Decisión Difícil: El Regreso

**Una Decisión Difícil. El Regreso**

—Si quieres, vuela —dijo Óscar, dejando la taza en el fregadero. Su voz era neutra, casi indiferente—. Pero no esperes mi apoyo. Ni moral ni físico.

—No lo espero —respondió Vera en voz baja, sin mirarlo.

—Luego no digas que fue un error ir.

—Quizá lo diga. O quizá no. Lo importante es no arrepentirse de no haberlo intentado.

Al final, se fue.

El vuelo con escala se retrasó, y el avión de conexión partió sin ella. Siete horas de espera agotadora en un aeropuerto sofocante, un sándwich de plástico y su bolso al hombro en lugar de la maleta —el vestido se quedó en la bodega de otro continente.

En el hotel le dijeron que la reserva «no había sido confirmada». El joven de recepción lo explicó con una sonrisa, como si hablara de algo sin importancia:

—Lo siento, señora, estamos completos. Le puedo dar una lista de hostales cercanos.

—Gracias —dijo Vera, seca—. Justo lo que me faltaba: un catálogo de fracasos personales.

Se sentó en un café de la esquina, pidió un cortado y, mirando la pantalla del móvil, revisó sus contactos. Su dedo se detuvo en un nombre: Elena Rodríguez. Su amiga de la universidad, con quien había estudiado en Valladolid. Luego, algunos mensajes, algún *like* esporádico… y silencio.

*”¿Me arriesgo?”*, pensó Vera, y le escribió un mensaje corto.

La respuesta llegó en tres minutos:

«¡Claro que sí, ven! Tenemos un cuarto de invitados. En cuanto al vestido, no te preocupes, algo encontraremos. Aunque seguro que has adelgazado —te llevaré uno un poco holgado. ¡Hace siglos que no sabíamos de ti!»

A la mañana siguiente, iban por las calles de un barrio residencial de Madrid. Vera sintió que, con cada curva, el coche la llevaba más profundo hacia un pasado que ya estaba muerto. Elena había cambiado mucho —elegante, segura, pero igual de amable, sin rastro de soberbia. Le dio la dirección del club, la miró con ojo crítico, le arregló el pelo, le echó laca y le entregó un broche:

—No vayas como una sombra del pasado, sino como una mujer que sabe lo que vale. Allí todas tienen la misma cara y los mismos labios. Pero no todas tienen alma. Mantén la espalda recta, Vera.

La fiesta era pretenciosa.

Carpas, césped impecable, camareros con champán, mujeres con vestidos de diseñador —como si las hubieran sacado del mismo molde. Todo caro, exagerado y… ajeno. Vera no reconoció a nadie. Solo caras nuevas: bronceadas, estiradas, seguras de sí mismas.

Javi apareció primero. Un poco mayor, pero el mismo de siempre. Se acercó, sonrió con culpa, la abrazó y susurró:

—Me alegro de que hayas venido. Perdona, no se lo dije a Silvia. Quería que simplemente te viera…

Vera no contestó. Ya lo tenía todo claro.

Silvia llegó un poco después. No sola —con todo un séquito. Vestido de diseñador, cara perfectamente tallada, mirada de cristal.

—¿Vera? Qué sorpresa —dijo con una mueca que pretendía ser una sonrisa—. ¿Tú… aquí?

—Yo soy yo. Y aquí es solo un lugar —respondió Vera, serena—. Felicidades por tu aniversario.

—Gracias. Espero que el viaje no te haya agotado mucho.

—Un poco. Pero Elena Rodríguez me ayudó. Es curioso cómo algunos lazos aguantan, aunque pasen los años.

—¿Elena? Ah, sí… Nos ayudó mucho cuando nos mudamos. Tiene buen gusto, dicen. ¿Ese no es su vestido?

—Es cómodo. Y me queda mejor que algunos recuerdos.

Silvia dudó un instante.

—Bueno… Ojalá disfrutes la velada.

—Ya la estoy disfrutando. Gracias por invitarme.

—Yo… no te invité.

—Pero tampoco me echas —respondió Vera con una media sonrisa suave.

Más tarde, cuando un invitado se desplomó en una silla y empezó a ponerse azul, el salón se llenó de pánico.

—¡Se está ahogando! —gritó una señora con vestido de leopardo—. ¡Que alguien llame a una ambulancia!

—Soy médico —dijo Vera con calma, ya a su lado. Sin dramas, sin nervios, firme. Revisión, pulso, bolso bajo la cabeza, cuello desabrochado. Actuó como si lo hiciera todos los días. Y lo hacía.

La ambulancia llegó en quince minutos. En todo ese tiempo, ni Silvia ni su corte se acercaron.

Por la mañana, Vera despertó en la habitación de Elena. El vestido estaba doblado con cuidado en la silla, y en la mesa había un café y una nota:

«Hiciste lo correcto. Si quieres desaparecer otra vez en esta ciudad, llama. La habitación es tuya».

En el aeropuerto, sintió ligereza.

No porque todo hubiera terminado.

Sino porque, al fin, todo había encontrado su lugar.

Esa amistad había muerto hacía tiempo. Solo que el funeral se había demorado. Ahora ya había pasado. Sin flores. Sin lágrimas. Pero con despedida.

Óscar la esperaba en la salida. Su perro lanudo, Peluso, casi la tiró del empujón de alegría.

—¿Y? ¿Cómo fue? —preguntó él.

—Cerré el ciclo.

—¿Con estrépito?

—Un poco. Pero con dignidad.

—¿Y?

—Ya no duele.

Él le cogió el bolso.

Ella le enlazó el brazo.

Y se fueron a casa.

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