haré. Tú te casaste con mi padre. Yo no.
—¿Vivirás aquí?
Laura lo vio: su madre tenía miedo. El padrastro, menos entusiasmado.
—Lo entiendo. ¿Ni siquiera me recogeréis del hospital?
—Pero, Laurita… claro que sí…
Vinieron. El padrastro le estrechó la mano en silencio.
—Papá dice que podéis estar un mes o dos.
—Gracias. No será mucho.
Alex casi no lloraba. Como si supiera que no eran bienvenidos.
Al mes, Laura se mudó con la abuela. Esta abrazó a su nieta y bisnieto, susurrando: “Ahora estás en casa”.
Un día llamaron a la puerta.
—¿González? —Laura frunció el cejo—. ¿De dónde sales?
—Conseguí la dirección por mi madre…
Pasaron a la cocina. La abuela entrecerró los ojos.
—Abu. Este no es el padre de Alex. Es Miguel. Amigo de la infancia.
—Ajá… Vístelo, que salgáis a pasear —refunfuñLa abuela asintió con complicidad mientras Laura tomaba una decisión firme, sabiendo que su futuro, y el de Alex, solo dependían de ella misma.