Decepcionada conmigo misma por no haber criado bien a mis hijos

Estoy resentida conmigo misma por no haber criado bien a mis hijos.

A veces el dolor no viene de fuera. Vive dentro, carcome el corazón gota a gota, roe el alma. Ya no me enfado, estoy cansada. Simplemente me duele en silencio. No a mis hijos, no… A mí. Por cómo los eduqué. Porque en algún camino del amor maternal, confundí el cariño incondicional con el consentimiento sin límites. Y ahora cosecho lo que sembré.

Hace siete años enterré a mi marido. Vivimos juntos cuarenta años, y todo nuestro tiempo lo dedicamos a la familia, a los niños. Trabajamos sin descanso, sin vacaciones, sin pensar en nosotros. Todo por ellos. Por su futuro. Les compramos pisos, pagamos sus estudios, les dimos todo lo que pudieron desear. Y cuando él se fue, no solo me quedé sola, sino sin apoyo alguno. Ahora, ya jubilada dos años, me siento en este piso frío y pienso: ¿cómo es posible que mis hijos, por los que viví, actúen como si yo no existiera?

Mi pensión es una risa amarga. Menos mal que conseguí una ayuda para la luz, porque si no, ya me la habrían cortado. Pero ni así me alcanza para las medicinas, la comida o lo más básico. Les he pedido ayuda a mis hijos. No les he exigido mucho. Solo un poco de apoyo. Pero de mi hijo escuché: “¿Para qué quieres dinero?” Y mi hija me dijo: “Nosotros también estamos mal”.

¿Mal? Ellos se van de vacaciones, se compran ropa nueva, coches. El armario de mi hija está lleno de marcas caras, y a mi nieta, que solo tiene siete años, le da cincuenta euros al mes para sus gastos. A mí me vendrían bien esos cincuenta euros… para las pastillas, para comer. Pero ella, claro, no puede. ¿Cómo es posible? Cuando lo oigo, se me encoge el corazón. Llevo años con los mismos zapatos, gastados, que ya me entran agua. Pero no digo nada. Me da vergüenza. Y no quiero pedir más, porque es humillante.

Miro a mis amigas, a mis vecinas. Sus hijos les ayudan: les llevan comida, les pagan los recibos, las llevan a su casa en invierno. Y yo… como si no tuviera a nadie. Y lo peor es que yo misma les enseñé eso. Mi hermana y yo siempre ayudamos a nuestros padres, con dinero, con comida, con cariño, sin reproches. ¿Y mis hijos? Los míos me han dado la espalda. No es solo dolor. Es vacío.

Una vez le propuse a mi hija mudarme con ella un año, alquilar mi piso para tener algo de ingresos. Tienen un piso grande, habría espacio. Pero ni siquiera quiso escucharme. Me dijo que alquilase una habitación y me quedase en la otra. O sea, que vivir con extraños está bien, ¿pero con su madre no? Aún no entiendo qué hice mal. ¿En qué momento me equivoqué?

Ahora cada día es una batalla. ¿Cómo llegar a fin de mes? ¿Cómo no enfermar? ¿Cómo no morir de soledad? Mi marido y yo les dimos todo lo que tenemos. Cada euro, cada gota de esfuerzo. Y ahora… vivo al margen de sus vidas. En silencio, resignada. Solo queda dentro un hilo de esperanza de que, quizá, alguno recuerde que tiene una madre. No cuando ya me haya ido. Ahora.

Pero parece que la esperanza es lo único que me queda.

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