¿De verdad quieres que le regale un coche a tu padre? ¿Estás loco o es así como se cura la independencia femenina en tu familia?

—¿En serio? —La voz de Daniel tembló, pero no de sorpresa, sino del esfuerzo por no soltar algo de lo que luego se arrepentiría. Estaba sentado al borde del sofá, clavando la mirada en la caja de sushi que ni él ni Natalia habían empezado a comer—. ¿De verdad te has comprado un Porsche?

—No un Porsche, un Taycan. Eléctrico. Al menos aprende el nombre si vas a reprochármelo —respondió Natalia sin levantar la vista del móvil. En su feed de Instagram, una compañera había subido fotos de una conferencia en Ginebra. Todos de traje, pero bebiendo champán. Como siempre.

El apartamento olía a wasabi, a irritación y al cuarto de baño recién fregado —Natalia, por inercia, había limpiado los azulejos antes de que llegara Daniel. Aunque ya sabía que no serviría de nada.

—No entiendo para qué quieres un coche así —Daniel se levantó y comenzó a pasear por la cocina—. No eres piloto. No eres millonaria. ¿Crees que te respetarán más por ir en esa… nave espacial?

—Sí. Exactamente. Además, podré aparcar donde haya puntos de carga, no en el quinto pino. Y, mira qué bien, no me quedaré atascada, porque el Taycan tiene crucero adaptativo. No es por presumir, Daniel. Es por comodidad, seguridad y —¡ta-chán!— mi dinero.

—¿Escuchaste lo que dijo mi padre? —pronunció Daniel con énfasis, como si repitiera una frase que había ensayado toda la noche.

—Por desgracia, aún tengo buen oído —Natalia dejó el móvil por fin—. Dijo que una mujer no debería tener un coche así porque “despierta ideas equivocadas en los hombres”. Palabras textuales, por cierto.

—Solo está preocupado. Es de la vieja escuela.

—Es de la escuela de los años cincuenta, Daniel. Y tú vas por el mismo camino si no dices algo que se parezca, aunque sea lejanamente, a apoyo.

Daniel abrió la boca, como si tuviera algo que decir, pero la cerró de nuevo. Era como si llevara dentro una televisión en blanco y negro: sonido sin imagen.

—¿Y por qué no lo hablaste conmigo? Somos familia. Podría haber…

—¿Qué? ¿Recomendarme un Seat León, como el de tu madre? ¿O convencerme de comprar un monovolumen “de abuelo”?

Se rió, pero sin alegría:

—Gracias por la confianza, sí.

Natalia suspiró y lo miró como se mira a un taburete con una pata rota: aguanta, pero da miedo sentarse.

—Daniel, ¿alguna vez has sentido que podías hacer lo que quisieras? Sin mirar atrás, sin importar opiniones, expectativas o caprichos ajenos?

—No tengo tu nivel de ingresos, si te refieres a eso.

—No hablo de dinero. Hablo de libertad interior.

Se encogió de hombros, como si esas palabras le dieran alergia.

—Sabías cómo son mis padres. Sabías en qué te metías.

—Esperaba que al menos empezaran a respetarme. O que tú lo hicieras.

El silencio en la habitación se volvió más espeso que el arroz del chiringuito de la esquina. Daniel se sentó de nuevo, cabizbajo.

—Solo creen que deberías ser… más femenina.

—Ah, claro. Preferiblemente sin carné, sin opinión y eternamente agradecida por el anillo, ¿no? —Natalia sonrió con amargura—. Lo siento, pero no soy un complemento para la paella. Soy una persona independiente, por cierto.

Él apartó la mirada. Y en ese momento, como en una obra de teatro absurda, llamaron a la puerta. Demasiado firme para ser un repartidor. Demasiado suave para ser la vecina.

—Es mi madre —murmuró Daniel, levantándose—. Quería pasar a ver cómo vivimos.

—¿”Casualmente” estaba por la zona? ¿O ahora lleva un localizador en mi coche? —Natalia arqueó una ceja y se levantó, ajustándose la blusa.

—Solo… sé amable, ¿vale?

—Soy tan suave como el gel de ducha. Y tú deberías dejar de ser una esponja.

La puerta se abrió. Doña Carmen entró con una bolsa de Mercadona, con aire de inspectora más que de invitada.

—Hola, mis amores. Os traje una ensaladita saludable, sin pesticidas. Os vendrá bien cuidar un poco la dieta —Miró a Natalia, deslizando la mirada por sus tacones—. ¿Tan arreglada vas? ¿A qué evento?

—Voy siempre así. No puedo permitirme parecer una jubilada en pijama —respondió Natalia con calma.

—¿A quién te refieres? —Doña Carmen frunció el ceño.

—A nadie en concreto. Pero si te sientes identificada…

—Danielcito, ¿tú le permites que me hable así? —La suegra se volvió hacia su hijo, ignorando a Natalia como si fuera un mueble.

—No es mi supervisor. Ni mi traductor del español al “familia” —Natalia pasó junto a ellos y cogió el sushi de la cocina—. ¿Quieren té? ¿O pasamos directamente a repasar lo indignante que es mi coche?

—Veo que lo entiendes perfectamente —sonrió Doña Carmen—. A mí y a Antonio nos haría más falta. Vamos al pueblo, cuidamos la finca. ¿Y tú para qué lo quieres? ¿Para lucirte?

—Sí. También por venganza. Contra ustedes —Natalia lo dijo en voz baja y serena. Como un cirujano anunciando que la herida se ha infectado.

Hubo un silencio. Hasta Daniel pareció entender que algo grave acababa de pasar. Natalia dejó el sushi sobre la mesa.

—Perdonen, pero ya no tengo fuerzas para fingir que esto es normal.

—¿Qué es “esto”? —preguntó la suegra, confundida.

—Todo. Que vengan de inspección. Que Daniel guarde silencio como un monumento a su infancia. Que me digan cómo vivir, vestirme o gastar mi dinero. Se acabó.

Se quitó los tacones, como si se quitara una armadura, y se dirigió al dormitorio. Daniel se quedó boquiabierto, mientras Doña Carmen lo miró con una expresión que empezaba a tornarse furiosa.

—¡Me humilla delante de ti y tú ahí como un pasmarote! ¡Esto no puede seguir así!

—No lo hará —respondió Natalia desde la habitación. Con voz tranquila, pero afilada como una navaja.

Natalia despertó con un ruido que podía confundirse con un terremoto o, al menos, con el ascensor estrellándose. Era el armario —había retumbado tanto que el viejo edificio tembló hasta las tuberías. Daniel buscaba documentos. No los suyos, claro. Los de ella. Los del coche.

—¿En serio? —su voz sonaba ronca, como la de un locutor tras una noche de whisky. La discusión del día anterior había dejado huella en sus cuerdas vocales.

—¿Dónde está la ficha técnica? —Ni siquiera se volvió. Llevaba esos pantalones viejos con las rodillas gastadas, los que usaba para arreglar el router o murmurar “ya hago yo la pasta”.

—Donde tus cojones. Enterrados bajo capas de miedo a tus padres —Natalia se levantó, se puso la bata y pasó junto a él sin importarle qué papeles revolvía—. No la encontrarás. La dejé con el abogado. Sorpresa: el coche está solo a mi nombre. Sin cesión. Sin poderes. Sin tu padre.

—¡No puedes hacerme esto! ¡Somos familia!

—¿Y tú puedes hurgar en mis cosas porque tienes crisis existencial y los consejos de tu madre te pican en la oreja?

Y al final, mientras Natalia conducía su coche rojo bajo el sol de Madrid, supo que la libertad, aunque solitaria, valía más que cualquier falsa comodidad.

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MagistrUm
¿De verdad quieres que le regale un coche a tu padre? ¿Estás loco o es así como se cura la independencia femenina en tu familia?