De Pordiosero a Milagro: La Revolución de un Día

De Mendigo a Milagro: La Transformación de un Día

Ella creyó que solo era un pobre mendigo lisiado. Le daba de comer cada día con lo poco que tenía Pero una mañana, todo cambió.

Esta es la historia de una joven humilde llamada Lucía y un mendigo al que todos despreciaban. Lucía tenía apenas veinticinco años. Vendía comida en una caseta de madera junto al camino, en Sevilla. Su puesto estaba hecho de tablas viejas y chapas oxidadas, bajo la sombra de un olivo centenario donde los viajeros paraban a descansar.

Lucía casi no tenía nada. Sus zapatos estaban rotos y su vestido, lleno de remiendos. Aun así, siempre sonreía. Aunque cansada, saludaba con amabilidad a cada cliente. «Buenas tardes, caballero. No hay de qué», repetía una y otra vez.

Madrugaba cada día para cocinar arroz, garbanzos y potaje. Sus manos trabajaban sin pausa, pero su corazón latía lento de melancolía. Lucía no tenía familia. Sus padres murieron cuando era niña. Vivía en una habitación diminuta cerca del puesto, sin luz eléctrica ni agua corriente.

Solo le quedaban sus sueños. Una tarde, mientras limpiaba el mostrador, llegó su amiga Doña Carmen. «Lucía», le preguntó la anciana, «¿por qué siempre sonríes, si pasas penurias como cualquiera?» Lucía volvió a sonreír. «Porque llorar no llenará la olla.»

Doña Carmen se rió y se alejó, pero aquellas palabras quedaron grabadas en el alma de Lucía. Era cierto: no tenía nada. Sin embargo, daba de comer a quien no podía pagar. No sabía que su vida estaba a punto de cambiar.

Todas las tardes, algo extraño ocurría cerca del puesto. Un mendigo lisiado apareba en la esquina. Avanzaba despacio, arrastrando su vieja silla de ruedas. Las ruedas crujían contra el empedrado.

Crujido, crujido, crujido. Los transeúntes se reían o se tapaban la nariz. «Mira a este hombre sucio otra vez», murmuraban.

Las piernas del hombre estaban vendadas. Sus pantalones, rotos por las rodillas. El rostro, cubierto de polvo.

Tenía los ojos cansados. Unos decían que apestaba. Otros, que estaba loco.

Pero Lucía no apartaba la mirada. Le llamaba Padre Julián. Aquella tarde, bajo un sol abrasador, el Padre Julián se detuvo junto a la caseta. Lucía lo miró y susurró: «Aquí está otra vez, Padre Julián. Ayer no comió.»

Él bajó la cabeza. Su voz era débil. Estuvo demasiado enfermo para venir, explicó. No comía desde hacía dos días. Lucía miró la mesa. Solo quedaba un plato de garbanzos con pan.

Era lo que ella iba a cenar. Dudó. Luego, sin decir nada, tomó el plato y lo puso frente a él.

«Tome, coma.» El Padre Julián miró la comida y luego a ella. «¿Me está dando su última cena otra vez?» Lucía asintió.

«Puedo cocinar más cuando vuelva a casa.» Sus manos temblaban al coger la cuchara. Sus ojos brillaban de humedad.

Pero no lloró. Bajó la cabeza y comenzó a comer lentamente. Los transeúntes los observaban.

«Lucía, ¿por qué le da siempre de comer a este mendigo?», preguntó una mujer. Lucía sonrió. «Si yo estuviera en una silla de ruedas, ¿no me gustaría que alguien me ayudara?» El Padre Julián venía cada día, pero nunca pedía nada. No llamaba a nadie. No extendía la mano. No mendigaba ni comida ni dinero.

Se sentaba quieto, junto a la caseta de Lucía, con la cabeza baja y las manos sobre las rodillas. La silla de ruedas parecía a punto de desarmarse. Una de las ruedas incluso se inclinaba hacia un lado.

Mientras otros lo ignoraban, Lucía siempre le llevaba un plato caliente. A veces arroz. Otras, garbanzos con pan. Se lo entregaba con una amplia sonrisa.

Una tarde sofocante, Lucía acababa de servir arroz con pollo a dos estudiantes cuando alzó la vista y vio al Padre Julián en su sitio habitual.

Las piernas seguían vendadas. La camisa, ahora con más agujeros. Pero allí estaba, callado como siempre, sin pronunciar palabra.

Lucía sonrió, sirvió un plato de arroz humeante y, en ese instante, el Padre Julián le tendió un sobre, revelando la fortuna que cambiaría para siempre la vida de aquella joven de corazón puro.

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De Pordiosero a Milagro: La Revolución de un Día