Hoy me dieron el alta en el hospital, pero con una advertencia para mis hijos: no puedo vivir sola. La vida me ha dado una lección cruel.
En un pueblo tranquilo de Andalucía, donde las casas blancas guardan recuerdos de risas y reuniones familiares, mi vida, entregada por completo a mis hijos, se convirtió en traición. Yo, Carmen, lo di todo por mi hijo y mi hija, pero al caer enferma descubrí la amarga verdad: aquellos por quienes viví me dieron la espalda. Este dolor me rompió el corazón, pero me enseñó quién de verdad me valora.
Mirando atrás, me pregunto: ¿fui una buena madre? ¿Mis errores hicieron que mis hijos fueran tan fríos? Los crié sola después de que mi marido, Antonio, falleciera. Mi hijo, Javier, solo tenía tres meses, y mi hija, Lucía, cinco años. Trabajé sin descanso, acepté cualquier trabajo para darles de comer. Nunca me rendí, sabiendo que nadie más cuidaría de ellos.
Les di todo lo que pude. Lucía y Javier estudiaron, terminaron la universidad y encontraron buenos empleos. Mientras mi salud lo permitió, cuidé de mis nietos—Daniel, el hijo de Lucía, y Álvaro, el de Javier. Les compraba regalos, les daba dinero, los recogía del colegio y los llevaba a mi casa en verano para que sus padres descansaran. Lo hacía con alegría, creyendo que mi amor regresaría a mí algún día.
Pero todo cambió. Un día, enfermé y acabé en el hospital. Lucía solo vino una vez; Javier solo llamaba. A las dos semanas, me dieron el alta, advirtiéndome que evitara el estrés. Pero al día siguiente, mis hijos trajeron a los niños. Daniel y Álvaro, llenos de energía, no paraban quietos. Yo, todavía débil, intenté atenderlos, pero en dos meses empeoré. Mis piernas se entumecieron, apenas podía levantarme.
Llamé a Javier, suplicando que me llevara al médico. Como siempre, estaba ocupado. Lucía tampoco vino. Desesperada, llamé a un taxi. Los médicos se alarmaron: mi cuerpo no aguantaba más. Me ordenaron reposo, pero al día siguiente no pude levantarme—las piernas no respondían. En pánico, llamé a Lucía, pero me contestó fría: «Llama a una ambulancia». Volví al hospital.
Los médicos les dijeron a mis hijos que no podía vivir sola, que necesitaba cuidados. Lucía y Javier discutieron sobre quién debía llevarme a su casa. Fue humillante, como si fuera una carga de la que quisieran librarse. Lucía se quejó de que su piso de dos habitaciones era pequeño. Javier gritó que su esposa estaba embarazada y no quería a su suegra en casa. Sus palabras me cortaron el alma.
No lo soporté. «¡Largo los dos!», grité entre lágrimas. Se fueron, dejándome sola en aquella habitación. Lloré sin entender cómo mis hijos, por los que lo di todo, podían ser tan crueles. ¿Los crié así de egoístas? Esa noche no dormí, consumida por el dolor.
Por la mañana, vino mi vecina, Sofía, una mujer joven que cría a su hija sola. Siempre se preocupó por mí, me traía comida casera y preguntaba por mi salud. No pude evitarlo y me desahogué con ella. Sofía, sin dudar, me ofreció ayuda. «Si sus hijos la abandonaron, yo la cuidaré», dijo. Preparó la comida, me sirvió un café, y sentí un calor que no conocía en mi propia familia.
Ahora Sofía me cuida. Le doy la mitad de mi pensión—ella compra la comida y cocina. El resto es para gastos. Depender de alguien que no es mi sangre me duele, pero mis hijos apenas llaman, menos aún desde que Sofía se hizo cargo. Su indiferencia es como una puñalada.
Nunca pensé que en mi vejez nadie me querría. Di todo a mis hijos, y crecieron ingratos. Ahora quiero dejarle mi casa a Sofía—es más familia que ellos. Pero en el fondo, aún espero que Lucía y Javier recapaciten, que vengan, que me abracen y pidan perdón. Esa esperanza, débil como una brasa, se apaga poco a poco bajo el peso de su traición. La vida me enseñó una lección dura: el amor que das no siempre vuelve, y la bondad puede llegar de donde menos lo esperas.