Nina apuraba el camino a casa. Eran casi las diez de la noche y solo quería llegar pronto, cenar y acostarse. Estaba agotada. Su marido ya estaba en casa, la cena lista y su hijo de doce años, bien alimentado.
Trabajaba en una pequeña peluquería y ese día le había tocado cerrar. Tras limpiar todo, activar la alarma y asegurar las puertas, se había retrasado más de lo habitual.
El trayecto a casa pasaba por un pequeño parque. Normalmente era tranquilo; durante el día, las ancianas se sentaban en los bancos, pero por la noche no quedaba nadie. Además, las farolas iluminaban el camino, así que no había miedo.
Pero esa noche, uno de los bancos no estaba vacío. Acurrucados, se sentaban dos niños: un chico de unos nueve o diez años y una niña de cinco. Nina aminoró el paso y se acercó a ellos.
—¿Qué hacéis aquí a estas horas? ¡Es tarde! Vamos, a casa.
El niño la miró fijamente, acarició la cabeza de su hermana y la apretó con más fuerza.
—No tenemos a dónde ir. Nuestro padrastro nos echó de casa.
—¿Y vuestra madre?
—Está con él. Borracha.
Nina no lo dudó.
—Levantaos, venid conmigo. Mañana lo arreglamos.
Los niños se levantaron con vacilación. Nina tomó a la niña de la mano y le tendió la otra al chico. Así los llevó a casa. Se lo explicó todo a su marido y a su hijo, quienes, conociendo su buen corazón, no pusieron pegas y les mostraron dónde lavarse antes de sentarlos a la mesa. Los niños, hambrientos, comieron con timidez pero con apetito todo lo que les sirvieron.
Más tarde, Nina fue a casa de su vecina, cuya hija estaba en primero de primaria, y le pidió ropa para la niña. Le dieron varias prendas, pues en todas las familias sobra ropa de cuando los hijos eran pequeños.
Bañó a la pequeña, a la que llamaban Lucía, y la vistió con ropa limpia. El chico, llamado Adrián, se lavó solo y también se puso ropa prestada del hijo de Nina.
Los acostó juntos en el sofá de la sala, pues la niña no se separaba ni un momento de su hermano, y él no dejaba de abrazarla. Agotados y con el estómago lleno, se durmieron enseguida. Nina mandó a su hijo a la cama y ella y su marido pasaron horas hablando en voz baja sobre qué harían al día siguiente.
Por la mañana, se levantó temprano. Despidió a su marido, que salía al trabajo, mientras ella tenía turno de tarde. Cuando los niños despertaron, les dio el desayuno y decidió acompañarlos a casa. Les devolvió su ropa, ya lavada y seca, metida en una bolsa.
Los niños la llevaron hasta una casa cercana, en un tercer piso cuyo portal estaba abierto. Al entrar, se detuvieron en el umbral. Nina se quedó junto a ellos. Quería mirar a esa mujer a los ojos y preguntarle en qué había pensado toda la noche sin sus hijos.
De una habitación salió una mujer joven, pero con aspecto descuidado y un gran moratón bajo el ojo. Miró a los niños con indiferencia y dijo:
—Ah… habéis vuelto. ¿Y esta quién es?
—Es la tía Nina. Dormimos en su casa.
—Ah… bien.
Y volvió a la habitación. Nina estaba estupefacta. ¿Y esta era su madre?
Pero de pronto, la mujer regresó y le dijo:
—Ven a la cocina.
Nina la siguió. Aunque parecía una casa humilde, estaba limpia. Nada fuera de su sitio, los platos lavados, el suelo reluciente. Incluso su bata, aunque vieja y sin botones, estaba limpia.
—Siéntate.
Nina obedeció. La mujer la miró con su ojo morado y preguntó:
—¿Tienes hijos?
—Sí, un chico de doce años.
—Escúchame. Si me pasa algo, no los abandones, cuida de ellos. Son buenos niños.
—¿Vas a dejarlos?
—No puedo seguir así. Lo he intentado muchas veces. Y él… —hizo un gesto hacia la habitación donde roncaba su pareja— no me lo permite.
—¡Denúncialo!
—Ya lo hice. Pasa quince días en el calabozo y vuelve peor. Además, yo ya no puedo dejar el alcohol. Bebo todos los días. Y él echa a los niños de casa. No es su padre.
—¿Y su padre?
—Se ahogó cuando Lucía cumplió un año. Desde entonces, bebo.
—¿No trabajas?
—Fregaba suelos en un supermercado. Me despidieron por faltas.
—¿Y él?
—Hace chapuzas. Nos apañamos como podemos.
La mujer miró a Nina con intensidad y repitió:
—Si algo me pasa, no los abandones. Por favor. Veo que tienes buen corazón. Aunque sea visítalos en el orfanato.
Nina se levantó y salió hacia la puerta, aturdida por la petición. Los niños la acompañaron y la abrazaron. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Las secó rápido y le dijo a Adrián que sabía dónde encontrarla. Dándose la vuelta, salió. En la calle, dejó caer el llanto.
Esa noche, se lo contó todo a su marido. Él la apoyó y le dijo que, si pasaba algo, no abandonarían a los niños. Su hijo, que los escuchó, se acercó y los tres se abrazaron en silencio.
Tres días después, Adrián apareció corriendo. Les contó que su madre había desaparecido y que su padrastro estaba detenido. Lucía estaba con una vecina, pero ese mismo día los llevarían a un centro de acogida. Dicho esto, salió corriendo.
Al día siguiente, encontraron el cuerpo de su madre en el río, con signos de violencia. Tal vez presintió su final y por eso pidió ayuda a Nina.
Nina y su marido iniciaron los trámites para acoger a los niños. Al no haber familiares, les concedieron la custodia. Además, Nina relató la conversación con la madre en la comisión. Así, Adrián y Lucía se quedaron con ellos.
Nina dejó su trabajo. La pequeña, asustada, solo confiaba en su hermano y seguía pegada a él. Si se le caía un cubierto, miraba con temor al marido de Nina, como esperando un castigo. Costó mucho ganarse su confianza. Adrián, más mayor, entendía que en esa familia estarían a salvo.
Poco a poco, la niña se acostumbró. Empezó a acercarse a Nina y a su hijo, jugaba y hablaba con ellos, aunque aún desconfiaba del marido de Nina. Pero él, que siempre había deseado una hija, la trataba con ternura.
Hasta que llegó el día en que, por fin, lo abrazó. Él volvía de un viaje de trabajo y Nina salió con Lucía a recibirlo. Se agachó y extendió los brazos. La niña se acercó con cuidado y lo rodeó con sus bracitos. Él la levantó y entraron juntos en la cocina. Al verla sonreír, los chicos y Nina se unieron al abrazo.
En esa familia, todo iba a salir bien. A veces, la bondad cambia vidas enteras, y un gesto de compasión puede construir un nuevo hogar donde antes solo había dolor.