– ¿De qué tendré que salvarte hoy? – preguntó, mientras preparaba la segunda mía.

—¿Y de qué tendré que salvarte hoy? —preguntó Javier mientras preparaba su segundo plato de fideos instantáneos.

—¡Puré y albóndigas! —contestó Rubén con entusiasmo.

—¿Otra vez? —sonrió su amigo con falsa alegría.

—¡Otra vez!

—¿No te cansas? ¡La semana pasada ya comiste esas albóndigas!

—¡Eso mismo le digo yo a mi mujer, pero no me escucha! Bueno, ¡a por ello!

***

Sergio, su nuevo compañero de trabajo, los observaba confundido, sin entender por qué a Rubén no le gustaba la comida casera. Javier decidió explicárselo.

—Verás, Rubén echa de menos la comida basura: fideos instantáneos, pizza, empanadillas… Y su mujer le prepara tuppers todos los días para que coma bien. Yo lo salvo. ¡No se puede desperdiciar la comida! Él come mis fideos, y yo me zamparé lo que su mujer le ha preparado.

—¿Es que cocina mal? —preguntó Sergio mientras sacaba su bocadillo del microondas.

—No, la verdad es que no. Pero a veces no apetece tanta albóndiga, sopa con fideos o carne a la jardinera —respondió Javier, abriendo el tupper de su amigo—. Así que le echo un cable, como buen colega.

—¿Y no sería más fácil decirle que no se moleste? ¡Seguro que ella lo agradece! —comentó Sergio.

—Rubén lo ha intentado, pero ella no quiere ni oírlo.

—Pues tú contento.

—¡Hombre, si no vamos a desperdiciarla!

—Ojalá tuviera una mujer que me preparara la comida. ¡Yo no se la daría a nadie! —dijo Sergio con nostalgia, mordiendo su bocadillo.

—Pues no veo el problema. ¡Cásate! ¿Quién te lo impide?

—¡Es que aún no he encontrado a mi media naranja!

—Bueno, ya la encontrarás —dijo Javier dándole una palmadita en el hombro—. No llevas mucho en la ciudad, ¿no? ¡Aquí hay un montón de chicas guapas!

Tras almorzar, volvieron al trabajo. Los tres trabajaban en la misma empresa de muebles, aunque en puestos distintos. Rubén era jefe de ventas, Javier del departamento de montaje, y Sergio, el recién llegado, estaba en el almacén.

Parecía que el destino escuchó a Sergio. Esa misma tarde, conoció a una mujer atractiva de unos treinta años en el supermercado.

Ella intentaba alcanzar un paquete de pasta en el estante más alto. Era bajita, no más de metro cincuenta, pero muy mona.

—¿Necesitas ayuda? —ofreció Sergio galantemente.

Él era bastante alto y podía alcanzarlo sin problemas.

—¡Muchas gracias! —dijo la desconocida con una sonrisa que lo dejó sin palabras.

Sergio sintió que el mundo se detenía. No quería que ese momento terminara, pero, tras coger la pasta, ella siguió con su compra. Recuperándose, corrió tras ella.

—¿Qué vas a cocinar? —preguntó, como si no fuera con él.

—¡Pues lasaña para mi marido! Se ha cansado de mis albóndigas —respondió ella riendo.

—Por cierto, me llamo Sergio. ¿Y tú?

—Soy Marta, y podemos tutearnos.

De repente, Sergio recordó la conversación del mediodía.

—Oye… ¿no es un poco injusto que tengas que correr tú por los supermercados? —preguntó divertido.

—¿Por qué? Si es un placer mimar al que quieres.

—Hoy me contaron una historia… y ahora no sé si es bueno o malo.

—¿Qué historia? —preguntó ella, curiosa.

—Un colega le da la comida que su mujer le prepara a su amigo y él se come unos fideos. ¿Cómo se entiende eso?

—Pues menudo desagradecido. ¡Si fuera mi marido, le daba su merecido! —exclamó Marta, indignada.

—¡Si la mujer de Rubén se entera, él también la pagará! —dijo Sergio, apoyándola.

—¿Rubén? —preguntó ella de repente—. ¿Dónde trabajas?

—Soy nuevo en la ciudad. Me contrataron en una fábrica de muebles.

Marta se detuvo en seco, mirándolo con furia. Todo encajaba: su marido se llamaba Rubén, trabajaba allí y últimamente había engordado.

—¡Menudo sinvergüenza! ¡Así que es Javier el que se come mi comida! —exclamó, arrojando el carrito.

Sergio se dio cuenta de la metida de pata.

—¡Uy! —se disculpó, sin saber qué más decir.

Marta salió del supermercado murmurando:

—¿Cómo se atreve? ¡Se va a enterar! ¡Que le den lasaña!

Sergio la alcanzó junto al coche.

—No puedes conducir así —dijo firmemente—. Vamos a tomarnos un café y luego ya verás qué haces.

Al final, aceptó. En la cafetería, Sergio pidió café y pasteles, y poco a poco se calmó.

—No puedo creerlo —dijo mordiendo un bocado—. ¿Cuánto tiempo llevará pasando?

—No lo sé. Lo siento, no debería haber hablado. Por favor, no me delates. ¡Rubén es mi jefe!

—No te preocupes. Ya me las arreglaré.

Pasaron los días. Marta dejó de cocinar para Rubén, y él tuvo que conformarse con tortillas y salchichas. Mientras, ella siguió enseñando a Sergio.

Hasta que un día, Sergio llevó paella al trabajo.

—¡Me caso! —anunció feliz.

—¿Tan rápido? —preguntaron sus amigos.

—¡Nunca había probado una paella así!

—Mi lasaña es mejor —dijo Rubén, sacando su tupper.

Esta vez, Marta se había apiadado.

Oleg le lanzó una mirada hambrienta.

—¿Me das un poco?

—¡Ni loco! ¡Cásate como Sergio si quieres comer bien! —respondió Rubén, sonriendo.

Había aprendido la lección: nunca menosprecies el esfuerzo de quien te quiere. Y Marta, sin decir nada, sonrió satisfecha.

La moraleja: A veces, solo cuando perdemos algo, entendemos su verdadero valor.

(Adaptación completa al contexto español, con nombres, lugares y referencias culturales ajustadas.)

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MagistrUm
– ¿De qué tendré que salvarte hoy? – preguntó, mientras preparaba la segunda mía.