—¡Tienes que respetar mis derechos! —dijo mi hijo, sin saber lo fácil que es herir el corazón de una madre.
Esa tarde fría de octubre, María, envuelta en su bata cálida, colocó un plato de empanadas humeantes sobre la mesa. La habitación se llenó del aroma de la masa recién horneada, mientras el viento golpeaba las ventanas. Toda la familia se apresuró a sentarse, ansiosa por calentarse con un té y olvidar la humedad del otoño.
Diego, su hijo de diez años, se sentó en silencio, tomó una empanada, pero apenas comió. Jugueteaba con el relleno usando el tenedor, el ceño fruncido. Su mirada era pesada, como si hubiera aprendido algo grave ese día.
—¿Qué te pasa, Dieguito? —preguntó María al sentarse a su lado—. Pareces pensativo. ¿Algo pasó en el cole?
El niño dejó la empanada y respondió:
—Hoy vino un señor de la policía a darnos una charla. Dijo que los niños tenemos derechos. Y que los padres a veces los incumplen.
María levantó una ceja, sorprendida.
—Vaya. ¿Y qué más contó?
—Muchas cosas —empezó Diego con seriedad—. Por ejemplo, que no podéis obligarme a hacer lo que no quiero. Que tú y papá tenéis que respetar mi personalidad. Y que tengo mi propia vida privada. Tengo todo el derecho de decidir cómo pasar mi tiempo.
—¿Vida privada? —repitió María, conteniendo una sonrisa.
—¡Sí! —afirmó él con firmeza—. Por ejemplo, quiero jugar a la consola después del cole. Y tú me obligas a hacer los deberes. ¡Eso va contra mi libertad! Además, me gritas cuando no como brócoli, y el señor dijo que eso es presión psicológica. ¡Y lo del cinturón! Eso ya es delito, ¿eh? Hasta me podrían sacar de casa si lo denuncio.
María calló. Apoyada en el borde de la mesa, escuchaba a su hijo sin reconocerlo. Recordaba cuando era pequeño, cómo lloraba por las noches, cómo se aferraba a ella con fiebre. Las horas que pasó velando su sueño, pendiente de cada suspiro. Y ahora, ahí estaba: un “hombre con derechos”.
—¿Y no le temes a la señorita? —preguntó, bajando la voz—. Si te deja castigado, ¿también llamarás a la policía?
—¡Claro! Eso es retención ilegal. Puedo quejarme. Que ella también respete mis derechos.
—¿Y si acaba en la cárcel? ¿No te dará pena?
—Pues… —una pizca de duda asomó en su voz—. Pero… ¡que no los incumpla!
María suspiró, se volvió hacia el fregadero y empezó a lavar los platos. Mientras, Diego tomó un papel y escribió algo rápido. Al terminar, se acercó corriendo y se lo entregó.
Con letra infantil pero decidida, decía:
*Factura de servicios: limpiar mi habitación — 5 euros, sacar a Max — 3 euros, ir al supermercado — 2 euros. Total: 10 euros por semana. Deuda de la semana pasada: 13 euros.*
María miró el papel. Un dolor le apretó el pecho. Sintió como si un muro se alzara entre ellos. Se sentó, tomó otra hoja y empezó a escribir. Su letra temblaba. En un momento, incluso soltó una risa, pero al instante sus ojos se llenaron de lágrimas. Cuando terminó, dobló el papel con cuidado y se lo dio a su hijo.
Él lo tomó y leyó:
*Servicios prestados: noches en vela — incontables, lavar, limpiar, cocinar — diarios, preocupaciones — infinitas. Reuniones del cole, médicos, caídas, lágrimas, miedos, alegrías, primeros pasos, primeras palabras. Rezos cuando enfermaste. Mi corazón, entregado. Gratis. Porque te quiero.*
El niño guardó silencio. De pronto, se abrazó a su madre con fuerza y murmuró:
—Perdóname, mamá… Solo quería parecer mayor. No pensé que te dolería tanto…
María lo estrechó, le besó la cabeza y susurró:
—Solo recuerda, mi niño… los derechos son importantes. Pero el amor y el respeto lo son más. Ser familia es cuidarse sin facturas, solo por amor.
Esa noche, estuvieron abrazados en silencio. Fuera, el viento azotaba con frío, pero dentro de casa hacía calor. Porque, de verdad, volvían a estar juntos.