¡Defiende mis derechos!” — exclamó mi hijo, ignorando lo sencillo que es herir el corazón de una madre.

**Mi diario**

Aquella fría tarde de octubre, yo, María, envuelta en mi bata, coloqué en la mesa un plato de empanadillas calientes. La cocina se llenó del aroma del horno recién encendido, mientras el viento golpeaba las ventanas. Todos en casa se apresuraron a sentarse, deseando calentarse con un té y olvidar la humedad del otoño.

Mi hijo Adrián, de diez años, se sentó en silencio. Cogió una empanadilla, pero apenas comió; solo jugueteaba con el tenedor, desmenuzando el relleno, con la frente fruncida. Llevaba una mirada pesada, como si hubiera aprendido algo grave ese día.

—¿Qué te pasa, cariño? —pregunté, acercándome—. Pareces pensativo. ¿Pasó algo en el colegio?

Dejó el tenedor y contestó con seriedad:

—Hoy vino un señor de la policía a darnos una charla. Dijo que los niños tenemos derechos y que los padres a veces los incumplen.

Arqueé una ceja, sorprendida.

—Vaya. ¿Y qué más os contó?

—Muchas cosas —respondió Adrián, imitando el tono de un adulto—. Por ejemplo, que no podéis obligarme a hacer lo que no quiero. Que tú y papá debéis respetar mi personalidad. Y que tengo derecho a una vida privada. Puedo decidir cómo pasar mi tiempo.

—¿Vida privada? —repetí, conteniendo una sonrisa.

—¡Sí! —afirmó con firmeza—. Por ejemplo, quiero jugar a la consola después del cole, y tú me obligas a hacer deberes. ¡Eso va contra mi libertad! Y cuando no me como las espinacas, me gritas. ¡Eso es presión psicológica! Y lo del cinturón… ¡Sabes que eso es delito! Hasta me podrían sacar de casa si denuncio.

Me quedé callada, apoyada en la mesa, observando a mi hijo sin reconocerlo. Recordé sus noches de llanto, cómo se aferraba a mí con fiebre, las horas en vela junto a su cuna. Y ahora, ante mí, había un “ciudadano con derechos”.

—¿Y si la maestra te castiga sin recreo? —pregunté en voz baja—. ¿También llamarás a la policía?

—¡Claro! Es retención ilegal. Puedo denunciarla.

—¿Y si la meten en la cárcel? ¿No te dará pena?

—Pues… —vaciló un instante—. ¡Que no infrinja la ley entonces!

Suspiré, me giré hacia el fregadero y empecé a lavar los platos. Adrián agarró un papel y escribió algo rápido. Al terminar, me lo entregó con solemnidad.

Decía:

*Factura de servicios: ordenar mi cuarto —50 euros, pasear al perro —30, ir a comprar —20. Total semanal: 100 euros. Deuda anterior: 130.*

El corazón me dio un vuelco. Sentí que un muro se alzaba entre nosotros. Me senté, tomé otra hoja y escribí con letra temblorosa. En algún momento, incluso solté una risa amarga, pero las lágrimas asomaron al instante. Cuando terminé, doblé el papel con cuidado y se lo di.

Él lo leyó en silencio.

*Factura de madre: noches sin dormir —miles, lavar, cocinar, limpiar —todos los días. Preocupaciones —sin fin. Reuniones del cole, hospitales, caídas, lágrimas, miedos, risas. Tus primeros pasos. Tu primera palabra. Las oraciones cuando tuviste fiebre. Mi corazón, entero, tuyo. Gratis. Porque te quiero.*

Adrián no dijo nada. De pronto, se abrazó a mí con fuerza y murmuró:

—Perdón, mamá… Solo quería parecer mayor. No pensé que te dolería tanto.

Lo estreché contra mí, besé su cabeza y susurré:

—Escucha, mi vida… los derechos importan. Pero el amor y el respeto, más. Y ser familia es cuidarnos… no por dinero, sino porque así lo pide el corazón.

Esa noche, nos quedamos abrazados en silencio. Fuera, el viento aullaba, pero dentro… estábamos calentitos. Porque, de verdad, volvíamos a estar juntos.

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¡Defiende mis derechos!” — exclamó mi hijo, ignorando lo sencillo que es herir el corazón de una madre.