Decidí dejar a un lado a mi familia

Decidí despreciar a mi familia

Antes, en los pueblos, la juventud lo pasaba bien, iba a bailes y hasta visitaba aldeas vecinas. No existía internet, así que la diversión era bailar, bromear y vivir de otra manera.

Lucía se casó por amor con Javier, de un pueblo cercano. Una vez, él llegó a su aldea en su vieja moto para ir al baile y al verla, se enamoró. Ella era dulce y tímida, lo notó en sus mejillas sonrosadas cuando se acercó.

—Pepe, ¿esta Lucía sale con alguien de tu pueblo? —preguntó Javier a un conocido.

—No, pero le gusta a muchos. ¿Te ha enamorado? —respondió Pepe con una sonrisa.

—Es una chica preciosa —murmuró Javier, mirándola, y decidió no perder la oportunidad.

El amor llegó y el sueño desapareció.

La música sonaba fuerte cuando Javier tomó la mano de Lucía y la invitó a bailar. No se separó de ella en toda la noche, sintiendo que el interés era mutuo.

Salieron del baile tarde, bajo la luna llena.

—Lucía, tengo la moto, ¿quieres que te lleve? —propuso él—. Si te da miedo, podemos caminar.

—Mejor caminemos.

Anduvieron bajo la luna, de la mano, sintiéndose los más felices. Lucía se enamoró al instante. Nunca había tenido novio, aunque sabía que gustaba a algunos, pero su corazón estaba libre.

Esa noche, Javier la acompañó a casa y se despidieron con ternura. Ella entró corriendo mientras él arrancaba la moto rumbo a su pueblo, a cinco kilómetros.

—Así que esto es el amor —pensó Lucía al acostarse, sin poder dormir por la emoción.

Javier era guapo, delgado, de pelo oscuro y ojos azules.

—Nunca sentí algo así —reflexionó—, ni cuando me gustaba Antonio en el instituto.

Con el tiempo, Javier visitaba a menudo su pueblo. Un día le dijo:

—¿Y si te robo y nos casamos?

—¿Para qué? —se sorprendió ella—. Ya estoy dispuesta a casarme contigo.

—Pues espera a los padrinos —respondió él, abrazándola.

La vida en pareja y la mudanza a la ciudad

Pronto llegó con sus padres a pedir su mano, en un carruaje decorado con cintas y cascabeles, como en los viejos tiempos.

Javier era tan guapo que Lucía no pudo resistirse, aunque su madre advirtió:

—Hija, has elegido un hombre muy atractivo. Esos suelen ser egoístas.

—Mamá, nos queremos y todo irá bien.

—Dios lo quiera —susurró la madre, observando al yerno, que no apartaba los ojos de su hija.

Vivieron en el pueblo de Javier, pero como muchos jóvenes, querían mudarse a la ciudad. Tres años después, con un hijo pequeño, tomaron la decisión.

—Vayan —apoyó la suegra—. Yo cuidaré al niño. Aquí no hay futuro; en la ciudad hay trabajo.

Así lo hicieron. La ciudad era distinta: bulliciosa, llena de jóvenes y oportunidades. Javier encontró empleo en una fábrica y Lucía en una textil.

—Lucía, ¡me asignaron una habitación en el residencial de la fábrica! —anunció él alegre—. Por fin tendremos nuestro espacio.

—¡Qué bien, Javier! Traeremos a Javi, ya tiene tres años, y lo meteremos en la guardería. Lo echo mucho de menos.

—Yo también.

El tiempo pasó. Javi disfrutaba de la guardería, los padres trabajaban y la vida parecía estable.

—Javier, creo que esperamos otro hijo —comentó Lucía un día.

—Me alegro —respondió él—. Donde cabe uno, caben dos.

El pequeño Pablo nació cuando ya tenían un piso, asignado por la fábrica. Poco a poco, lo amueblaron. Lucía se ocupaba de los niños; Javier, del trabajo. Ella confiaba plenamente en él, y él abusó de esa confianza. Nunca hubo peleas, pero la rutina ahogó la pasión.

Javi empezó el colegio, aumentando las responsabilidades de Lucía. Mientras, Javier, rodeado de mujeres en el trabajo, comenzó a coquetear. Al principio, solo bromas, pero pronto descubrió que detrás había interés.

—Javier, si te invito a mi cumple, ¿vendrás? —preguntó una compañera, sonriendo.

—Claro —respondió él.

Esa fiesta marcó el inicio de sus infidelidades. Primero con una, luego con varias. Cuando Lucía le preguntó por sus tardíos regresos, él justificó:

—Hay mucho trabajo.

Si alguien ama, no engaña

Lucía creyó en él hasta que sus compañeras la alertaron:

—Tu marido es un donjuán. No solo en la fábrica, también aquí.

—Si alguien ama, no engaña —replicó ella.

—Qué ingenua eres.

Esa noche, Javier ni siquiera lo negó:

—Sí, tengo otras mujeres. Porque tú solo te ocupas de los niños.

—¿Cuándo tengo tiempo si ni siquiera estás en casa? —replicó ella, dolida.

Tras esa discusión, guardaron silencio durante años. Reconciliados superficialmente, evitaban el tema. Los niños crecieron: Javi terminó el instituto y Pablo estaba en secundaria.

El divorcio

Un día, Javier anunció:

—Me voy. Me voy con una mujer más joven.

Para Lucía no fue una sorpresa. Lo sospechaba desde hacía tiempo. Nunca habría pedido el divorcio por educación, pero él tomó la decisión.

—Adiós —dijo él al irse—. La casa es tuya con los niños.

—Mejor así —pensó ella—. Yo no habría tenido el valor.

La tristeza llegó después. Se sintió traicionada. Pero lo peor fue cuando él reclamó su parte de la casa.

—Te daré el dinero, pero déjanos en paz —le dijo ella.

—¿De dónde sacarás tanto? —se burló él.

Con ayuda de familiares y amigos, reunió el dinero y se lo entregó. Agradeció haber cortado ese lazo, pues sufrir en silencio era insoportable.

—Marido infiel, qué bueno que ya no eres mío —repetía.

El tiempo pasó. Sus hijos se casaron y le dieron nietos.

El traidor, traicionado

Un día, una amiga le contó:

—Tu ex está solo. La jovencita lo echó de su piso. Ahora vaguea de una mujer a otra.

A Lucía no le dio pena.

—Obtuvo lo que quería.

Javier, ya mayor y enfermo, buscó a sus hijos. Un día, Javi lo llevó a casa de Lucía.

—Que se quede aquí —pidió el hijo.

—No. Que vuelva a su pueblo —replicó ella, firme—. Esta es mi casa.

Pero, viendo la tristeza de Javi, cedió:

—Que se quede, pero pagará su estancia. Somos extraños.

La calma de la solY así, mientras Javier pasó sus últimos años solo en un asilo, Lucía encontró paz tejiendo historias con sus nietos bajo el sol de la tarde.

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Decidí dejar a un lado a mi familia