—¿En serio? —La voz de Adrián tembló, pero no de sorpresa, sino del esfuerzo por no soltar algo de lo que luego se arrepentiría. Estaba sentado al borde del sofá, clavando la mirada en la bandeja de sushi que él y Lucía ni siquiera habían empezado a comer. —¿De verdad te has comprado un Porsche?
—No un Porsche, un Taycan. Eléctrico. Podrías al menos aprender el nombre si vas a echármelo en cara —respondió Lucía sin levantar la vista del móvil. En su feed de Instagram, una compañera había subido fotos de una conferencia en Ginebra. Todos con chaquetas, pero bebiendo champán. Como siempre.
El piso olía a wasabi, a irritación y a baño recién fregado—Lucía, por inercia, había limpiado los azulejos antes de que Adrián llegara. Aunque ya sabía que no serviría de nada.
—Es que no entiendo para qué quieres ese coche —Adrián se levantó y empezó a pasear por la cocina—. No eres una piloto. No eres millonaria. ¿Crees que te respetarán más por ir paseando en esa… nave espacial?
—Sí. Exacto. Y además podré aparcar donde haya carga, no en el quinto pino. Y, mira por dónde, no tendré que quedarme atascada en el tráfico porque el Taycan tiene cruise adaptativo. No va de postureo, Adrián. Va de comodidad, seguridad y—¡ta-chán!—de mi dinero.
—¿Escuchaste lo que dijo mi padre? —dijo Adrián con énfasis, como si recitara una fórmula que hubiera memorizado toda la noche.
—Sí, por desgracia aún tengo buen oído —Lucía por fin apartó el móvil—. Dijo que una mujer no debería tener un coche así porque “excita demasiado a los hombres”. Palabra por palabra, por cierto.
—Sólo se preocupa. Es de la vieja escuela.
—Es de escuela en ruinas, Adrián. Y tú vas por el mismo camino si no dices algo que remotamente parezca apoyo.
Adrián abrió la boca como si fuera a hablar, pero la cerró de nuevo. Como si llevara dentro una televisión en blanco y negro—sonido sí, imagen no.
—¿Y por qué no lo hablaste conmigo? Somos familia. Podría haber…
—¿Qué? ¿Recomendarme un KIA Ceed como el de tu madre? ¿O quizá convencerme de comprarte el viejo familiar de tu abuelo?
Esbozó una sonrisa, pero sin alegría:
—Sí, gracias por la confianza.
Lucía suspiró y lo miró como se mira a un taburete con una pata rota: aún aguanta, pero da miedo sentarse.
—Adrián, ¿alguna vez has sentido que puedes hacer lo que quieres? Sin mirar atrás, sin rendir cuentas, sin pedir permiso?
—No tengo tu nivel de ingresos, si te refieres a eso.
—No va de dinero. Va de libertad.
Él se encogió de hombros, como si esas palabras le dieran alergia.
—Sabías cómo son mis padres. Sabías en qué te metías.
—Esperaba que al menos empezaran a respetarme. O que tú lo hicieras.
El silencio en la habitación se hizo más espeso que el arroz de un chino de mala muerte. Adrián volvió a sentarse, cabizbajo.
—Sólo creen que deberías ser… más femenina.
—Ah, sí. ¿Y ahorrando para el pan, sin opinión y eternamente agradecida por el anillo de compromiso? —Lucía sonrió con amargura—. Lo siento, no soy un accesorio. Soy una persona independiente.
Él apartó la mirada. Y en ese momento, como en una obra de teatro del absurdo, llamaron a la puerta. Demasiado seguro para ser un repartidor. Demasiado discreto para la vecina.
—Es mi madre —suspiró Adrián, levantándose—. Quería pasar a ver cómo vivimos.
—¿”Casualmente” por la zona? ¿O ahora lleva un localizador en mi coche? —Lucía arqueó una ceja y se levantó, ajustándose la blusa.
—Sólo… sé suave, ¿vale?
—Ya lo soy como el gel de ducha. A ti te falta dejar de ser una esponja.
La puerta se abrió. Doña Carmen entró con una bolsa de Mercadona, con aire de quien no viene de visita, sino de inspección.
—Hola, mis amores. Os traigo una ensaladita sin pesticidas, que os vendrá bien. —Echó un vistazo a Lucía, deslizando la mirada por sus tacones—. ¿Tan arreglada? ¿Vas a algún evento?
—Siempre voy así. No puedo permitirme parecer una jubilada en pijama —respondió Lucía con calma.
—¿Eso va por mí? —Doña Carmen frunció el ceño.
—Es una metáfora. Aunque si le ha calado…
—Adrián, ¿tú le permites que me hable así? —La suegra se volvió hacia su hijo, ignorando a Lucía como a una impresora un domingo.
—No es mi supervisor. Ni mi traductor al “idioma familiar” —Lucía pasó de largo, llevándose el sushi—. ¿Quiere un té? ¿O pasamos directamente a debatir mi indigno coche?
—Bueno, al menos lo reconoces —sonrió Doña Carmen—. A tu suegro y a mí nos vendría mejor un coche así, para ir al pueblo. ¿Tú para qué lo quieres? ¿Para lucirlo?
—Sí. También por venganza. Contra ustedes. —Lo dijo bajito, tranquilamente. Como un cirujano anunciando una peritonitis.
Se hizo un silencio. Hasta Adrián pareció darse cuenta de que algo grave acababa de pasar. Lucía dejó el sushi otra vez en la mesa.
—Perdonen, pero ya no tengo fuerzas para fingir que esto es normal.
—¿Qué es “esto”? —preguntó la suegra, confundida.
—Todo. Que entren como inspectores. Que Adrián calle como una estatua de su infancia. Que me digan cómo vivir, vestir o gastar mi dinero. Se acabó.
Se quitó los tacones como quien se quita una armadura y se marchó al dormitorio. Adrián se quedó boquiabierto, y Doña Carmen se volvió hacia él con una expresión que ya empezaba a virar hacia la ira.
—¡Me humilla delante de ti y tú te quedas quieto! ¡Así no se puede vivir!
—Pues ya no lo hará —se oyó la voz de Lucía desde la habitación. Tranquila, pero con un filo capaz de afilar tijeras.
Lucía se despertó con un ruido que podía confundirse con un terremoto o, al menos, con el ascensor roto. Era el armario—había crujido tanto que el edificio antiguo tembló hasta las tuberías. Adrián buscaba documentos. No los suyos, claro. Los de ella. Los del coche.
—¿En serio? —su voz sonaba ronca, como la de una locutora tras una noche de tabaco. La discusión del día anterior le había dejado huella en las cuerdas vocales.
—¿Dónde está la ficha técnica? —Adrián ni siquiera se giró. Llevaba esos pantalones viejos de estar por casa, los que usaba para arreglar el router o murmurar “vale, ya hago yo la pasta”.
—Donde tus pelotas. Enterradas bajo el miedo a tus padres —Lucía se levantó, se puso la bata y pasó junto a él, ignorando qué papeles revolvía—. No la encontrarás. La dejé en el notario. A nombre mío. Sin copropiedad. Sin poderes. Sin tu padre.
—¡No puedes hacerme esto! ¡Somos familia!
—¿Y tú puedes hurgar en mis cosas porque tu masculinidad está en crisis y tu madre te susurra al oído?
Se irguió y laSe quedaron mirándose un instante más, y entonces Lucía cerró la puerta con suavidad, escuchando por última vez los pasos de Adrián alejándose por el pasillo mientras el eco de su propia libertad resonaba en las paredes vacías.