¿De dónde proviene esta foto? – Ivan palideció al ver la imagen de su padre desaparecido…

—¿De dónde sacaste esta foto? —preguntó Pablo, palideciendo al ver la imagen de su padre desaparecido.

Cuando Pablo regresó a casa después del trabajo, su madre regaba las plantas en el balcón. Inclinada sobre las macetas colgantes, arreglaba las hojas con cuidado. Su rostro irradiaba una calma especial.

—Mamá, eres como una abejita —dijo Pablo mientras se quitaba la chaqueta y la abrazó por los hombros—. ¿Otra vez todo el día de aquí para allá?

—Bah, esto no es trabajo —respondió ella, sonriendo—. Es terapia. Mira cómo florece todo. El aroma es tan intenso, parece que estamos en el jardín botánico.

Se rio, suave y cálida, como siempre. Pablo aspiró el dulce perfume de las flores y, sin querer, recordó su infancia en el pequeño piso compartido donde su único “jardín” era una maceta de aloe vera que nunca dejaba de perder hojas.

Mucho había cambiado desde entonces.

Ahora su madre pasaba horas en la casita de campo que él le había comprado para su aniversario. No era grande, pero tenía un terreno enorme donde podía plantar lo que quisiera. En primavera cultivaba semilleros, en verano se perdía entre los tomates, en otoño llenaba tarros de conservas y en invierno esperaba, paciente, a que volviera la estación cálida.

Pero Pablo sabía que, por mucho que sonriera, en sus ojos siempre anidaba una tristeza callada. Una que no desaparecería hasta que se cumpliera su mayor deseo: volver a ver al hombre que había esperado toda su vida.

Su padre. Aquella mañana, salió a trabajar y nunca regresó. Pablo tenía cinco años. Su madre le contaba cómo, antes de irse, le había dado un beso en la sien, hecho un guiño a su hijo y dicho: “Sé bueno”. Y se fue, sin saber que sería para siempre.

Después vinieron las denuncias, las pesquisas. Familiares, vecinos, conocidos… Todos murmuraban: “A lo mejor se fue con otra”, “Igual lo obligaron”, “Tal vez tuvo un accidente”. Pero su madre solo decía una cosa:

—Él no nos habría abandonado. Si no ha vuelto, es porque no puede.

Esa convicción acompañó a Pablo incluso treinta años después. Estaba seguro: su padre no los habría dejado. Simplemente, no podía ser.

Tras el instituto, Pablo estudió ingeniería, aunque en secreto soñaba con ser periodista. Pero sabía que debía ser fuerte. Su madre trabajaba como auxiliar en un hospital, hacía turnos de noche y nunca se quejaba. Incluso cuando le dolían los pies y el cansancio le nublaba la vista, decía:

—Todo irá bien, cariño. Tú sigue estudiando.

Y él estudiaba. Por las noches, buscaba en bases de datos, rastreaba foros, indagaba en viejos registros. La esperanza no moría; al contrario, se convertía en parte de él. Se hizo fuerte, asumiendo que, en ausencia de su padre, debía ser el apoyo de su madre.

Cuando consiguió su primer buen empleo, lo primero que hizo fue saldar sus deudas. Luego abrió una cuenta de ahorros. Y después compró aquella casita.

—Se acabó, mamá. Ahora descansas.

Ella lloró sin disimulo. Él solo la abrazó y dijo:

—Te lo mereces mil veces. Gracias por todo.

Ahora Pablo soñaba con formar su propia familia. Una casa donde oliera a cocido y pan recién hecho, donde los domingos se reunieran los suyos y se escucharan risas. Pero mientras tanto, trabajaba duro. Ahorraba, planeaba abrir su propio negocio. Las manos se le daban bien para todo.

Pero en su corazón latía un único deseo: encontrar a su padre. Soñaba que un día ese hombre cruzaría la puerta y diría:

—Perdonad, no pude volver antes.

Y ellos entenderían. Perdonarían. Se abrazarían los tres. Y al fin, todo sería como debió ser.

A veces, Pablo recordaba la voz de su padre. Cómo lo alzaba y decía: “¿Listo, campeón? ¿Volamos?”, y lo lanzaba al aire para atraparlo después con fuerza.

Esa noche, soñó con él. Estaba en la orilla de un río, con un abrigo viejo, llamándolo. Su rostro era borroso, pero los ojos… grises, profundos, familiares.

El trabajo de Pablo era estable, pero, como se dice, con un sueldo no se hace fortuna, y él tenía planes. Así que, por las tardes, se buscaba algún extra: instalaba routers, reparaba ordenadores. En una noche podía atender dos o tres clientes, casi siempre jubilados a los que les encantaba su paciencia.

Ese día, una conocida le avisó: una familia adinerada necesitaba ayuda en su chalet. Una urbanización privada, vigilancia las 24 horas, acceso con tarjeta.

—Pase después de las seis. La señora estará en casa —le dijeron.

Pablo llegó puntual. Lo dejaron pasar, y se detuvo frente a una casa enorme con columnas blancas y cristaleras. La puerta la abrió una chica de unos veinticinco. Delgada, elegante, con un vestido sencillo pero caro.

—¿Es usted el técnico? Pase, por favor. Todo está en el despacho de mi padre. Ahora está de viaje, pero quiere que lo deje todo listo hoy.

Pablo la siguió por un pasillo largo. El aire olía a perfume fino. La casa era luminosa, casi impecable: un piano de cola, cuadros, estanterías, fotos enmarcadas. El despacho, sobrio y profesional: madera oscura, lámpara de escritorio verde, un monitor enorme y un sillón de cuero.

Asentió, sacó sus herramientas y se sentó. Todo habría sido rutinario si no fuera porque, al alzar la vista, vio una foto en la pared. Una pareja joven. Ella, de blanco, con flores en el pelo. Él, de traje gris, sonriendo. Aunque el tiempo había cambiado sus rasgos, una voz dentro de Pablo gritó: *Es él. Mi padre*.

Se levantó, se acercó. Los ojos grises, el mismo perfil, el hoyuelo al sonreír. No había duda.

—Perdone… ¿quiénes son? —preguntó, titubeante.

La chica lo miró sorprendida.

—Mis padres. ¿Los conoce?

Pablo no supo qué decir. La foto le heló la sangre. El corazón le latía tan fuerte que temió que ella lo oyera. Al final, balbuceó:

—Creo… que sí. —Respiró hondo—. ¿Podría contarme cómo se conocieron? Sé que es raro, pero… es importante para mí.

Ella dudó, pero respondió:

—Mi padre tiene una vida curiosa. Antes era ingeniero. Conoció a mi madre de vacaciones, se enamoraron…

Lo observó con preocupación.

—¿Está bien? Se ha puesto pálido. ¿Quiere agua?

Pablo asintió. Mientras ella salía, hizo algo que jamás habría imaginado. Abrió el explorador de archivos y buscó.

Una carpeta: *Personal*. Con contraseña. Introdujo su fecha de nacimiento y, sorprendentemente, funcionó. Dentro, fotos antiguas, documentos… y un archivo de texto sin nombre. Lo abrió.

Las palabras eran secas, como una confesión nunca enviada.

*”Sabía que estaba mal. Desde el primer día. Ella era hermosa, inteligente, rica… y estaba enamorada. Yo no era nadie. Recién llegado, sin nada. Pensé que era mi oportunidad. Mentí. Dije que no tenía familia. Creí que sería un affaire pasajero. Pero todo se complicó. Sus padres me aceptaron. Empezamos a organizar la boda. Y yo… no supe cómo escapar. Su padre me ofreció dinero, influencia. Me atrapó. Me hicieron papeles nuevos, un DNI sinY mientras cerraba el portátil, Pablo entendió que algunas respuestas solo sirven para dejar ir, no para quedarse.

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MagistrUm
¿De dónde proviene esta foto? – Ivan palideció al ver la imagen de su padre desaparecido…