—Tengo que explicártelo todo, hija… —dijo la voz temblorosa de su madre.
—¡Buen provecho! —exclamó Clara al sentarse a la mesa. Cada uno tenía su lugar fijo: su marido, Javier, de cara a la ventana, su hija de doce años, Lucía, enfrente, y ella, como corresponde a la dueña de la casa, entre los dos, de espaldas a la cocina.
Adoraba estos momentos de cena familiar, los únicos en los que podían reunirse sin prisas. Por las mañanas, todos salían disparados al trabajo o al instituto, sin tiempo ni para respirar. Clara y Javier comían en sus empleos, y Lucía a veces en casa de su amiga Marta, cuya abuela hacía unas migas y un cocido que eran una delicia. Así que estas cenas eran su refugio, su momento para compartir, para sentir que eran una familia.
Clara siempre había soñado con una familia unida. Sí, tuvo padres, luego un padrastro y una hermana pequeña, pero nunca dejó de sentirse como una intrusa, apartada de ellos. Así es la vida.
A su padre apenas lo recordaba. No gritaba, no la regañaba, pero sus ojos, fríos como el mármol, la helaban. Quizá por eso siempre le tuvo miedo. Su madre tampoco era de muchas palabras. Los labios apretados, la sonrisa ausente.
Cuando Clara se casó, estableció sus propias reglas: cenas juntos entre semana, comidas los fines de semana. No solo sentarse a la mesa, sino hablar, compartir, planear.
Después de los primeros bocados, Clara preguntó:
—¿Adónde iremos este verano? Hay que decidirlo ya o se nos escaparán las buenas ofertas.
—Podríamos ir a la casa de mis padres en el pueblo —propuso Javier—. Mi padre necesita ayuda con la valla y el tejado.
—Uf… Yo quiero ir a la playa —refunfuñó Lucía, frunciendo el ceño—. A Málaga o a Alicante.
—Eso cuesta dinero, cariño. Aún tenemos la hipoteca, y al coche le toca cambio de neumáticos. En el pueblo ahorramos. Podemos hacer alguna excursión, ir a la sierra… En verano está precioso.
Lucía y Javier clavaron sus miradas en Clara, esperando su veredicto.
—Creo que tu padre tiene razón —dijo ella—. Aunque a la playa también me apetecería.
—¡Eso digo yo! —exclamó Lucía, radiante.
En ese momento sonó el teléfono.
—Es el tuyo —dijo Javier, metiéndose el último trozo de croqueta en la boca.
Clara dejó el tenedor y se dirigió al salón. Era su madre.
—Mamá, ¿qué pasa?
—¿Te molesto? Lola, necesito hablar contigo. Ven. —La voz de su madre era cortante, urgente.
—¿Ahora? ¿Te encuentras bien? —Clara sintió un pinchazo de preocupación.
—Estoy bien. Ven. —Y colgó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Javier cuando ella volvió a la cocina.
—Era mamá. Quiere que vaya, dice que tenemos que hablar. Seguro que es otra vez lo de Marina.
—Siéntate, te llevo.
—No, voy sola. Si tardo, ¿puedes venir a buscarme?
—Claro.
Vivían a pocas paradas de metro de su madre. Durante el trayecto, Clara no dejó de darle vueltas a lo que podría ser tan urgente. Su madre nunca pedía consejo. Algo olía mal.
La encontró pálida, las manos temblorosas.
—Vamos a la cocina. ¿Quieres un té? —preguntó su madre, evitando su mirada.
—Acabo de cenar —respondió Clara, impaciente.
La cocina era diminuta, la mesa pegada a la nevera, sin espacio para sentarse frente a frente. Se acomodaron en diagonal. Mientras su madre respiraba hondo, Clara observó las arrugas que surcaban su rostro, más marcadas que la última vez.
—Mamá, tranquila. ¿De qué querías hablar? —preguntó, cubriendo sus manos con las suyas.
—Marina llamó… —empezó su madre con voz quebrada.
—Lo sabía —masculló Clara.
—Clara… —la reprendió su madre con la mirada.
—¿Qué pasa esta vez? Dímelo ya.
—Necesita dinero.
—¿Cuánto?
—Cincuenta mil euros.
—¿Para qué? ¿No se casó con ese empresario saudí? ¿No nos llenó la cabeza de que vivía como una reina?
—Algo fue mal en su negocio. Le deben una fortuna. O le estafaron o le robaron, no lo entendí bien. Dice que si no paga, lo matarán.
—Poca pérdida —espetó Clara con sarcasmo.
—¡Clara!
—Está bien, callo. Pero ¿de dónde vamos a sacar eso? ¿Se ha olvidado de cómo vivimos aquí? Ella presumía de que su Omar era millonario, de que su familia tenía contactos. ¿Su padre no puede ayudarle?
—Dice que han vendido su casa, que viven con sus suegros. Su suegro ya pagó parte, pero faltan cincuenta mil.
—¿Euros? ¿Dólares?
—Euros. He decidido vender el piso. Pero no sé cómo hacerlo sola. Por eso te llamé.
Clara sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—¿Vender el piso? ¡Por Omar! No es ni siquiera su problema. ¿Y tú dónde vivirás?
—Pensé que… quizá podría mudarme con vosotros —susurró su madre, rompiendo a llorar.
Clara se quedó paralizada. Marina había perdido la cabeza, cargando a su madre con semejante peso. ¿En qué estaría pensando?
—Mamá, no llores. Buscaremos otra solución. ¿Por qué no vuelve Marina aquí mientras Omar resuelve sus líos? El billete lo pagamos nosotros.
—No puede. Está embarazada.
—¿Otra vez? —Clara levantó las manos, exasperada—. ¡Vaya timing!
—He tomado una decisión. No puedo dejarla sola. No te pido opinión, te pido ayuda para vender el piso rápido.
Clara respiró hondo.
—Mamá, vender un piso no es tan fácil. Hay que encontrar comprador, hacer papeleo, mudarte… Y si lo vendes rápido, te darán menos. Déjame hablar con Javier. Buscaremos otra salida.
En el metro de vuelta, Clara maldecía a Marina. Siempre consiguió lo que quiso. Su madre la mimó, la consintió, y ahora tenía una egoísta incapaz de pensar en nadie más. ¡Como si cincuenta mil euros crecieran en los árboles!
Claro que, si hacía falta, su madre viviría con ellos. Lucía tendría que compartir habitación, y no le haría gracia.
Omar nunca le gustó. Guapo, sí, pero algo no cuadraba. Marina lo conoció en Marbella, donde veraneó hace tres años. Volvió bronceada, embobada, hablando solo de él, de su mansión, de su fortuna. Poco después, anunció que se casaba y se iba a Arabia.
Ni Clara ni su madre lograron disuadirla. Entonces Marina les soltó que estaba embarazada. Clara lo sospechó desde el principio: ¿qué quería un tipo como él con una española? Allí no faltaban mujeres hermosas. Pero nadie la escuchó. Su madre y Marina decidieron que era envidia.
¿Y qué hacía Omar para ganar tanto? Nada legal, seguro. Su madre no cambiaría de opinión. Preferiría quedarse en la calle antes que dejar a su niña en problemas.
Al llegar a casa, Clara estaba al borde de un ataque de nervios. Pasaron horas debatiendo cómo reunir el dinero.
—Pediremos un préstamo —propuso Javier—. Luego vendemos el piso de tu madre,Y así, entre sacrificios y noches en vela, Clara descubrió que la verdadera familia no se mide por la sangre, sino por quienes, sin titubear, eligen quedarse a tu lado cuando el mundo se desmorona.