De viaje hacia la felicidad

**Vacaciones en Busca de la Felicidad**

Todo el año soñamos con las vacaciones, las planeamos, esperamos regresar felices. Pero a menudo ocurre lo contrario…

Desde mayo, Javier y Lucía comenzaron a organizar su viaje. Elegían destinos, hoteles. Lucía quería las playas de arena de Cádiz, con aguas poco profundas y tibias, perfectas para su pequeño Mateo.

—¿Quieres ir con el niño? —preguntó Javier con frialdad.

—Lo dices como si solo fuera mi hijo. Claro, ¿y qué? La gente viaja hasta con bebés.

—Si no hay con quién dejarlo. Pero tenemos a mamá. Pídele que se quede con él, verás como no se niega. ¿Qué clase de vacaciones serán con noches en vela, pañales y rabietas?

Lucía sabía que tenía razón, pero no imaginaba separarse de Mateo diez días.

Su madre apoyó a Javier.

—Id solos, descansad. Con un niño solo os agotaréis, y él no entenderá nada.

—Mira el hotel que elegí. Las vistas desde arriba son increíbles —Javier giró la pantalla del portátil hacia ella.

—¿Qué importan las vistas? Vas a la playa, no a mirar el mar desde la ventana —replicó Lucía—. Además, son playas de piedras, incómodas.

—Para eso están las hamacas. Y así no traemos arena a la habitación.

Javier siempre tenía argumentos. Y Lucía cedía, porque lo amaba. ¿Qué más daba el destino, la playa? Con él, todo valía. En dos años y medio de matrimonio, nada había cambiado.

—Mejor ir en avión. Más caro, pero rápido —dijo Javier.

Lucía pensaba en Mateo. Aunque pequeño, notaría su ausencia, lloraría. ¿Podría su madre manejarlo?

—¿Reservo el hotel? —la interrumpió él.

—Sí, claro.

Sus visiones de la vida, incluso de la familia, eran distintas. Javier había perdido a sus padres temprano; lo criaron sus abuelos. Su abuelo murió cuando él terminaba el instituto. Su abuela lo siguió dos años después.

Cuando se conocieron, él ya vivía solo. Lucía se mudó enseguida; juntos renovaron el piso, preparando su nido. Todos la envidiaban.

—Qué suerte, Lucía. Un novio guapo y con piso, sin suegra pesada. No te confíes, que te lo quitan —bromeaba su amiga.

—¿Tú, quizá? —reía Lucía.

—¿Por qué no? Yo también soy guapa.

La primera decepción llegó un mes después de la boda, antes del cumpleaños de Lucía, cuando Javier le dijo que no invitara a su madre.

—Vendrán amigos, se aburrirá con nosotros.

—Es su día también. Me dio a luz, me crió. ¿Cómo le digo que no venga? —protestó ella.

—Que venga al día siguiente. Tomaremos algo tranquilos.

A Lucía no le gustó, pero lo amaba y evitaba peleas. Su madre, si se sintió herida, no lo mostró. Fue al día siguiente, regalándole una vajilla preciosa. Javier la colmó de halagos, besó su mejilla, agradeció por su hija. Todo quedó en nada.

Así se estableció la rutina: en cada celebración, los amigos de Javier llenaban la casa. Muchos aún vivían con sus padres o en pisos alquilados. Y su madre nunca era invitada.

—Si lo amas, debes aceptarlo como es. Creció sin padres, no entiende el valor de la familia —decía su madre—. No pelees por mí. Una esposa debe ser sabia y paciente. Con un hijo, necesitas a su padre. Créeme, es duro criarlo sola.

Lucía dejaba a Mateo con su madre mientras compraba. Tras el parto, había ganado peso; necesitaba ropa nueva. Un día, se probó un vestido blanco frente al espejo.

—¿Te gusta? Con el bronceado, quedará genial —dijo, girándose hacia Javier.

—No mucho. Te veo pálida. Y te ensancha —respondió él, apenas mirándola.

Un balde de agua fría. Lucía se examinó en el espejo. Antes de casarse, era delgada, ágil. La lactancia la había redondeado.

—Antes te gustaba que tuviera más pecho —murmuró, dolida.

El vestido perdió su encanto. Lo guardó en el armario.

—No te enfades. El color no te favorece —intentó corregir Javier.

El viaje se acercaba. Lucía hacía maletas, abrazaba a Mateo sin soltarlo. Se arrepentía de ir sin él. Mejor posponerlo un año. A Mateo le haría bien el mar, la arena, el sol. Más adelante irían juntos. Javier le enseñaría a nadar. Si es que…

Lucía ahuyentó el pensamiento. ¿De dónde venía? Nunca habían peleado de verdad. Se amaban. *Nada de “si es que”*, se ordenó.

Intentó comer menos, se miraba al espejo cada día. Sabía que, incluso adelgazando, nunca volvería a ser la chica de quien Javier se enamoró.

Dejaron a Mateo con su madre camino al aeropuerto. Javier impaciente mientras Lucía lo besaba sin parar.

—Basta. Parece que te vas para siempre —su madre le arrebató al niño—. Se intranquiliza, lo nota. Idos, antes de que llore.

Javier sonreía como un niño. En el avión, coqueteaba con las azafatas. Lucía había notado que, ante una mujer guapa, él cambiaba. Llevaban poco casados, y ya miraba a otras. ¿Qué sería después?

—Lucía, ¿zumo? —la llamó él.

—No, gracias.

—Deja la melancolía. Mateo está bien con la abuela. Le traeremos conchas…

Ella le sonrió, alejando los malos pensamientos.

El hotel era pequeño pero cómodo. Con aire acondicionado. El mar, a pocos pasos.

—¡Libertad! —exclamó Javier, levantándola en brazos y girando antes de tirarla a la cama—. ¿Vamos a la playa? —preguntó, saltando con energía.

—Sí. Dame un minuto…

La playa estaba llena, todos morenos. Lucía dudaba en desvestirse, mostrando su palidez.

—Vamos. Entre antes, mejor —dijo Javier, quitándose los pantalones. Sus piernas blancas casi brillaban, pero él no parecía cohibido. Y ella cedió. Al menos el bañador era discreto, ocultando su vientre. Envidió a las chicas delgadas, de piernas infinitas.

El mar estaba tibio, suave. Los niños entraban con sandalias. *”A Mateo le costaría caminar aquí”*, pensó Lucía.

Por supuesto, se quemó. Javier no quería irse. Ella se sentía culpable. En el chiringuito, él seguía con la mirada a cada chica que pasaba. Esa noche, la abrazó, intentando besarla.

—Duele —susurró ella.

Su piel ardía, cada tacto era una agonía. Él se apartó, se dio la vuelta, mirando al techo.

—No es mi culpa…

Javier giró bruscamente hacia la pared.

—Despierta, dormilona. Si no, no habrá hamacas —murmuró al oído Javier.

Parecía que la discusión se había esfumado. Su piel quemada seguía doliente, pero no se atrevió a decir nada. Se vistió con una falda larga y blusa, protegiéndose del sol.

En la playa, se untó crema, pero el sol la traspasaba. Tiritaba.

—Javi, volvamos. Me saldrán ampollas.

—¿Para eso vinimos? Ayer no debiste quedarte tanto al sol —Lucía miró por última vez el mar, ahora frío y distante, y supo que volvería a casa con Mateo, dejando atrás no solo las vacaciones, sino también a Javier, porque algunas quemaduras nunca sanan.

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