Decidimos adoptar un perro del refugio en familia

Nosotros decidimos adoptar un perro de una perrera. Mi esposo quería comprar un perro de raza, ya que argumentaba que una raza representa nobleza, inteligencia y lealtad.

Sin embargo, le pedí encarecidamente que viniera conmigo a visitar un refugio, y él, a regañadientes, accedió. Durante toda nuestra vida juntos, que no ha sido corta, Carlos nunca me había contradecido. ¿Por qué un perro, preguntaréis, y no un niño? Somos personas solitarias y ya de edad avanzada. Ambos comprendemos la responsabilidad que implica cuidar de un ser que hemos domesticado.

Un niño necesita crecer, ser educado y recibir formación. Es un “proyecto” a largo plazo, mientras que con un perro estaremos juntos hasta el final. Será nuestro hijo en común con Carlos. Al llegar al refugio, se nos presentó una imagen desalentadora. El ambiente olía nauseabundo, acompañado de un incesante ladrido y aullido que ponía el alma del revés. Todos los perros, como niños desamparados, nos miraban con esperanza, como si nos tendieran las manos.

Caminamos junto a mi marido por los estrechos pasillos de jaulas infinitas, y cientos de ojos nos seguían, atentos a cada uno de nuestros movimientos. ¡Dios mío! ¿Por qué sufren tanto estos animales? Me parece que si no hubiera animales abandonados, tampoco habría niños rechazados, y los orfanatos desaparecerían por falta de necesidad.

Un animal, como un niño, requiere paciencia, amor, cuidado, y además “habla” un idioma “extranjero” que a menudo no intentamos comprender y traducimos según nuestra conveniencia.

De repente, Carlos se detuvo en seco frente a una de las jaulas. Allí yacía un perro, ajeno a todo, con la mirada apagada. No reaccionó ante nuestra repentina presencia. Parecía sordo y ciego. “¿Por qué este desaliñado? Mejor llévense este, que es de raza”, apresuró a decir el “guardián del museo”.

“Es un rechazado, lo han traicionado y devuelto varias veces, parece que decidió poner fin a su inútil vida dejando de comer”, explicó con amargura una joven voluntaria al narrar la triste historia de aquel desafortunado.

Carlos intentó hablar con el perro, pero este se volteó con desprecio; había dejado de confiar en los humanos. “Saben, es muy bueno, obediente, y aunque mestizo, es muy leal, a diferencia de los ‘reyes de la naturaleza'”, la voz de la joven reflejaba esperanza mientras nos observaba ansiosa, captando cada uno de nuestros gestos.

Extendí mi mano a través de los barrotes para acariciar al perro. Él, de repente, se volvió hacia mí, sus ojos se encendieron y hundió su hocico en mi mano. Tenía el hocico un poco húmedo y su cálido aliento cosquilleó mi piel. Me reí. El perro suspiró profundamente, se levantó sobre sus patas y movió la cola. “¡Un milagro!”, exclamó la voluntaria. “Ustedes son los primeros a quienes ha respondido”. “El veterinario ya estaba preparándolo para la eutanasia”, agregó el encargado del refugio, un hombre en general bueno, pero indiferente hacia su trabajo.

La joven no pudo evitar contar: “Yo creo que el perro lo entiende todo, por las noches aúlla suavemente, lamentando su triste destino; incluso le caen lágrimas de los ojos”. “¡No han visto llorar a un perro, yo sí!”, exclamó con tristeza, apartando su mirada húmeda.

Tenían que ver a mi Carlos en ese momento. Se parecía tanto a ese perro, castigado por la vida. Jamás olvidaré esos ojos suyos, suplicando clemencia como un perro. Y al lado, los ojos del perro. Miramos fijamente el uno al otro por un tiempo. Dentro de su alma se desbordaba una tormenta de emociones; no había olvidado las traiciones humanas, pero ansiaba una familia. De repente, en él renació el deseo de vivir.

Comenzó a aullar, profundamente y con pesar, liberando todo su dolor. Todos los empleados del refugio se acercaron a nuestro recinto. Muchos lloraban sin ocultar las lágrimas. Carlos estaba de rodillas frente al perro, como pidiendo perdón por los pecados de toda la humanidad.

“Se llama Fiel”, dijo uno de los empleados, mientras nos entregaba la correa. Todos en el refugio nos despidieron. Alguien muy devoto nos hizo la señal de la cruz en secreto. Y esa bendición selló para siempre nuestra unión de tres.

Mi marido olvidó por completo la idea de comprar un perro de raza. Además, “comprar un perro” suena bastante extraño, ¿no os parece? ¿Acaso se puede comprar un amigo, y la lealtad y el amor se venden?

El perro caminaba a nuestro lado, Carlos lo soltó de la correa, para que disfrutara plenamente de su libertad. Él parecía saber que estaría con nosotros hasta el final y que nunca más volvería a llorar.

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