“¡Tienes que respetar mis derechos!” —dijo mi hijo sin saber lo fácil que es herir el corazón de una madre.
Esa gélida tarde de octubre, María, envuelta en su bata de lana, dejó sobre la mesa un plato de empanadas humeantes. La habitación se llenó del aroma de la masa recién horneada, mientras el frío y el viento se colaban por las rendijas. Toda la familia se apresuró a sentarse, ansiosa por calentarse con un té y olvidar la humedad otoñal.
Su hijo de diez años, Adrián, se sentó en silencio, cogió una empanada, pero apenas comió, solo jugueteó con el relleno, frunciendo el ceño. Su mirada era pesada, como si ese día hubiera aprendido algo grave.
—¿Qué te pasa, Adriancito? —preguntó María, acercándose—. Pareces pensativo. ¿Pasó algo en el colegio?
El niño dejó la empanada y respondió:
—Hoy vino un señor de la policía a darnos una charla. Dijo que los niños tenemos derechos. Y que los padres a veces los vulneran.
María arqueó una ceja, sorprendida:
—Vaya. ¿Y qué os contó?
—Muchas cosas —explicó Adrián con solemnidad—. Por ejemplo, que no podéis obligarme a hacer lo que no quiero. Que tú y papá debéis respetar mi personalidad. Y que tengo derecho a mi vida privada. ¡Puedo decidir cómo pasar mi tiempo!
—¿Vida privada? —repitió María, conteniendo una sonrisa.
—¡Sí! —asintió él con firmeza—. Quiero jugar con el ordenador después del cole, pero tú me haces hacer los deberes. ¡Eso viola mi libertad! ¡Y además me gritas si no me como las espinacas! El señor dijo que eso es presión psicológica. ¡Y lo del cinturón? ¡Eso es delito! Podrían quitarme de esta casa si lo denuncio.
María guardó silencio. Apoyada en el borde de la mesa, escuchaba a su hijo sin reconocerlo. Recordaba cuando era pequeño, cómo lloraba por las noches, cómo se aferraba a ella con fiebre, y esas madrugadas en vela junto a su cuna, pendiente de cada respiro. Ahora, frente a ella, se alzaba un “ciudadano con derechos”.
—¿Y no le tienes miedo a la señorita? —preguntó en voz baja—. Si te deja castigado, ¿también llamarás a la policía?
—¡Claro! Eso es retención ilegal. Puedo denunciarla. Que respete mis derechos.
—¿Y si la meten en la cárcel? ¿No te dará pena?
—Pues… —vaciló un instante—. ¡Que no los incumpla, entonces!
María suspiró, se volvió hacia el fregadero y empezó a lavar los platos. Mientras, Adrián tomó un papel y escribió algo deprisa. Al terminar, corrió hacia ella y se lo entregó.
Con letra infantil pero segura, decía:
*«Factura de servicios: recoger la habitación — 5 euros, pasear al perro — 3, ir a la tienda — 2. Total semanal: 10 euros. Deuda anterior: 13.»*
María miró el papel. Un nudo le apretó el pecho. Sintió que entre ellos crecía un muro. Entonces se sentó, tomó otra hoja y comenzó a escribir. La letra le temblaba. En un momento, hasta rio, pero al instante siguiente sus ojos se anegaron. Al finalizar, dobló el papel con cuidado y se lo dio a su hijo.
Él lo tomó y leyó:
*«Servicios prestados: noches sin dormir — incontables, lavar, cocinar, limpiar — todos los días, preocupaciones — sin número. Reuniones del colegio, hospitales, caídas, lágrimas, miedos, alegrías, primeros pasos, primeras palabras. Rezos cuando enfermaste. El corazón que te entregué. Gratis. Porque te amo.»*
El niño calló. De pronto, se abalanzó sobre ella, la abrazó con fuerza y murmuró:
—Perdóname, mamá… Solo quería parecer mayor. No pensé que te dolería tanto.
María lo estrechó, le besó la cabeza y susurró:
—Solo recuerda, cariño… los derechos importan. Pero el amor y el respeto, más. Y ser familia es cuidarse, no por dinero, sino porque así lo pide el corazón.
Esa noche, permanecieron abrazados en silencio. Fuera, el viento aullaba con frío, pero dentro de la casa hacía calor. Porque, de verdad, volvían a estar juntos.