Del odio al amor: cómo nuestra rivalidad se convirtió en algo más
Me llamo Andrés, y lo que voy a contar aún me parece sacado de una película o una novela romántica. Pero es mi vida real. Una historia en la que ni yo mismo habría creído de no haberla vivido en carne propia.
Tenía solo catorce años cuando apareció en mi mundo ella: mi enemiga personal número uno. Se llamaba Almudena. Compartíamos clase en un instituto de Sevilla, nos sentábamos casi juntos, y no pasaba un día sin que surgiera algún conflicto entre nosotros. Vivíamos como en un universo paralelo de rivalidad, creado exclusivamente para los dos.
Nuestras batallas infantiles eran absurdas pero intensas: yo colocaba tiza en su silla, ella escondía mi estuche o mezclaba pegamento en mis témperas en plástica. Una vez, durante educación física, Almudena ocultó mis zapatillas y tuve que volver a casa con unas zapatillas rosas de la conserjería. Todo el instituto se rio. Por supuesto, no me quedé callado y devolví cada broma. Competíamos por ver quién sacaba más de quicio al otro. Ni ella ni yo recordábamos ya el origen de todo. Simplemente, una cosa llevó a la otra… y así durante años.
Todo cambió de forma brusca, casi inesperada, en nuestro último año de bachillerato. Ambos cumplíamos dieciocho. Un día, Almudena se acercó tras las clases. Su rostro carecía de la habitual burla; su voz, de agresividad. Dijo: «Basta. Hablemos. Estoy harta». Y por primera vez en todos esos años, escuché auténtico cansancio en sus palabras.
Nos sentamos en un banco del patio y hablamos casi una hora. Sin reproches, sin sarcasmos. Una conversación de adultos. En el momento en que nos miramos con sinceridad, algo nuevo emergió. Como si se rompiera un hechizo: ante mí no estaba mi némesis, sino una persona. Viva, interesante, compleja, real. De pronto noté el brillo especial de sus ojos, la agudeza de sus reflexiones, el fuego interior que la habitaba.
Desde entonces, todo fue distinto. Empezamos a quedar más. Primero, como amigos. Descubrimos afinidades: mismos libros favoritos, pasión por la programación, amor al cine clásico español. Debatíamos de todo, desde cotilleos del instituto hasta filosofía de vida. Sin darnos cuenta, comenzamos a pasear al atardecer, asistir juntos a competiciones académicas, reírnos… pero esta vez, unidos.
Me enamoré. No de golpe, pero profundamente. De esa misma Almudena con quien antaño evitaba hasta compartir mesa. Un día reuní valor y le propuse formalizar nuestra relación. Se sorprendió —¿cómo no, tras años de pelear como gatos y perros?—, pero aceptó. Un simple «vamos a intentarlo». Y lo intentamos.
Han pasado cinco años. Nos graduamos en Ingeniería Informática en la Universidad Complutense de Madrid, vivimos juntos, construimos carreras y planeamos nuestra boda. Tenemos proyectos serios, pero en el fondo seguimos siendo aquellos adolescentes… solo que ahora sabemos escucharnos y transformar desacuerdos en diálogo.
A menudo recordamos nuestro pasado con risas y cierta vergüenza. A veces bromeamos sobre cómo casi nos perdemos por tonterías. Pero quizás ese camino nos enseñó el amor verdadero: no el de postal, sino el que nace del entendimiento, el perdón y el respeto.
Ahora lo sé: el odio no siempre es el final. A veces es una emoción malinterpretada, un sentimiento vivido erróneamente. Tras la agresividad puede esconderse algo mucho más profundo.
Si a los catorce años me hubieran dicho que esa chica insolente y burlona sería el sentido de mi existencia, habría pensado que estaban locos. ¿Y ahora? Ahora agradezco al destino que se sentara a mi lado. Y que un día decidiera acercarse para decir: «Basta».
La vida es impredecible. No precipitéis los finales. A veces, tras el odio se esconde el amor. Y si os arriesgáis… puede ocurrir un milagro. Como el nuestro.