—¿En serio?— La voz de Álvaro tembló, pero no de sorpresa, sino del esfuerzo por no soltar lo que luego lamentaría. Estaba sentado al borde del sofá, clavando la mirada en la bandeja de sushi que él y Lucía aún no habían empezado a comer. —¿De verdad te has comprado un Porsche?
—No un Porsche, un Taycan. Eléctrico. Al menos aprende el nombre si vas a echármelo en cara— respondió Lucía sin levantar la vista del móvil. En su feed de Instagram, una compañera había subido fotos de una conferencia en Ginebra. Todos con traje, pero bebiendo cava. Como siempre.
El piso olía a wasabi, a irritación y a baño recién limpiado —Lucía, por inercia, había fregado los azulejos antes de que Álvaro llegara—. Aunque ya sabía que no serviría de nada.
—No entiendo para qué necesitas ese coche— Álvaro se levantó y empezó a dar vueltas por la cocina. —No eres piloto. No eres millonaria. ¿Crees que la gente te respetará más por ir en esa… nave espacial?
—Sí. Exacto. Además, podré aparcar en plazas con cargadores, no en el quinto pino. Y, mira por dónde, evitaré los atascos porque el Taycan tiene cruise adaptativo. No es por postureo, Álvaro. Es comodidad, seguridad y— ¡ta-chán!— mi dinero.
—¿Has oído lo que dijo mi padre?— insistió él, como si repitiera una lección memorizada.
—Por desgracia, aún oigo perfectamente— Lucía por fin bajó el móvil. —Dijo que es “indecoroso” que una mujer tenga un coche así porque “excita morbosamente” a los hombres. Palabras textuales, por cierto.
—Solo está preocupado. Es de la vieja escuela.
—Es de la escuela de los fósiles, Álvaro. Y tú vas por el mismo camino si no dices algo que remotamente parezca apoyarme.
Álvaro abrió la boca como para hablar, pero la cerró. Como si llevara dentro una tele de los 80— sonido sí, imagen no.
—¿Por qué no lo hablamos? Somos familia. Yo podría…
—¿Qué? ¿Aconsejarme un KIA Ceed, como el de tu madre? ¿O convencerme de comprarte ese “ranchera” cutre de tu abuelo?
Él soltó una risa sin alegría:
—Gracias por la confianza.
Lucía suspiró y lo miró como se mira un taburete con la pata rota: aguanta, pero da miedo sentarse.
—Álvaro, ¿alguna vez has sentido que puedes hacer lo que quieres? Sin pendientes de opiniones, expectativas o caprichos ajenos?
—No tengo tu sueldo, si vas por ahí.
—No hablo de dinero. Hablo de libertad interior.
Él se encogió de hombros, como si esas palabras le dieran alergia.
—Sabías cómo son mis padres. Sabías en qué te metías.
—Esperaba que, al menos, empezaran a respetarme. O que tú lo hicieras.
El silencio se espesó más que el arroz del puesto de metro de ayer. Álvaro volvió a sentarse, cabizbajo.
—Solo creen que deberías ser… más femenina.
—Ajá. ¿Y preferiblemente sin carnet, sin opinión y eternamente agradecida por el anillo de bodas?— Lucía sonrió con amargura. —Lo siento, no soy un accesorio del cocido. Soy una persona independiente.
Él apartó la mirada. Y entonces, como en teatro del absurdo, llamaron a la puerta. Demasiado seguro para ser repartidor. Demasiado suave para ser la vecina.
—Es mi madre— suspiró Álvaro, levantándose. —Quería pasar a ver cómo vivimos.
—¿”Casualmente” estaba por la zona? ¿O ahora tiene un localizador en mi coche?— Lucía arqueó una ceja y se ajustó la blusa.
—Solo… sé amable, ¿vale?
—Ya lo soy, como un gel de ducha. Y tú deberías dejar de ser una esponja.
La puerta se abrió. Doña Carmen entró con una bolsa de Herbolario, con aire de quien no visita, sino inspecciona.
—Hola, palomitos. Traigo una ensaladita sin pesticidas, os vendrá bien—. Miró a Lucía, deslizando la vista por sus tacones. —¿Tan arreglada? ¿Vas a algún evento?
—Siempre lo estoy. No puedo permitirme parecer una jubilada en pijama— respondió Lucía con calma.
—¿Eso va por alguien?— frunció el ceño doña Carmen.
—Por un arquetipo. Pero si le ha calzado…
—Alvarito, ¿y tú la dejas que me falte al respeto?— La suegra se giró hacia su hijo, ignorando a Lucía como una impresora apagada.
—Él no es mi custodio. Ni traductor del español a “familiar”— Lucía pasó junto a ella, cogiendo el sushi. —¿Quieren té? ¿O saltamos directo a criticar mi coche “inmoral”?
—Tú misma lo dices, qué lista— sonrió doña Carmen. —A tu suegro y a mí nos haría más falta. Vamos al pueblo, a las fincas… ¿Y tú para qué lo quieres? ¿Para fardar?
—Sí. Y para vengarme. De ustedes—. Lo dijo tranquila, como un cirujano anunciando que la apendicitis ya es peritonitis.
El silencio pesó. Hasta Álvaro pareció entender que algo grave acababa de pasar. Lucía dejó el sushi sobre la mesa.
—Perdonen, pero ya no tengo energía para fingir que esto es normal.
—¿El qué?— preguntó la suegra.
—Todo. Que entren como inspectores. Que Álvaro calle como un mudo. Que me digan cómo vivir, vestirme o gastar mi dinero. Se acabó.
Se quitó los tacones, como quitándose una armadura, y entró en el dormitorio. Álvaro se quedó boquiabierto, mientras doña Carmen se giraba hacia él con raya en la mirada.
—¡Me humilla delante de ti y te quedas como un pasmarote! ¡Esto no es vida!
—Ya no lo será— dijo Lucía desde la habitación. Con voz serena, pero afilada como bisturí.
Lucía despertó con un ruido que podía rivalizar con un terremoto o, al menos, con el ascensor estropeado. Era el armario— sacudido con tal violencia que el edificio viejo crujió hasta las cañerías. Álvaro buscaba papeles. No los suyos, claro. Los de ella. Del coche.
—¿En serio?— su voz sonó ronca, como la de un locutor fumador. La pelea de ayer le había dejado huella.
—¿Dónde está la ficha técnica?— Álvaro ni siquiera se volvió. Llevaba esos pantalones viejos con las rodillas deformadas, los que usaba para torear el router o murmurar “ya hago yo la pasta”.
—Allá donde tus pelotas. Enterradas bajo el miedo a tus padres— Lucía se levantó, se puso el albornoz y pasó junto a él, ignorando su búsqueda. —No la encontrarás. La dejé en el notario. Sorpresa: el coche está solo a mi nombre. Sin cesión. Sin poderes. Sin tu padre.
—¡No puedes hacerme esto! ¡Somos familia!
—¿Y tú puedes registrar mis cajones porque tienes crisis de masculinidad y tu madre te sopla al oído?
Él se irguió, mirándola como si la viera por primera vez. Había tal desconcierto en su mirada que, por un segundo, dio lástima. Solo un segundo.
—Mi padre dice que actúas como… una feminazi.
—¡Qué horror!— Lucía fingió agarrarse el pecho. —¿Se desmayó? ¿O le bastó con el amonLucía cerró la puerta del notario con el divorcio firmado, mientras el sol de Madrid se reflejaba en el capó de su nuevo coche rojo, sintiendo por fin el peso de sus propias decisiones como una libertad recién estrenada.