No adopté a un niño del orfanato. Me llevé a una abuela ajena de la residencia de ancianos — y no me arrepiento
Cuando escuchas que alguien ha adoptado a un niño, la mayoría asiente con aprobación, admiración, incluso se les llenan los ojos de lágrimas. Es noble, es lo correcto. Pero ¿y si te digo que hice algo parecido, pero completamente distinto? No fui a un orfanato. Fui a una residencia de ancianos. Y me traje a casa a una abuela que no era mía. Ni parienta, ni conocida. Una mujer olvidada por todos. Y no te imaginas cuánta gente se tocó la sien con el dedo después de saberlo.
— ¿Te has vuelto loca? ¿Con lo difícil que está todo, teniendo dos niñas y encima te cargas con una vieja? — Así sonaba la reacción de casi todos. Hasta mis amigas fruncieron el ceño. Incluso la vecina, con la que tomo café en el banco del parque, me miró como si hubiera perdido el juicio.
Pero no les hice caso. Porque sabía que estaba actuando bien.
Antes éramos cuatro en casa: mis dos hijas, mi madre y yo. Vivíamos tranquilos, cuidándonos unos a otros. Pero hace ocho meses, mi madre falleció. Un golpe que aún resuena en el pecho. Vacío en la casa, en el alma, en el corazón. El cojín del sofá sin su peso, las mañanas en la cocina sin su voz… Nos quedamos solo nosotras tres, como huérfanas.
Pasaron meses. El dolor se ahogó un poco, pero la ausencia de ella no. Hasta que un día, al despertar, lo entendí: nosotras teníamos un hogar, calor, manos y corazón. Y en algún lugar, alguien estaba sola entre cuatro paredes, sin que nadie la echara de menos. ¿Por qué no darle ese calor a quien tanto lo necesita?
A tía Pilar la conocía desde pequeña. Era la madre de mi amigo del colegio, Antonio. Una mujer alegre, cariñosa, que nos daba magdalenas recién hechas y se reía como una niña. Pero Antonio… Antonio se echó a perder. A los treinta empezó a beber. Mucho, sin control. Hasta que un día le quitó el piso a su madre, lo vendió, se lo bebió y desapareció. Y Pilar terminó en una residencia.
Mis hijas y yo la visitábamos de vez en cuando. Le llevábamos fruta, galletas, un tupper con cocido. Ella seguía sonriendo, pero en sus ojos había algo insoportable: soledad y vergüenza. Entonces lo supe. No podía dejarla allí. Hablamos en casa. La mayor estuvo de acuerdo al instante, y la pequeña, Rita, de cuatro años, gritó emocionada: «¡Vamos a tener abuela otra vez!».
Pero deberías haber visto cómo lloró Pilar cuando le propuse venir a vivir con nosotras. Me agarró la mano y no podía parar de sollozar. Y el día que la recogimos de la residencia, parecía una niña: con una bolsa, las manos temblorosas y una mirada tan agradecida que se me cerró la garganta.
Llevamos casi dos meses juntas. Y no te creerías la energía que tiene esta mujer. Cada mañana se levanta antes que nadie, hace tortitas, cuece mermelada, friega. Es como si hubiera revivido. Mis hijas y yo bromeamos diciendo que la abuela Pilar es nuestro motor de casa. Juega con Rita, cuenta cuentos, teje calcetines, cose ropa para las muñecas. El hogar ha vuelto a tener alma.
No soy ninguna heroína, ni mucho menos. No busco que me aplaudan. Solo entendí que cuando pierdes a alguien, crees que nadie ocupará su lugar. Pero no es así. La bondad vuelve. Y si el mundo se quedó sin la abuela que hacía tus buñuelos favoritos, quizá haya que darle un hogar a otra que lo necesite.
Sí, no adopté a un niño. Pero saqué a una abuela del olvido. Y tal vez, en eso, haya tanto amor como en cualquier otra cosa.







