**Decidirse a Divorciarse…**
Con una bandeja en las manos, Marina aguantó una interminable cola en el comedor y rápidamente le dijo al joven tras el mostrador:
—Tres sopas, tres paellas y tres zumos, por favor.
El espacio en la bandeja no era suficiente. Varias veces, Marina miró con impaciencia hacia la mesa donde esperaban su marido y su hijo. El niño solo tenía diez años, claro, no entendía que podía ayudar a su madre. Pero su marido, Raúl, estaba sentado, pegado al móvil, sin levantar la mirada. Marina tuvo que hacer dos viajes. Mientras iba y venía cargada, sintió las miradas desaprobadoras de los demás en la cola. Sin apartar los ojos del teléfono, Raúl acercó el plato de sopa, probó un poco y frunció el ceño.
—¿Trajiste sopa de lentejas? No me gusta la sopa de lentejas. Podrías haber preguntado.
—Tú podrías haberte acercado a elegir —respondió Marina, cansada—. No sé leer tu mente.
—¡Venga ya! Como si no pudiéramos hacer cola juntos. Solo tenías que preguntar.
Marina inclinó la cabeza sobre su sopa y decidió no responder. Estaba harta de discutir. Raúl siempre era así. Nunca contento con nada. Y su hijo Adrián, de diez años, empezaba a imitar su comportamiento.
—Mamá, ¿por qué trajiste paella? No me gusta la paella, lo sabes.
—Nuestra madre solo piensa en sí misma —murmuró Raúl, sin levantar la vista del móvil, aunque no dejaba de comer la sopa que tanto había criticado.
—Come lo que hay —le espetó Marina a su hijo, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie la hubiera escuchado.
El comedor estaba abarrotado. Los turistas desayunaban rápido para ir a la playa. Marina también tenía esos planes, aunque dudaba si irían todos o solo ella y Adrián. Raúl podría quedarse en la habitación. El día anterior se había quejado de lo lejos que estaba la playa. Como siempre, la culpa era de Marina. Ella había elegido este hotel. Aunque le había pedido mil veces a Raúl que ayudara a decidir, él se limitaba a enfadarse.
—¿No puedes elegir tú sola? Déjame descansar después del trabajo. Hazlo todo tú, ¿qué tiene de difícil?
Pues lo hizo. Y, como siempre, todo estaba mal. El hotel quedaba lejos de la ciudad, no había monumentos cerca, y hasta la playa había que caminar diez minutos. A Raúl no le gustaba.
Al terminar el desayuno, Marina recogió los platos y vio entrar a una pareja de la habitación de al lado. Una mujer elegante, de unos cincuenta años, y su marido, sonriente y atento.
La mujer entró como una reina y ocupó una mesa libre, mientras su marido se apresuró a hacer cola. Antes de irse, le preguntó:
—Cariño, ¿qué postre quieres hoy?
Marina escuchó esa frase mientras llevaba la bandeja con los platos. Iba sola, porque Raúl y Adrián se habían marchado sin esperarla. No era la primera vez que envidiaba a esa vecina. ¡Vaya marido tenía! ¿De dónde salían hombres así?
A Marina también le había parecido que Raúl era así al principio. Cortés, cariñoso, atento. Después de casarse, la esperaba del trabajo, cocinaban juntos y planeaban las veladas. Todo juntos.
¿Cuándo cambió todo? Probablemente después de que naciera Adrián.
Marina dejó de trabajar para cuidar del niño, y se dio por sentado que, como estaba en casa, debía tener la cena lista y el piso impecable cuando Raúl llegara. Adrián era tranquilo, así que no le costaba mucho. Se esforzaba por ser la esposa perfecta.
Después volvió al trabajo, pero siguió haciéndolo todo: cocinar, limpiar, cuidar del niño. “Es lo que me toca”, se decía. Solo deseaba que Raúl lo valorara un poco.
Pero él daba por hecho sus esfuerzos y, encima, la criticaba. La camisa mal planchada, la pasta recalentada. Marina se lo tomaba a pecho y corría a corregir sus errores. “En el fondo, no es mal hombre. Gana bien, no sale de fiesta. Viene directo a casa después del trabajo. Y si siempre está gruñendo, es su carácter. No se puede cambiar”.
Al salir del comedor, Marina corrió para alcanzar a Raúl y Adrián. Iban tan lejos que ni siquiera se detuvieron a esperarla. Cuando los alcanzó, sin aliento, preguntó:
—¿Vamos a la habitación? Nos cambiamos y a la playa.
—Otra vez caminar con este calor —refunfuñó Raúl—. Esto pasa por dejarte elegir el hotel. Bueno, vamos, no queda otra.
Cuando llegaron a la playa, el calor era insoportable. Raúl, que no dejó de quejarse durante el trayecto, se quitó los pantalones y la camiseta sobre la arena y se lanzó al agua, llevándose a Adrián. A Marina le tocó pagar las tumbonas y montar la sombrilla.
Ella también tenía calor. También quería meterse en el agua. ¿Por qué tenía que encargarse de todo? ¿Era eso también “cosa de mujeres”? Suspiró, pero fue a la tienda. “No es para tanto”, pensó. “No vale la pena discutir por tonterías”.
Marina no nadaba bien, así que no se alejaba de la orilla. En cuanto entró al agua, Raúl le dejó a Adrián y se alejó. Siempre hacía lo mismo: nadaba lejos de ellos. Le molestaba más cuando Raúl se iba antes.
—Me vuelvo a la habitación —anunció él al rato—. Prefiero el aire acondicionado.
—¿No podrías quedarte un poco más? Así vamos juntos.
—No, hace demasiado calor.
Raúl se vistió y se fue ligero de equipaje. Ni se le ocurrió llevarse la botella de agua o los flotadores de Adrián.
Así pasó todo el viaje. Mientras unos descansaban, otros, como Marina, seguían cargando con todo. Hasta las excursiones las elegía ella. Y Raúl, como siempre, se quejaba después: “Mucho viaje en autobús”, “aburrido”, “no es lo que yo quería ver”. Nada le gustaba. Las vacaciones terminaban, y Marina no había descansado. Solo había corrido detrás de su marido, complaciéndolo. Quería lo que veía en otras familias: estar todos juntos, que su marido estuviera presente, no como si le hiciera un favor con su presencia.
La noche antes de irse, Marina estuvo ocupada en la habitación. Hacía las maletas, intentando no olvidar nada. Raúl y Adrián se acostaron temprano. Había que madrugar.
—El autobús sale a las cinco —dijo Raúl—. Haz las maletas tú. No es difícil. Solo no olvides nada, como la última vez.
El verano pasado, Marina se había olvidado la maquinilla de afeitar de Raúl, y él no dejaba de reprochárselo. Cerró la maleta, revisó la habitación. Parecía que estaba todo. Quedaban menos de cinco horas para dormir. Pero no tenía sueño. Siete días habían pasado en un abrir y cerrar de ojos. Tanto esperar las vacaciones, y no había nada que recordar. ¿Qué podía recordar? ¿Correr detrás de su marido y su hijo? Eso ya lo hacía en casa. ¿Valía la pena haber viajado?
Se sintió triste. Salió al balcón largo que rodeaba el segundo piso del hotel. Se apoyó en la barandilla y suspiró. Los grillos cantaban tan fuerte que no escuchó cuando alguien salió de la habitación de al lado. Se sobresaltó al oír el clic de la llama de un mechero. AlAl volverse, vio a la vecina, la misma mujer elegante de antes, fumando bajo la luz de la luna, y en ese momento, Marina sintió que una chispa de valor crecía dentro de ella, decidida a cambiar su vida para siempre.