«Le das demasiada atención a tu hijo»: eso me dijo el médico. Pero no soy una madre histérica, simplemente soy… madre.
Si mi hijo tuviera cinco años, quizá no me preocuparía tanto. Pero tiene casi quince, y sigue sin dormir por las noches. Duerme de día, cuando debería estar estudiando, socializando o, ya sabes, viviendo. Hasta lo cambiamos a educación en casa, no por capricho, sino por necesidad. El chaval no puede funcionar con un horario normal.
No, no se la pasa jugando a videojuegos ni enganchado al móvil. Lee. Escribe. Dibuja. Escucha charlas online. Se interesa por la biología, la programación y la historia al mismo tiempo. Pero no puede dormir, como si su cerebro no tuviera un botón de apagar.
Al principio lo observé. Luego empecé a notar rarezas: abría y cerrada el cajón diez veces seguidas, movía la alfombra nerviosamente, golpeaba la pared con los nudillos. Me asusté. No porque molestara, sino porque era evidente: su sistema nervioso no daba más. Así que decidí buscar ayuda profesional.
Fuimos al neurólogo. Nos mandó pruebas. Todo normal. Después, al psiquiatra. El médico nos recibió con una sonrisa fría y, en vez de hablar con mi hijo, empezó conmigo. Educado, profesional, hasta que soltó su «diagnóstico»:
—Usted —dijo— se ha pasado. Le dedica demasiado tiempo a su hijo. Lo ha… asfixiado con su amor.
Me quedé helada.
—¿Perdón?
—Los padres normales —continuó con tono de sermón— ven a sus hijos en el desayuno y en la cena. Pero usted está siempre ahí. Y el resultado es este: su hijo no tiene problemas, está en modo «invernadero».
—Trabajo desde casa. ¿Eso es un crimen?
—¡El crimen es su ansiedad! —sentenció—. Usted ha recorrido media ciudad buscando análisis. Todo por inventarle una enfermedad al chico. Lo observa, lo escucha, busca problemas donde no los hay. Quiere encontrar algo malo para… sentirse necesaria.
—Perdone, pero las pruebas las pidió el neurólogo —dije con calma—. Yo solo seguí sus indicaciones.
—Una madre normal habría dicho que no, ¡cuestan un riñón! Y aún así, ahí está usted mirándolo con ternura mientras él revuelve los bolsillos como si nada. Maleducado. Rebelde. Y usted… blanda. No le regaña. Yo en su lugar ya estaría en tratamiento.
Y entonces… empezó. Casi media hora de consulta, por la que pagué un pastizal, escuchando cómo hablaba… de sí mismo.
De su hija, que no habla con nadie, se tiñe el pelo de azul y sale en chanclas en pleno enero. Que fuma en el portal y se junta con gente rara. Que él toma ansiolíticos para aguantar. Según él, «así es como hay que aceptar a los adolescentes».
Lo escuché. Hasta el final. Le di las gracias… y me fui.
Afuera, respiré aliviada.
¿Y sabes qué? No soy una madre ansiosa. Soy… madre. La que quiere entender a su hijo, ayudarle, no dejarlo solo en ese caos de hormonas, miedos y noches en vela. Sí, estoy a su lado. Sí, somos un equipo. Y si eso asusta a alguien… pues qué pena, porque no sabe lo que es cuidar de verdad.
Ahora busco otro médico. Uno tranquilo, respetuoso. No el que se desahoga en la consulta, sino el que escuche. Porque estoy segura: querer a tu hijo no es un diagnóstico. Es lo normal. Es… ser madre.