21 de octubre, 2023
Decidí no contarle a mi marido que había empezado a ganar más. Se enfadó, hizo las maletas y se fue a casa de su madre.
Cuando tomé la decisión de ocultarle mi aumento de sueldo, me costó. Pero lo hice conscientemente, no por egoísmo ni por malicia, sino por cansancio. Cansancio de esos altibajos: una semana de derroche y tres de arroz con huevo. Cansancio de su irresponsabilidad. De esa frivolidad que mi marido, Javier, heredó de su madre.
Nos conocimos en una fiesta de amigos. Me conquistó con su carácter despreocupado, su carisma, su manera de no darle vueltas a los problemas. Yo soy todo lo contrario: controlo cada detalle, cargo con la responsabilidad de todo, cuido hasta el último céntimo. Entonces pensé: “Quizá necesito a alguien así, alguien que me enseñe a vivir con más ligereza”.
Pero después de la boda, la realidad se impuso. Su “ligereza” resultó ser inmadurez. El día de cobro era una fiesta: cenas en restaurantes, compras innecesarias, regalos para su madre, sus amigos, para cualquiera. Al día siguiente, ya estábamos “en números rojos”. Y luego, un mes comiendo lentejas mientras él prometía: “Ya mejorará”.
Javier gana bien, pero el dinero se le escurre como agua. Sobre todo cuando su madre se entromete: una mujer caprichosa, dramática e igual de irresponsable. En cuanto gastaba su pensión, llamaba a su hijo: “Estoy sola, estoy triste, no aguanto más esta pobreza”. Y Javier, claro, corría a salvarla.
— Es mi madre. No la puedo abandonar —decía él.
— ¿Y nosotros qué? —preguntaba yo.
— Ya saldremos adelante. Como sea —respondía con una sonrisa.
Mientras, nuestra casa se caía a pedazos. Literalmente. El papel pintado se despegaba, el grifo goteaba y la nevera sonaba como un tractor. Yo lo parcheaba todo, enfadada en silencio. Intenté hablar con Javier, pero aunque me escuchaba, vivía como si estuviera solo.
Hasta que un día me ascendieron. Fue un logro: meses de horas extras, estrés, demostrarle a mi jefe que podía dirigir el proyecto. Llegué a casa con los ojos brillantes… y no dije nada. No pude.
Me imaginé a él y a su madre celebrando a lo loco: comprando tonterías, viajando sin sentido, dejándonos otra vez al borde del abismo. No. Callé. Ese dinero era para el piso, para el coche, para unas vacaciones de verdad. Para algo con sentido.
Me compré un portátil nuevo —el viejo ya no daba más—. Le dije que me lo había dado la empresa. Pagué su tratamiento dental —mentí, dije que lo cubría el seguro—. Todo por la paz. Por nuestro futuro.
Funcionó… hasta que en la cena de Navidad, mi jefe, borracho, se le escapó a Javier:
— ¡Con este ritmo, pronto seguirás ascendiendo! Ya llevas medio año en dirección…
Javier se quedó helado.
— ¿Qué ascenso? ¿De qué estás hablando? —preguntó al salir.
Supe que era inútil. Le confesé lo del puesto.
— ¿Y el sueldo? —preguntó con los ojos fríos.
— Sigue igual —mentí de nuevo.
Pero en casa insistió.
— ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Te da vergüenza CÓMO conseguiste el puesto?
Me dolió. Me enfureció. Exploté. Se lo solté todo: el dinero, el agotamiento, su madre, su derroche, mi miedo al futuro. Que solo quería estabilidad.
Escuchó en silencio. Desapareció en el dormitorio. Una hora después, salió con una maleta.
— Me voy a casa de mi madre. Necesito pensar.
Tres días sin una palabra. Ni llamada, ni mensaje. En cambio, su madre sí llamó. Gritando, echándome culpas, exigiendo. Colgué. No pienso escucharla más. Su voz es el origen de todos mis problemas.
No le escribiré. No le llamaré. Sí, duele. Pero duele más repetir los mismos errores. Si quiere volver, que empiece por pedir perdón. Por sus mentiras, por sus humillaciones, por traicionarme cuando solo intentaba salvarnos.
Que espere. Yo no tengo nada de qué disculparme.
**Lección:** A veces, guardar silencio no es deslealtad, sino el último intento por salvar algo que el otro ya había abandonado.