Decidimos visitar a mis padres casi seis meses después de la boda. Sabía que sería una prueba, pero nunca imaginé lo dura que resultaría. Nada más cruzar la puerta, mi madre nos recibió con una mirada fría y unas palabras que me helaron la sangre: “Aquí se trabaja, no se viene de vacaciones”. Su tono llevaba una amenaza, como si hubiéramos llegado a un campo de trabajos forzados y no al hogar donde crecí.
Mi Lucía, con sus manos delicadas y sus modales de ciudad, de repente pareció tan frágil como una flor en medio del campo. Noté cómo apretó mi mano con fuerza cuando mi madre le ordenó limpiar el pescado. “¡Pedro, es tu esposa, no una criada!”, quise gritar, pero me callé. Me callé porque sabía que cada protesta mía avivaría más el fuego.
Aquellos días en el pueblo se convirtieron en una pesadilla. Lucía trabajó hasta altas horas de la noche, con los dedos temblando de frío mientras fregaba los platos con agua del pozo. La vi morderse el labio para no llorar cuando mi madre la acusaba una y otra vez de vaga. “¡Nunca serás digna de mi hijo!”, resonaba en mi cabeza como una maldición. Y yo seguía allí, inmóvil, como atado por cadenas invisibles a la tierra donde me crié.
Nuestras cenas eran patatas cocidas y pescado, preparados por Lucía, pero mi madre ni siquiera se sentaba con nosotros. Observaba desde un rincón, como una sombra, esperando el más mínimo error. Y cuando al fin nos acostábamos, escuchaba a Lucía llorar en silencio contra la almohada. “Perdóname perdóname por todo”, susurraba, pero mis palabras se perdían en la oscuridad.
Al regresar a casa, decidí decirle a mi madre: “No vuelvas a humillar a mi mujer”. Pero ella solo se rio. “¿Has olvidado quién te crió? ¿Quién te dio de comer cuando llorabas de hambre?”. Sus palabras me atravesaron como un cuchillo.
La siguiente vez que fuimos al pueblo, iba preparado para luchar. Mi padre se había lastimado la pierna, y tuve que sacar las vacas a pastar. A Lucía le habían dado unas botas de goma que le rozaban los pies hasta sangrar. La lluvia había convertido los campos en un lodazal. Ella me seguía, tropezando, y yo seguía callado, porque sabía que cualquier gesto de cuidado mío traería otra oleada de burlas.
Y luego, la carne de cordero. Lucía no soportaba su olor, pero mi madre lo preparaba a propósito cada día. “¡Cómetelo si quieres ser parte de esta familia!”, le gritó cuando Lucía apartó el plato. Cogí el tenedor, corté un trozo y lo tiré al suelo. “Nunca más”, murmuré, pero aquello solo era el principio de la guerra.
Ahora que Lucía espera nuestra hija, ya no puedo arriesgarme. “Ven tú si quieres”, le digo a mi madre por teléfono. “Pero ella se queda aquí”. Su silencio escondía un océano de reproches, pero por primera vez, mi corazón estaba en paz. Abracé a Lucía, y sus manos cálidas me recordaron que a veces hay que proteger a la familia incluso de quienes te dieron la vida.
P.D. La próxima vez que mi madre llamó, apagué el teléfono. Duele para los dos. Pero a veces el dolor es la única forma de despertar.





