Debéis entregarnos al niño. Nosotros somos sus verdaderos padres”, afirmaron unos desconocidos en la puerta

Hace muchos años, en un pequeño pueblo de Castilla, ocurrió algo que cambiaría la vida de una familia para siempre.

Debéis entregarnos al niño. Somos sus verdaderos padres dijeron dos desconocidos en la puerta de la casa.

Mamá, ¿puedo no ir al colegio mañana? Me duele otra vez la cabeza Alejandra se apoyaba en el marco de la puerta de la cocina, pálida, con ojeras.

Isabel se volvió del fogón, donde removía una olla de cocido. Su hija parecía agotada, como llevaba días.

¿Otra vez, cariño? Es la tercera vez esta semana. ¿Quieres que vayamos al médico?

No hace falta. Solo estoy cansada. ¿Puedo quedarme en casa?

Veremos por la mañana. Ahora ve a terminar los deberes.

Ya los he hecho.

¿Todos? ¿También las matemáticas?

También.

Isabel se acercó, le tocó la frente. No tenía fiebra. Pero la niña, antes tan inquieta, ahora pasaba horas mirando por la ventana, ensimismada.

Alejandra, ¿va todo bien en el colegio? ¿Alguien te molesta?

Todo bien, mamá. Solo me duele la cabeza.

La niña se fue a su habitación. Isabel volvió a sus quehaceres, pero una inquietud se le clavó en el pecho. Ocho años criando a una hija y, de pronto, sentía que algo escapaba a su comprensión.

Al caer la tarde, el padre, Javier, llegó cansado del trabajo. Al ver el rostro preocupado de su mujer, se alarmó.

¿Qué pasa?

Alejandra se queja otra vez del dolor de cabeza.

Pues al médico, sin más.

Ya le he dicho, pero no quiere. Quizá son los exámenes, el cansancio

Javier fue a hablar con su hija. Isabel los oyó murmurar. Al rato, él regresó.

Dice que está bien, pero irá al médico mañana.

Bien. Pediré cita.

En la cena, Alejandra apenas probó bocado. Jugó con el cocido, bebió un poco de leche y pidió irse a dormir. Los padres se miraron.

¿Será que le gusta alguien? preguntó Javier. A su edad pasa.

Es demasiado pequeña. Solo tiene ocho años.

Pero los niños crecen rápido.

Isabel recogió la mesa, lavó los platos. ¿Y si era algo grave? ¿Algo en el colegio?

Esa noche, entró varias veces en la habitación de su hija. La niña se movía inquieta, murmurando cosas sin sentido. Isabel la arropó, le acarició el pelo. Alejandra abrió los ojos.

¿Mamá?

Duérmete, cielo. Todo está bien.

Mamá ¿te gustaría más si fuera otra niña?

Isabel se quedó helada.

¿Qué dices, Alejandra? Tú eres mi hija. Mi única hija.

La niña cerró los ojos, girándose hacia la pared. Isabel salió, pero el sueño no llegó. ¿De dónde salían esas ideas?

A la mañana, Alejandra se levantó animada. Desayunó, preparó la mochila.

Mamá, voy al colegio. Ya no me duele la cabeza.

¿Segura? Podemos ir al médico.

No hace falta. Estoy bien.

Y desapareció antes de que Isabel pudiera responder. Desde la ventana, la vio caminar rápida, como huyendo.

El día transcurrió entre quehaceres, pero la inquietud no cesaba. Isabel estuvo tentada de llamar a la maestra, pero no quiso parecer alarmista.

A las tres, llamaron a la puerta. Al abrir, vio a un hombre y una mujer desconocidos. Él, alto, de cabello castaño; ella, de rostro tenso, con ojos húmedos.

Buenas tardes dijo él. ¿Es usted Isabel Martínez?

Sí. ¿Quiénes son?

Soy Daniel Herrera. Esta es mi esposa, Lucía. Necesitamos hablar con usted.

¿De qué?

El hombre miró a su mujer. Ella asintió, animándolo.

De su hija. De Alejandra.

Isabel se tensó.

¿Qué le pasa? ¿Algo en el colegio?

No, no es eso. ¿Podemos pasar?

Nos

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