**La difícil decisión. El regreso**
—Si quieres ir, vete —dijo Óscar, dejando la taza en el fregadero. Su voz era tranquila, casi indiferente—. Pero no esperes mi apoyo. Ni moral ni físico.
—No lo espero —respondió Verónica en voz baja, sin mirarlo.
—Luego no digas que fue un error.
—Quizá lo diga. O quizá no. Lo importante es no arrepentirse de no haberlo intentado.
Al final, se fue.
El vuelo con escala se retrasó, y el avión de conexión partió sin ella. Siete horas de espera agobiante en un aeropuerto sofocante, un sándwich de plástico y una bolsa al hombro en lugar de la maleta: el vestido se quedó en la bodega de otro continente.
En el hotel, le dijeron que su reserva “no había sido confirmada”. El joven de recepción lo explicó con una sonrisa, como si hablara de algo sin importancia:
—Lo siento, señora, estamos completos. Puedo darle una lista de hostales cercanos.
—Gracias —contestó Verónica, secamente—. Justo me faltaba una lista de fracasos en mi vida.
Se sentó en un café de la esquina, pidió un café y, mirando la pantalla del móvil, repasó sus contactos. Su dedo se detuvo en un nombre: Elena Hidalgo. Una amiga de la universidad, en Madrid. Luego, mensajes esporádicos, algún “me gusta”… y silencio.
“¿Por qué no arriesgarse?”, pensó, y le envió un mensaje corto.
La respuesta llegó en tres minutos:
«¡Claro, ven! Tenemos un cuarto de invitados. Y el vestido lo solucionamos, no te preocupes. Aunque seguro que estás más delgada, te llevaré uno holgado. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti!»
A la mañana siguiente, recorrieron las calles de las afueras de Barcelona. Verónica sentía que, con cada curva, el coche la adentraba más en un pasado que ya estaba muerto. Elena había cambiado mucho: elegante, segura, pero con la misma bondad, sin rastro de soberbia. Le dio la dirección del club, la miró con ojo crítico, le arregló el pelo, le roció laca y le entregó un broche:
—No vayas como una sombra del pasado, sino como una mujer que sabe lo que vale. Allí todos tienen la misma cara y los mismos labios. Pero no todos tienen alma. Mantén la cabeza alta, Verónica.
La fiesta era pretenciosa.
Carpas, césped impecable, camareros con champán, mujeres vestidas por diseñadores, como sacadas del mismo patrón. Todo caro, exagerado y… ajeno. No vio rostros familiares. Solo caras nuevas: bronceadas, retocadas, seguras de sí mismas.
Sergio fue el primero en aparecer. Algo mayor, pero el mismo de siempre. Se acercó, sonrió con culpa, la abrazó y susurró:
—Me alegro de que hayas venido. Perdona, no se lo dije a Clara. Quería que te viera…
Verónica no respondió. Ya lo entendía todo.
Clara llegó un poco después. No sola, sino con un séquito. Vestido de diseño, rostro perfecto, mirada fría.
—¿Verónica? Qué sorpresa —dijo con una mueca que simulaba una sonrisa—. ¿Tú… aquí?
—Yo soy yo. Y aquí es solo un lugar —respondió Verónica, serena—. Felicidades por tu aniversario.
—Gracias. Espero que el viaje no te haya agotado.
—Un poco. Pero Elena Hidalgo me ayudó. Es curioso cómo perduran los lazos antiguos, incluso después de años.
—¿Elena? Ah, sí… Nos ayudó mucho cuando nos mudamos. Dicen que tiene buen gusto. ¿Ese no es su vestido?
—Es cómodo. Y me queda mejor que algunos recuerdos.
Clara dudó un instante.
—Bueno… Espero que disfrutes la velada.
—Ya la estoy disfrutando. Gracias por invitarme.
—Yo… no te invité.
—Pero tampoco me echas —respondió Verónica con una media sonrisa.
Más tarde, cuando un invitado se desplomó en una silla y empezó a ponerse azul, el salón se llenó de pánico.
—¡Se está ahogando! —gritó una mujer con vestido de estampado animal—. ¡Que alguien llame a una ambulancia!
—Soy médico —dijo Verónica con calma, ya a su lado. Sin drama, sin prisa, con precisión. Revisión, pulso, bolsa bajo la cabeza, cuello desabrochado. Actuó como si lo hiciera cada día. Y así era.
La ambulancia llegó en quince minutos. En todo ese tiempo, ni Clara ni su comitiva se acercaron.
A la mañana siguiente, Verónica despertó en la casa de Elena. El vestido estaba doblado con cuidado en una silla, y en la mesa había café y una nota:
«Hiciste lo correcto. Si quieres desaparecer de nuevo en esta ciudad, llama. La habitación es tuya».
En el aeropuerto, sintió liviandad.
No porque hubiera terminado.
Sino porque, por fin, todo había encontrado su lugar.
Esa amistad había muerto hacía tiempo. Solo que el funeral se había demorado. Ahora había tenido lugar. Sin flores. Sin lágrimas. Pero con despedida.
Óscar la esperaba en la salida. Su perro lanudo, Rufo, casi la derribó de pura alegría.
—¿Y bien? ¿Cómo te fue? —preguntó él.
—Cerré el círculo.
—¿Con estruendo?
—Un poco. Pero con orgullo.
—¿Y?
—Ya no me pesa.
Él le cogió la bolsa.
Ella le tomó del brazo.
Y juntos, se fueron a casa.