De la traición a la felicidad: una historia que nadie creería sin verla

Del engaño a la felicidad: una historia que nadie creería si no la hubiera visto con sus propios ojos

Jaime estaba en una callejuela del centro de Granada, frente a una mujer llorosa, desconsolada y exhausta. La miraba con una frialdad distante, mientras pensaba: “Qué pesada eres, Lucía. Déjame en paz, por favor”.

Hacía meses que intentaba evitarla. Primero en silencio, luego de forma cada vez más evidente. Pero Lucía parecía vivir en su propio mundo. Lo perseguía: frente a su casa, en la oficina de su padre, en la universidad. Ayer había ido a la granja donde él hacía prácticas, suplicándole que volviera con ella. Y hoy, otra vez, estaba arrodillada frente a él:

—Jaimito, te quiero, ¿me oyes? ¡Haré lo que sea por ti! ¡Esa no es para ti, tú lo sabes!

Él se apartó bruscamente, apretó los puños y masculló entre dientes:

—Despierta. No te quiero. Nunca te he querido. Le he pedido matrimonio a Irene, y nos casamos en una semana. Deja de arruinarme la vida.

—¿Y aquella noche en Marbella? ¿Y el cumpleaños de Marta? ¡Me juraste que no me dejarías!

—Estaba borracho. Y ya sabes cómo son los borrachos… — no terminó la frase porque Lucía se abalanzó sobre él, intentando besarlo. Jaime la empujó con tanta fuerza que ella tambaleó.

—No vuelvas a hacerlo. No quiero problemas con Irene por tu culpa. Entre nosotros se acabó. Para siempre. Y lo único que puedo ofrecerte es amistad. Si te vale, bien. Si no, adiós.

—¿Y si te compro un coche? Un todoterreno, como el que siempre quisiste… Tu padre nunca te lo dio.

—No quiero un coche tuyo. Ni lo querré nunca. Adiós.

Se dio la vuelta y se marchó. La rabia le latía en la cabeza y el pecho le pesaba como una losa. Creía librarse de una carga, pero en realidad, todo estaba empezando.

En casa, su padre, Antonio Martín, supo al instante que algo iba mal.

—¿Qué te pasa, Jaime? No estás bien.

—Nada, padre. Irene y yo seguimos adelante. La boda es en seis días.

—Bien. Muy bien. Me alegra que por fin te hayas hecho hombre, que hayas elegido a la mujer adecuada. Me enorgulleces, hijo.

Y era cierto. Jaime había cambiado. De ser un juerguista de discoteca, pasó a interesarse por el negocio familiar. Incluso iba a la oficina, aprendía de su padre, se involucraba. Antonio estaba satisfecho. Pero también intranquilo: ¿volvería a recaer? ¿Surgiría otra vez el Jaime de antes?

Faltaban seis días para la boda cuando el padre de la novia irrumpió en su casa, furioso.

—¡No puedes casarte con mi hija! —gritó, arrojando un USB sobre la mesa—. ¡Mira esto y lo entenderás!

Antonio reprodujo el vídeo y palideció. Ahí estaba Jaime, en un club de alterne, ebrio, derrochando champán entre mujeres semidesnudas. La fecha decía “ayer”. Pero Jaime reconoció aquella noche: era de hace un año. Antes de Irene. Antes de todo.

—¡Es falso! —protestó—. ¡Alguien ha manipulado la fecha!

—Cállate —lo interrumpió su padre—. Me has deshonrado. Lárgate. Ya no eres mi hijo.

Jaime no discutió. Solo salió. Quiso tomar su coche, pero el guardia de seguridad se lo impidió. Le quitaron las llaves. La casa ya no era suya. Todo lo que creía suyo se desvaneció en un instante.

Fue a casa de su mejor amigo, Dani. El único en quien confiaba. Pero al abrir la puerta… allí estaban Dani e Irene, en albornoz. Sus caras delataban culpabilidad, pero no arrepentimiento.

—¿Creías que ella te esperaría? —dijo Irene—. No pienso humillarme. Dani y yo llevamos tiempo juntos. Tú solo eras conveniente.

Jaime salió. El mundo se desdibujaba ante sus ojos. La confianza: muerta. El amor: mentira. Los amigos: traición.

Caminó por la carretera. Pensó que si daba un paso al frente, todo acabaría. Silencio. Paz. Sin dolor.

Un chirrido de frenos. Un grito.

—¡¿Es que quieres morir?! ¡¿Te has vuelto loco?!

Un hombre de unos sesenta años bajó del coche y lo agarró del brazo.

—Ven conmigo, chaval. Te llevo a mi casa. Me lo contarás todo.

Jaime no se resistió. Subió al coche.

La casa estaba en un pueblo remoto de Cuenca. Una modesta vivienda con jardín.

—Es humilde —dijo el anciano—, pero aquí estarás a salvo.

Una chica en silla de ruedas los recibió en la puerta.

—Claudia, este es Jaime. Hay que tratarlo con cuidado. Lo está pasando mal.

—¿Mal? —se rio Claudia—. Está vivo, sano y guapo. Yo soy inválida, y mira, aquí estoy. Estudio. Hasta me río.

Jaime sonrió por primera vez en días. Ella era… distinta. No se quejaba. No fingía valentía. Simplemente vivía. Brillaba.

Se quedó. Víctor, el dueño de la casa, le ofreció trabajo en la granja.

Jaime aceptó. Trabajó duro. No se quejó. Y rió, por primera vez, de verdad. Con Claudia nació una amistad que poco a poco se volvió algo más. La veía diferente: no como una mujer en silla de ruedas, sino como la luz al final de la oscuridad.

—Claudia… creo que me he enamorado —susurró un día.

—No “creo”, tonto. Estás perdido —respondió ella, riendo.

Le propuso matrimonio. Ella aceptó. Se casaron. Tuvieron una hija. Y en ese momento, Jaime entendió: había encontrado lo que ni siquiera había soñado. La felicidad verdadera.

Un día, un inversor visitó la granja. Víctor llamó a Jaime:

—Te presento a un posible socio.

El hombre se giró… y se quedó helado.

—Hola, padre.

Antonio calló un momento. Luego se acercó.

—Eres distinto. Un marido. Un padre. Estoy orgulloso de ti. Perdóname.

Se abrazaron.

Ahora Jaime sabe que lo roto puede repararse. Lo perdido, recuperarse. Pero primero hay que pasar por el engaño, el dolor y la soledad. Y luego, reconstruirse paso a paso. Con amor. Con fe. Y con quienes, de verdad, están a tu lado.

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