Decidió castigar a su esposa, pero terminó siendo irrelevante.

Él decidió castigar a su esposa, pero terminó siendo un don nadie

Tras el ascenso de Lucía en su nuevo trabajo en el banco, su carácter cambió de golpe. De ser una mujer tranquila y serena, se volvió irritable, sarcástica y exigente. Antonio, su marido, no lo entendía: «¿De dónde vienen tantas quejas? Antes todo iba bien». Lucía le reprochaba su inacción en casa —que todo caía sobre ella: cocinar, el niño, la limpieza—. Pero Antonio no veía el problema. Pensaba: «En un piso de tres habitaciones en Valladolid no hay trabajo para un hombre. Los estantes están fijos, los grifos no gotean. Y cocinar no es cosa de hombres». Una vez le pidió un cocido, insinuó con tono seco, y ella contestó: «Pela las verduras y entonces lo hago». Él estalló: «¡Pélalas tú! ¡Eres la mujer!»

Lucía se quedaba cada vez más tarde en el trabajo, y ahora recogían a su hijo del jardín de infancia el último. A Antonio le daba pena el niño, pero ¿ir él? ¿Y si le pedían mover un armario o arreglar una tubería?

Sentía que su mujer ya no lo valoraba. Rezongaba cada vez más: «¿Para qué querías ese ascenso? Si hubieras seguido tranquila, todo seguiría igual». Lucía, fría, le replicaba: «Pues vuelve al departamento de desarrollo, consigue tu propio ascenso, gana más dinero —yo dejaré el mío, cocinaré pucheros y me quedaré con el niño. Pero con dos sueldos ya no llegamos. Mi madre antes nos ayudaba, ahora tiene sus propios gastos». Antonio se enfurecía: «¡Ahora le ha dado por reformar la casa!»

Él, en realidad, no ambicionaba escalar en el trabajo. Veía a su jefe matándose sin descanso y decía: «No, gracias. Yo cumplo mi horario y a casa». Pero cuanto más escuchaba los reproches de Lucía, más crecía su resentimiento. Decidió: «Si quiere ser la jefa, que sepa lo que es la soledad». Empezó a quedarse más horas en la oficina. Y luego inició un romance con una compañera de contabilidad: Vera. No era ninguna belleza, pero tenía curvas generosas, una voz dulce y siempre llevaba empanadas caseras.

Vera tenía un hijo pequeño, pero a Antonio no le importaba. Con ella se sentía necesario: una manta tibia, cena caliente, miradas de admiración. Se veían cada vez más. Mientras, la madre de Lucía recogía al niño —ella estaba inmersa en un proyecto crucial. Antonio pensó: «Mejor así. Ella no cocina, y yo no paso hambre. Vera me alimenta y me halaga. Todo justo». Pero Vera tenía sus condiciones. Si Antonio llegaba sin bombones, perfume o dinero para «algo bonito», fruncía el ceño. La cena era más sencilla, las caricias más frías.

A Antonio le inquietaba, pero se consolaba: «Bueno, no importa. No exige amor, solo atención y algo de dinero. Pero cuando Lucía sepa que me voy, entonces cambiará de tono». Cuando Vera, sin pestañear, le pidió un abrigo de piel, Antonio entendió: era hora de terminar la farsa.

Entró en casa como un huracán, esperó a que Lucía volviera del trabajo y, con el ceño fruncido, anunció:

—Lucía, basta. ¡Soy un hombre! Necesito cena, orden en casa, calcetines limpios. Llegas antes que yo, ¿por qué no haces una sopa? ¿O lavar la ropa es demasiado?

Ella se quitó el abrigo en silencio, dejó el bolso en el suelo y preguntó, exhausta:

—¿Eso es todo?

—¡No! —dijo él con dramatismo—. ¡Me voy! ¡Con otra! ¡Con una mujer que sí me valora! Ya he hecho las maletas. ¡Vive sola!

—Bien —asintió Lucía—. Vete. Estoy harta de vivir con un vago llorón. Pero el piso se queda. La hipoteca la he pagado yo. El abogado lo confirmará: no has puesto ni un euro.

A Antonio le cayó como un cubo de agua hirviendo. ¿Cómo? ¿Dónde estaban las súplicas? ¿Las lágrimas? Esperaba que Lucía se aferrara a él, que le rogara quedarse. Pero solo encontró cálculo frío.

Con el corazón latiendo de rabia, cogió su maleta y fue a casa de Vera. Tocó con seguridad: «Cariño, ahora vivo contigo. ¡Para siempre!» Ella abrió, lo miró de arriba abajo y cruzó los brazos:

—¿Y quién te ha dicho que quería vivir contigo? Tengo un hijo, un piso de alquiler, un sueldo miserable. Tú no eres una solución, eres un gasto. Si no vas a pagar, lárgate.

La puerta se cerró en sus narices. Y allí se quedó, en el rellano de la escalera, con su maleta, su orgullo hecho trizas y las manos vacías. Nadie lo quería. Ni su esposa, ni su amante. Y por primera vez en años, completamente solo.

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MagistrUm
Decidió castigar a su esposa, pero terminó siendo irrelevante.