¿De nuevo un regalo solo para tu madre y te olvidaste de mí?

– ¿Otra vez has comprado un regalo solo para tu madre y te has olvidado de mí? – dijo Elena con amargura.

La noche de Año Nuevo llenaba el piso con aromas de naranjas y canela. Elena, con un nuevo pañuelo de seda, estaba ocupada preparando la cena festiva. Antonia, elegante con un mantón de Manila, la ayudaba con las ensaladas.

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La nieve caía en grandes copos, cubriendo las calles de Madrid con un manto blanco. Quedaban solo dos días para el Año Nuevo. Elena estaba junto a la ventana del duodécimo piso de su casa con Javier, observando distraídamente la nevada. En la distancia, las luces de las guirnaldas navideñas brillaban, y los árboles decorados ya se veían en las ventanas vecinas.

En la mesa de centro había una caja pequeña envuelta con una cinta dorada: un regalo para su suegra. Elena lo había elegido: un elegante mantón de Manila con un diseño tradicional. Antonia había soñado con uno así desde hacía tiempo. “Espero que a Javier le guste mi elección”, pensó Elena, volviendo a ajustar el lazo por centésima vez.

El ruido de una llave girando en la cerradura la hizo sobresaltarse. Javier entró sosteniendo una bolsa grande de una tienda cara.

– ¡No sabes, casi no llego a tiempo! – dijo emocionado, sacudiendo la nieve de su abrigo. – ¡Era el último! ¡Mamá estará encantada!

Elena se quedó quieta. Su corazón dio un vuelco.

– ¿Qué hay ahí? – preguntó, intentando que su voz sonara casual.

– El cárdigan de cachemir que vio en “El Corte Inglés” hace un mes. ¿Recuerdas que lo mencionó? – Javier sacó de la bolsa la lujosa prenda color chocolate oscuro.

Elena recordaba. También recordaba que ese cárdigan costaba casi la mitad de su salario mensual. Y también recordaba cómo, dos semanas atrás, le había mostrado a su esposo el pañuelo de seda que le había gustado… Entonces él asintió distraído y cambió de tema.

– ¿Otra vez solo has comprado un regalo para tu madre y te has olvidado de mí? – las palabras salieron solas, impregnadas de la amargura de años de resentimiento.

Javier se quedó inmóvil con el cárdigan en la mano. Su rostro mostró sorpresa, que se transformó en una ligera irritación.

– Elena, sabes lo importante que es mi madre para mí, – dijo colocando cuidadosamente el cárdigan de vuelta en la bolsa. – Ella es la única que tengo. Además, no habíamos hablado de regalos este año…

Elena se volvió hacia la ventana. Fuera, la nieve seguía cayendo, tan fría como el vacío que crecía dentro de ella.

– Nunca hablamos de ello, Javier. Simplemente, cada vez… – no terminó la frase, sintiendo cómo su voz temblaba traicionera.

Las llaves volvieron a sonar en la entrada: era Antonia. Habían acordado discutir el menú de Año Nuevo juntos. Elena rápidamente se pasó la mano por los ojos y forzó una sonrisa.

– ¡Qué bien que estáis los dos en casa! – Antonia entró con una bolsa llena de naranjas. – Estuve pensando: ¿hacemos una ensalada de “Mimosa”? Como el año pasado.

Elena asintió mecánicamente, evitando cruzar miradas con su suegra. Tenía un nudo en la garganta y sus manos, al apartar el regalo de la mesa, temblaban apenas perceptiblemente.

– Mamá, déjame ayudarte, – Javier cogió la bolsa de naranjas, pero Antonia se detuvo en la puerta, mirando atentamente a su hijo y a su nuera.

– ¿Ha pasado algo? – preguntó suavemente. Después de quince años del matrimonio de su hijo, había aprendido a percibir la tensión entre ellos.

– Nada, – respondió Javier demasiado rápido. – Todo está bien.

– Sí, todo perfecto, – Elena no pudo evitar la amarga ironía. – Como de costumbre. Javier le ha comprado a su madre un regalo. Un cárdigan. Ese mismo, del “Corte Inglés”.

Antonia palideció al comprender lo que estaba sucediendo.

– Javi, pero habíamos hablado de esto… – empezó.

– Mamá, no empieces, – la interrumpió su hijo. – Solo quería hacerte feliz. ¿Qué hay de malo en eso?

Elena se volvió bruscamente hacia su marido:

– Lo malo es que no ves más allá de tus propios deseos. Quince años, Javier. Quince años sintiéndome en segundo plano. Cada fiesta, cada fin de semana, todo gira en torno a tu madre. Sus deseos, sus planes, sus regalos…

– Elena, querida… – Antonia dio un paso hacia su nuera, pero esta retrocedió.

– No, usted no tiene nada que ver. Todo esto es cosa de él, – Elena hizo un gesto hacia su marido. – “Mi madre es importante para mí”, “Solo tengo una madre”… ¿Y yo qué soy? ¿Una extensión de la vida familiar?

– ¡Eres injusta! – exclamó Javier. – ¿Acaso no hago suficiente por ti?

– ¿Haces? – Elena esbozó una sonrisa amarga. – Ni siquiera recuerdas lo que te dije hace dos semanas. Sobre el pañuelo que me gustó. Asentiste y lo olvidaste de inmediato. ¡Pero el cárdigan de mamá sí que lo recuerdas perfectamente!

En la habitación cayó un pesado silencio. Solo el tic-tac del reloj marcaba los segundos del tenso mutismo.

– Yo… creo que me voy, – dijo en voz baja Antonia. – Mañana discutimos el menú.

– Mamá, quédate… – intentó Javier.

– No, hijo. Necesitáis hablar. Ha sido necesario desde hace tiempo.

La puerta de entrada se cerró suavemente detrás de la suegra. Elena se quedó inmóvil junto a la ventana, abrazándose los hombros, una vieja costumbre que aparecía cuando se sentía especialmente triste.

En lugar de ir a casa, Antonia paseaba por la calle nevada. Los copos de nieve caían sobre su rostro, disolviéndose en lágrimas no invitadas. “He sido tan ciega todos estos años…”, pensó.

El teléfono vibró en su bolsillo. Era Javier.

– Mamá, ¿dónde estás? Bajé a buscarte.

– Estoy en el parque, junto a un banco, – respondió ella. – Sabes, realmente necesitamos hablar.

Cinco minutos después, Javier, con una chaqueta puesta sobre el jersey de casa, ya estaba sentado a su lado. La nieve seguía cayendo, cubriendo sus hombros con un manto blanco.

– Hijo, – Antonia le tomó la mano. – ¿Recuerdas cómo te gustaba armar rompecabezas de niño?

– ¿Qué tiene que ver eso? – se sorprendió Javier.

– Que siempre empezabas con la pieza más brillante. Y luego no podías ver la imagen completa porque no veías cómo se unían todas las partes.

Se detuvo, juntando sus pensamientos.

– Ahora, al igual que entonces, solo ves un fragmento brillante: tu amor por mí. Pero la familia, Javier, es un cuadro completo. Y Elena es una parte fundamental de ese cuadro.

– Mamá, pero yo amo a Elena. – contestó él.

– La amas. Pero, ¿acaso se lo demuestras? – suspiró Antonia. – Sabes, lo más aterrador para una mujer es sentirse invisible. Especialmente para alguien a quien ama.

Javier permaneció en silencio, observando la nieve caer.

– ¿Crees que yo necesito ese cárdigan? – continuó su madre. – Necesito que mi hijo sea feliz. Y eso solo es posible si tu esposa es feliz. Veo cuánto se esfuerza por nuestra familia. Cocina mis platos favoritos, recuerda todas las fechas importantes, incluso ese mantón…

– ¿Qué mantón?

– El que ella eligió para mí. Lo vi por casualidad en la mesa cuando entré. De Manila, exactamente como el que he soñado.

Javier cerró los ojos con la mano:

– Dios, qué idiota soy…

– No eres idiota, hijo. Solo… te dejaste llevar por un fragmento y olvidaste el cuadro completo.

De camino a casa, Javier se detuvo en “El Corte Inglés”. Los escaparates brillaban con la iluminación festiva, reflejándose en la nieve recién caída. El pañuelo de seda seguía allí, como esperándole.

El departamento estaba en silencio. Sobre la mesa de la cocina había una taza con té frío: Elena ni siquiera lo había terminado.

– ¿Elena? – llamó, asomándose al dormitorio.

Ella yacía sobre la colcha, de espaldas a la pared. Sus hombros temblaban ligeramente.

– Lo siento, – dijo suavemente, sentándose en el borde de la cama. – He sido un idiota ciego.

– ¿Quince años ciego? – respondió ella en voz baja, sin darse la vuelta.

– Sí. Y cada año, un idiota, – tocó suavemente su hombro. – Sabes, mamá dijo algo ahora… sobre los rompecabezas. Sobre cómo siempre me quedaba atascado en un fragmento brillante y no veía la imagen completa.

Elena se volvió lentamente. Sus ojos estaban rojos por las lágrimas.

– Me acostumbré tanto a pensar que debía ser el hijo perfecto, que olvidé ser un buen esposo, – sacó el pañuelo de la bolsa. – ¿Lo reconoces?

Ella se incorporó ligeramente sobre el codo, mirando el sedoso reflejo con incredulidad.

– Javi, no hacía falta… No por el pañuelo…

– Lo sé, – le tomó la mano. – No se trata de los regalos. Se trata de que no veía lo mucho que te preocupabas por los dos. Por mamá también. Ese mantón que elegiste… Es perfecto, ¿verdad?

Una lágrima rodó por su mejilla.

– Solo quiero sentir que también soy importante para ti. No de palabra, sino…

– Con hechos, – concluyó él. – Y lo intentaré. No solo hoy. Todos los días.

La noche de Año Nuevo volvió a llenar el apartamento con el aroma de naranjas y canela. Elena, con su nuevo pañuelo de seda, se ocupaba de la cena festiva. Antonia, elegante con su mantón de Manila, la ayudaba con las ensaladas.

– Elena, tu ensalada de “Olivier” siempre sale especial, – sonrió la suegra. – ¿Me enseñas el secreto?

– Claro, – se dio cuenta de que sonreía de verdad. – Añadí un poco de vinagre de manzana a la mayonesa. Es una receta de la abuela.

Javier, que las observaba, sacó el móvil y tomó una foto discretamente: las dos mujeres más importantes de su vida, reunidas alrededor de la mesa festiva, tan diferentes pero tan queridas.

– Damas, – carraspeó para llamar su atención. – Antes de que empiecen las campanadas, quiero deciros algo.

Sacó dos sobres.

– Mamá, esto es para ti, – entregó el primer sobre. – Un billete para el balneario con el que soñabas. Para dos semanas, en primavera.

Antonia llevó la mano al pecho: – ¡Javier!

– Y esto, – se giró hacia Elena, – es para nosotros. Un viaje a Venecia, para nuestro aniversario de boda. Quince años es una fecha importante.

Elena se quedó inmóvil con la servilleta en la mano: – Pero dijiste que en primavera había mucho trabajo…

– El trabajo puede esperar, – la abrazó por los hombros. – He dejado pasar tantas cosas, dándole importancia a lo que no la tenía. Es hora de recuperarlo.

Afuera, el primer espectáculo de fuegos artificiales de Año Nuevo estalló. Las chispas de colores se reflejaban en los ojos de Elena, haciéndolos brillar con emoción.

– Felices fiestas, mis queridos, – dijo suavemente Antonia, mirándolos. – Que este año sea el comienzo de algo nuevo. Algo verdadero.

Elena se acurrucó en el hombro de su esposo. El cárdigan de cachemir permaneció en el armario, pero eso ya no importaba. Lo que contaba era el calor en su corazón, el calor del entendimiento de que, por fin, todo había encontrado su lugar.

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