Decisiones de una abuela: el fin de la babysitter gratuita

**”Mamá ya no será”: cómo la abuela dejó de ser la niñera gratis**

Ana María Fernández despertó con los suaves rayos del sol de junio acariciándole la cara. La mañana era extrañamente tranquila. Ni llantos de niños, ni llamadas pidiéndole que “cuidase a Mateo hasta la noche”. Se desperezó con gusto, miró al techo y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que hoy no tenía que correr, complacer a nadie ni dar explicaciones.

Se levantó, fue a la cocina, echó café molido en la cafetera y encendió el fuego. Olía libertad. Sobre la silla había un cuaderno, ese mismo donde, diez años atrás, apuntaba ideas para cuentos. Ana soñaba con ser escritora, pero siempre lo posponía. Primero, por el trabajo en el colegio; luego, el matrimonio, el nacimiento de Lucía, el divorcio, las deudas, las responsabilidades. Y ahora, el nieto.

Mateo llegó a su vida tan de repente como la adultez de Lucía. Su hija, la estudiante despreocupada de ayer, un día llamó y, con voz titubeante, soltó:
—Mamá, estoy embarazada. Álvaro y yo queremos tener al bebé.

Ana no dijo nada. Solo se sentó en el taburete, apretó el móvil con fuerza y murmuró:
—Vale.

Desde entonces, todo fue un torbellino. Lucía y Álvaro siguieron con sus estudios, y el nieto… se quedó con ella. Pañales sin fin, purés, noches en vela. Los jóvenes padres lo justificaban así:
—Mamá, tú siempre decías que querías nietos. Pues a disfrutarlos.

Ana aguantó. Sin quejarse. Pero día tras día sentía cómo su propia vida se le escapaba entre los dedos. Ya no despertaba pensando en pasear o leer, sino en el horario de Mateo.

Hasta que hoy dijo: basta.

Mientras, al otro lado de Madrid, Lucía iba como un torbellino. Ojeras oscuras, Mateo lloriqueando en su hombro, la mochila del niño en una mano y el portátil en la otra. Álvaro, junto a la ventana, enviaba mensajes al profesor para coordinar una tutoría antes del examen.

—Lucía, ¿llegas a dejar a Mateo con tu madre? —preguntó él mientras se ponía la chaqueta.
—Sí, llego… —masculló ella entre dientes—. Como siempre, todo recae en mí. Tú como si no fueses su padre.

Salió del piso abrochándose la chaqueta a toda prisa. Mateo berreaba. En el autobús, armó un escándalo. Lucía solo pensaba: deprisa, deprisa, con que mi madre esté en casa…

Llamaron a la puerta. Silencio. Pasos. La puerta se abrió, y allí estaba Ana: tranquila, con una taza de café en la mano, la bata puesta y el pelo recogido en un moño improvisado. Pero en sus ojos había algo que Lucía no veía desde hacía tiempo: determinación.

—Hola, mamá. Solo será hasta esta tarde. Mañana aprobamos los exámenes y ya no te molestamos, en serio —dijo Lucía, intentando suavizar la situación.

Ana respiró hondo. Dio un sorbo al café. Y respondió:
—No.

—¿Qué? —preguntó Lucía, frunciendo el ceño.
—Hoy no me quedo con Mateo. Mañana tampoco. Estoy cansada. No puedo más. Y lo más importante: no quiero seguir siendo lo que me habéis convertido, una niñera gratis sin derecho a elegir.

Álvaro intentó intervenir:
—Ana, es que estamos en plena carrera, no tenemos tiempo…

—¿Y yo sí? —la voz de Ana sonó fría como el hielo—. También soy persona. Tengo sueños. Quiero escribir. Quiero… vivir. No tengo ochenta años, aún me siento joven, y no pienso enterrarme bajo vuestras obligaciones.

—¿Así que así? —sonrió amargamente Lucía—. Te hemos supuesto una carga.
—Sois mi familia. Pero la familia es respeto. No es que me llaméis por la noche para soltarme que mañana tengo que dejarlo todo otra vez. Ni que decidáis por mí que “total, estás en casa”.

Silencio. Mateo se calmó. Lucía y Álvaro no sabían qué decir. Finalmente, Lucía contestó fríamente:
—Vale. Nos vamos. Pero, mamá, cuando necesites ayuda, acuérdate de hoy.

—Por supuesto —asintió Ana—. Pero cuando pida ayuda, no os daré un ultimátum.

Se marcharon sin hacer ruido. Ana volvió a la cocina, se sentó y abrió el cuaderno.

La mano le temblaba, no de miedo, sino porque, tras años, había hecho algo solo por ella. Empezó a escribir. Y con cada palabra, sentía el aire más liviano, el mundo más grande.

Aquel día, por primera vez en mucho tiempo, sintió que volvía a ser dueña de sí misma. Y eso no tenía precio.

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