¿De dónde proviene esta foto? – Ivan palideció al ver la imagen de su padre desaparecido…

—¿De dónde sacaste esta foto? —preguntó Iván, palideciendo al ver la imagen de su padre desaparecido.

Cuando Iván regresó a casa después del trabajo, su madre regaba las plantas en el balcón. Inclinada sobre las macetas colgantes, ella arreglaba con cuidado las hojas. Su rostro irradiaba una paz especial.

—Mamá, trabajas como una abeja —dijo Iván mientras se quitaba la chaqueta, se acercó y la abrazó por los hombros—. ¿Otra vez todo el día de aquí para allá?

—Esto no es trabajo —respondió ella, sonriendo—, es terapia. Mira cómo florece todo. El aroma es tan intenso que parece un jardín botánico.

Se rió, suave y cálida como siempre. Iván inhaló el perfume de las flores y recordó su infancia, cuando vivían en un piso compartido y su único “jardín” era una maceta de aloe vera en el alféizar, cuyas hojas siempre se caían.

Mucho había cambiado desde entonces.

Ahora su madre pasaba largas temporadas en la casita que él le había comprado por su aniversario. No era grande, pero tenía un terreno enorme donde podía plantar lo que quisiera. En primavera cultivaba semilleros, en verano se entretenía en los invernaderos, en otoño enlataba sus cosechas, y en invierno esperaba impaciente a que volviera la primavera.

Pero Iván sabía que, por más que sonriera, en sus ojos siempre había una tristeza silenciosa. Una que no desaparecería hasta cumplir su mayor deseo: volver a ver al hombre que había esperado toda la vida.

Su padre.

Aquel hombre había salido una mañana lejana a trabajar y nunca regresó. Iván tenía cinco años. Su madre le contaba que, aquel día, él le dio un beso en la sien, como siempre, le guiñó el ojo a su hijo y dijo: “Sé bueno”. Y se fue sin saber que sería para siempre.

Luego vinieron las denuncias en la comisaría, las búsquedas. Familiares, vecinos, conocidos murmuraban: “Quizá se escapó”, “Tal vez tiene otra familia”, “O le pasó algo”. Pero su madre siempre decía lo mismo:

—Él no se habría ido así. Si no vuelve, es porque no puede.

Esa idea nunca abandonó a Iván, ni siquiera treinta años después. Estaba seguro: su padre no los habría abandonado. Simplemente, no podía ser.

Tras el instituto, Iván entró en una universidad técnica, aunque en secreto soñaba con ser periodista. Pero sabía que debía ganarse la vida pronto. Su madre trabajaba como auxiliar de enfermería, hacía turnos de noche y nunca se quejaba. Incluso cuando le dolían los pies y los ojos se le enrojecían de cansancio, decía:

—Todo irá bien, Ivancito. Sigue estudiando.

Él estudió. Y por las noches, buscaba en Internet bases de datos de desaparecidos, revisaba archivos antiguos, escribía en foros. La esperanza no moría; se fortalecía, se volvía parte de su carácter. Se hizo fuerte. Creció sabiendo que, en ausencia de su padre, debía ser el apoyo de su madre.

Cuando consiguió su primer buen empleo, primero pagó sus deudas, luego abrió una cuenta de ahorros y, finalmente, le compró aquella casita.

—Basta, mamá. Ahora descansas.

Ella lloró entonces, sin esconder las lágrimas. Él solo la abrazó y dijo:

—Te lo mereces mil veces. Gracias por todo.

Ahora, Iván soñaba con formar su propia familia. Con un hogar donde oliera a cocido y a pan recién horneado, donde los domingos se reunieran los suyos y sonaran risas infantiles. Pero de momento, trabajaba duro. Ahorraba para emprender su propio negocio. Tenía habilidad manual, desde pequeño le gustaba arreglar cosas.

Pero en su corazón siempre ardía el mismo sueño: encontrar a su padre. Quería que, algún día, ese hombre entrara en su casa y dijera:

—Perdonad, no pude volver antes.

Y ellos entenderían, perdonarían, se abrazarían los tres. Y, al fin, todo sería como debió ser.

A veces, Iván recordaba la voz de su padre. Cómo lo levantaba en brazos y le decía: “¿Qué tal, mi campeón? ¿Volamos?” y lo lanzaba al aire, para luego atraparlo con fuerza.

Esa noche, soñó con él otra vez. Esta vez, su padre estaba junto a un río, con un abrigo viejo, y lo llamaba. Su rostro era borroso, como a través de la niebla, pero sus ojos eran los de siempre: grises, profundos, familiares.

Aunque su trabajo era estable, como se dice, con una sola nómina no se llega lejos, sobre todo si planeas montar algo propio. Por eso, por las tardes, hacía trabajos extras: arreglaba ordenadores, instalaba sistemas inteligentes. Podía visitar dos o tres casas en una noche: una impresora que no funcionaba, un internet que fallaba, una actualización pendiente. La gente, especialmente los mayores, lo apreciaba. Era educado, tranquilo, nunca presionaba.

Ese día, un contacto le avisó: una familia adinerada en una urbanización privada necesitaba un técnico para configurar su red doméstica.

—Ven después de las seis. La dueña estará en casa —le dijeron.

Llegó puntual. El vigilante le dejó pasar y se detuvo frente a una casa alta, con columnas blancas y ventanales amplios. La puerta la abrió una chica de unos veinticinco años. Delgada, elegante, con un vestido fino.

—¿Eres el técnico? Pasa, por favor. Todo está en el despacho de mi padre. Ahora está de viaje, pero quiere que lo dejes listo hoy —dijo con una sonrisa amable.

Él la siguió por un pasillo largo. El aire olía a algo caro, refinado. La casa era luminosa, casi estéril. En el salón, un piano de cola; en las paredes, cuadros, estanterías, fotos enmarcadas. El despacho era ordenado y sobrio: madera oscura, una lámpara de mesa verde, un monitor grande y un sillón de cuero.

Iván asintió, sacó sus herramientas y se sentó frente al ordenador. Todo transcurría con normalidad hasta que su mirada se posó en una de las fotos de la pared. Una pareja joven. La mujer, con un vestido blanco y flores en el pelo. A su lado, un hombre de traje gris, sonriendo. Aunque el tiempo había cambiado sus rasgos, una voz dentro de él gritó con certeza: Es él. Mi padre.

Se levantó, se acercó y miró fijamente. Los ojos grises, el mismo perfil, el hoyuelo en la mejilla al sonreír. Era él.

—Perdone… ¿quiénes son en esta foto? —preguntó, vacilante.

La chica lo miró extrañada.

—Es mi padre. ¿Lo conoces?

Iván no supo qué decir. Contemplaba la imagen como si fuera un fantasma. El corazón le latía tan fuerte que temió que ella lo oyera. Al final, logró articular:

—Creo… que quizá sí. —Respiró hondo—. ¿Podrías contarme cómo se conocieron tus padres? Perdona si es raro, pero para mí es importante.

Ella dudó, pero respondió:

—Mi padre tiene una historia curiosa. Era ingeniero. Conoció a mi madre de vacaciones, se enamoró…

Lo observó con atención.

—¿Estás bien? Te has puesto pálido. ¿Quieres agua?

Iván asintió. Ella salió hacia la cocina, y él… No supo por qué lo hizo. Quizá fue inmoral, quizá ilegal. Pero abrió el explorador de archivos y buscó.

Una carpeta llamada “Personal”, protegida con contraseña. Introdujo su fecha de nacimientoIván cerró la carpeta en silencio, apagó el ordenador y salió de la casa con el corazón en paz, sabiendo que, al fin, había encontrado lo que necesitaba: la verdad.

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MagistrUm
¿De dónde proviene esta foto? – Ivan palideció al ver la imagen de su padre desaparecido…