Lo que la vida me dio: del negro abismo al milagro luminoso
Muchos no creen que la felicidad pueda llegar después de una serie de infortunios. Que tras las tormentas llegue la calma, y tras la oscuridad, la luz. Yo tampoco lo creía. Hasta que me vi en el fondo y sentí cómo una fuerza desconocida lentamente, casi imperceptiblemente, empezaba a elevarme hacia arriba, hacia un lugar donde el aire es más liviano y el corazón vuelve a creer que todo es posible.
Mi vida se convirtió en una cadena de desdichas. No lograba conservar un trabajo: o me despedían o me engañaban con el pago. Una larga relación con un hombre en el que confiaba se desmoronó en un instante cuando lo sorprendí con otra. Y mi salud… falló completamente. Las enfermedades me asediaron una tras otra, como si estuvieran programadas, y las paredes del hospital se convirtieron en algo habitual para mí. Iba de médico en médico, me sometía a pruebas, pasaba tiempo en tratamiento intravenoso, sin entender por qué. No había hecho daño a nadie, intentaba ser una buena persona… Pero parecía que alguien allá arriba había decidido que debía sufrir.
Un día, esperando otra consulta, estaba sentada en un banco frente a la clínica, bebiendo un café amargo de la máquina. Se me acercó una mujer cansada, elegante, con ojos tristes. Comenzamos a conversar. Su hermana moría de una enfermedad desconocida, y los médicos no sabían qué hacer. Le conté sobre mí, sobre lo cansada que estaba de la soledad y el dolor. Hablaron una hora, dos… Y de pronto entendimos que éramos cercanas, como si fuéramos de la misma familia.
En nuestro tercer encuentro, empezamos a buscar juntas una alternativa al calvario del hospital. Alguien nos dio el contacto de un curandero. Fuimos las dos, primero por desesperación y luego con una ligera esperanza. Y, crean o no, dos meses después, amanecí sin dolor por primera vez en años. Y su hermana pudo volver a levantarse de la cama.
Nos hicimos inseparables, con estas dos mujeres —Teresa y Belén—. Todas las semanas nos reuníamos en una cafetería, charlábamos, reíamos, soñábamos. Parecía que nos habíamos sacado del barro mutuamente. Y pronto, al resolver un crucigrama en el periódico, me encontré con un anuncio de trabajo. Llamé y terminé en una pequeña empresa familiar, donde me recibieron con afecto.
Tres meses después, inesperadamente, me ofrecieron unas vacaciones, “simplemente porque te lo mereces”. Me fui al mar. Allí, tumbada en la playa sin pensar en nada, recibí un golpe en la cabeza… con una pelota de voleibol. La lanzó un hombre alto, moreno, de ojos azules y sonrisa traviesa. Se acercó, se disculpó, y al minuto me invitó a jugar: “¡Nos falta un jugador más!”
Así conocí a Iván. Charlamos, reímos, paseamos por las noches, y después nos volvimos juntos a Madrid. Comenzó con un café por la mañana, luego un paseo por la tarde, y después la certeza de que quería pasar cada día a su lado.
Un día, la dueña del piso que alquilaba me informó de que su hija se mudaba de urgencia y necesitaba el lugar. Entré en pánico y lo compartí en mi encuentro semanal con Teresa y Belén.
— Ven a vivir conmigo, —dijo Teresa—. Mi hijo está por mudarse, parece que hay alguien en su vida. Hasta ha hablado de boda.
No tuve tiempo de agradecerle cuando vi entrar a Iván. Se acercó con un ramo de flores, me besó y de repente… se arrodilló:
— He tomado una decisión. Nos mudamos juntos. He alquilado dos pisos para que elijas. Pero primero, responde a esto: ¿te casarías conmigo?
No recuerdo ni cómo respiré. Solo recuerdo haber susurrado suavemente: “Sí”. Y luego escuché aplausos detrás de mí. Me di la vuelta… y vi a Teresa y Belén con los ojos muy abiertos.
— ¿Mamá? ¿Tía Belén?
Ellas no sabían de quién estaba enamorada. Yo no sabía que Iván era su hijo. Todo fue tan rápido e increíble, que el destino, al parecer, decidió que ya era suficiente de pruebas para mí.
Un mes después, nos casamos. Teresa, mi amiga, se convirtió en mi suegra. Ahora Iván es mi esposo, mi amigo, el padre de nuestros gemelos —Carmen y David—. Aún me mira como aquel día en la playa. Y yo sigo agradecida a la vida por sus regalos, especialmente por aquellos que menos esperaba.
A veces, la felicidad llega cuando sueltas todo y dejas de luchar. Te encuentra sola —en un banco frente al hospital, en un café, en la playa… Lo importante es estar preparada para recibirla.