Dame, por favor, un motivo – Que tengas un buen día – dijo Denis, inclinándose para rozar la mejilla de Ana con sus labios. Anastasia asintió de manera automática. La mejilla quedó seca y fría—sin calor ni molestia. Sólo piel, sólo un roce. La puerta se cerró y el piso se llenó de silencio. Se quedó en el recibidor unos diez segundos, intentando escuchar qué sentía. ¿Cuándo pasó? ¿En qué momento se rompió algo por dentro y se apagó la luz? Anastasia recordaba cómo, dos años antes, lloraba en el baño porque Denis olvidó su aniversario. Cómo, hace un año, temblaba de rabia cuando él volvió a dejar a Vasilisa sin recoger en la guardería. Cómo, medio año atrás, todavía intentaba hablar, explicar, pedir. Ahora—vacío. Limpio y liso, como un campo calcinado. Anastasia fue a la cocina, se sirvió un café y se sentó a la mesa. Veintinueve años. Siete de ellos casada. Y ahora, sentada en un piso vacío con la taza enfriándose, pensaba en cómo dejó de amar a su marido sin ruido, sin drama, tan a diario que ni se dio cuenta de cuándo sucedió. Denis seguía su rutina habitual. Prometía recoger a su hija—y no lo hacía. Decía que arreglaría el grifo del baño—el grifo llevaba tres meses roto. Juraba que ese fin de semana irían por fin al Zoo—pero el sábado siempre surgían planes urgentes con sus amigos y el domingo se quedaba tirado en el sofá. Vasilisa había dejado de preguntar cuándo jugaría papá con ella. Con cinco años ya sabía: mamá es seguridad, papá es ese hombre que aparece a veces por la noche y ve la tele. Anastasia ya no montaba escenas. No lloraba en la almohada. No hacía planes para arreglar la situación. Simplemente, había borrado a Denis de la ecuación de su vida. ¿Había que llevar el coche al taller? Se las apañaba sola. ¿Se rompía la cerradura del balcón? Llamaba al cerrajero. ¿Vasilisa necesitaba un disfraz de hada para el festival? Ana lo cosía de noche, mientras su marido roncaba al lado. La familia se había convertido en una extraña construcción de dos adultos que vivían vidas paralelas bajo el mismo techo. Una noche, Denis intentó abrazarla en la cama. Ana se apartó con delicadeza, excusándose con dolor de cabeza. Luego con cansancio. Luego con achaques que no existían. Iba construyendo metódicamente una muralla entre sus cuerpos, y cada negativa la hacía crecer más. “Que se busque a otra”, pensaba fría. “Que me dé un motivo. Un motivo claro y entendible, que mi madre y mi suegra acepten. Que no haya que explicar.” Porque ¿cómo explicar a una madre que dejas a tu marido simplemente porque es… nada? No pega, no bebe, lleva dinero a casa. ¿Que no ayuda en casa? Eso les pasa a todas. ¿Que no juega con la niña? Los hombres no saben tratar con niños. Anastasia abrió una cuenta aparte y empezó a ahorrar parte del sueldo. Se apuntó al gimnasio, no por Denis, sino por ella. Por esa nueva vida que, intuía, venía en el horizonte tras un inevitable divorcio. Por las noches, cuando Vasilisa dormía, Ana se ponía los auriculares y escuchaba pódcast en inglés. Frases de conversación, correspondencia profesional. Su empresa tenía clientes extranjeros y un mejor nivel de idioma podía abrirle otras puertas. Los cursos de formación ocupaban dos tardes a la semana. Denis refunfuñaba porque tenía que quedarse con Vasilisa, aunque en su caso “quedarse” significaba ponerle los dibujos y volverse al móvil. Los fines de semana eran para madre e hija: parques, columpios, cafés con batidos, cine de animación. Vasilisa asumía que ese era su rato—mamá y ella. Papá era un mueble periférico. “No lo notará”, se convencía Ana. “Cuando nos separemos, para ella no cambiará casi nada”. La idea era cómoda, y se agarraba a ella como a un salvavidas. Y entonces, algo cambió. Anastasia no supo de entrada qué. Simplemente, una tarde Denis ofreció acostar a Vasilisa. Otro día se ofreció a recogerla de la guarde. Más tarde, hizo la cena—sencilla, macarrones con queso, pero la hizo sin que Ana le dijera nada. Anastasia lo miraba con suspicacia. ¿Remordimientos? ¿Locura pasajera? ¿Intenta encubrir algo de lo que aún no sé? Pero pasaron los días y Denis no volvió a su indiferencia de antes. Se levantaba temprano para llevar a Vasilisa a la guardería. Arregló por fin aquel grifo. Apuntó a su hija a natación y la llevaba él los sábados. —Papá, papá, ¡mira, ya sé bucear! —Vasilisa cruzaba la casa haciendo de sirena. Denis la cogía y la lanzaba por el aire, entre carcajadas brillantes y verdaderas. Ana observaba desde la cocina y no reconocía a su propio marido. —Puedo quedarme con ella el domingo —dijo Denis una tarde—. ¿Tienes quedada con tus amigas? Anastasia asintió despacio. No había ninguna quedada; planeaba sentarse sola en un café con un libro. ¿Cómo sabe de mis amigas? ¿Me escucha cuando hablo por teléfono? Las semanas se encadenaban en meses. Denis no cedía, no se derrumbaba ni volvía a la apatía anterior. —He reservado mesa en aquel italiano —dijo un día—. Para el viernes. Mamá se queda encantada con Vasilisa. Ana levantó la vista del portátil. —¿Y a qué viene eso? —Porque sí. Quiero cenar contigo. Aceptó. Por curiosidad, se dijo. Por ver qué pretendía. El restaurante era acogedor, luz tenue, música en vivo. Denis pidió su vino favorito—y Ana se dio cuenta, sorprendida, de que él recordaba cuál era. —Has cambiado —le soltó, sin rodeos. Denis giró la copa entre los dedos. —He sido un ciego. Un idiota de manual. —No es ninguna novedad. —Lo sé —sonrió torcido, sin alegría—. Creía que trabajaba por la familia. Que hacía falta el dinero, el piso más grande, el coche mejor. En realidad, huía. De la responsabilidad, de la rutina, de todo esto. Ana guardó silencio, dejándole hablar. —Me di cuenta de que tú también habías cambiado. De que te daba igual. Y eso… eso da más miedo que cualquier bronca, ¿sabes? Que grites, que llores, que pidas—eso es normal. Pero de repente, como si yo no existiera. Dejó la copa sobre la mesa. —Estuve a punto de perderos. A ti y a Vasi. Y ahí entendí que algo hacía mal. Ana lo miró mucho rato. Al hombre que tenía delante, diciendo por fin lo que ella llevaba años esperándole decir. ¿Demasiado tarde? ¿O aún no? —Iba a pedir el divorcio —susurró—. Esperaba que me dieses un motivo. Denis palideció. —Dios, Ana… —Había ahorrado. Iba mirando pisos. —No sabía que era tan grave… —Debiste saberlo —le cortó—. Es tu familia. Deberías haberte dado cuenta. El silencio se adueñó de la mesa. El camarero, precavido, ni se acercó. —Estoy dispuesto a trabajar en esto —acabó diciendo Denis—. En nosotros. Si me das una oportunidad. —Solo una. —Una ya es más de lo que merezco. Se quedaron hasta el cierre del restaurante. Hablaron de todo—Vasilisa, dinero, reparto de tareas, lo que esperaban el uno del otro. Por primera vez en años, una conversación de verdad, no reproches ni frases de compromiso. La reconstrucción fue lenta. Ana no volvió a sus brazos a la mañana siguiente. Observaba, valoraba, desconfiaba. Pero Denis se mantenía. Tomó la cocina los fines de semana. Aprendió a manejarse en los chats del cole. Se atrevió con las trenzas de Vasilisa—torcidas, irregulares, pero hechas por él. —Mira mamá, ¡papá me ha hecho un dragón! —Vasilisa entró en la cocina con un monstruo de cartón y papel. Ana miró ese “dragón”—torpe, desigual, con un ala más grande que la otra—y sonrió… …Medio año pasó sin apenas notarlo. Ya era diciembre cuando toda la familia fue a la casa de los padres de Ana. La casa vieja, olor a madera y tartas recién hechas, el jardín cubierto de nieve, el porche que crujía. Ana se sentó junto a la ventana con una taza de té y miraba cómo Denis y Vasilisa hacían un muñeco. La niña mandaba—¡la nariz aquí, los ojos más arriba, la bufanda mal puesta!—y Denis obedecía, tomándola luego en brazos y lanzándola entre risas. El grito de Vasilisa se oía por todo el barrio. —¡Mamá! ¡Mamá, ven! —la llamaba su hija. Anastasia cogió el abrigo y salió al porche. La nieve brillaba al sol bajo, el frío le mordía las mejillas, y de repente le cayó un bolazo de nieve. —¡Fue papá! —acusó Vasilisa sin dudar. —¡Traidora! —bufó Denis. Anastasia agarró un puñado de nieve y se lo lanzó al marido. Falló. Rieron los tres—y acabaron revolcados entre los montones de nieve, olvidándose del frío y de todo lo demás. Por la noche, cuando Vasilisa se dormía en el sofá sin terminar el dibujo animado, Denis la llevó en brazos a la cama. Ana lo veía arroparla, acomodar la almohada, apartar el pelo. Sentada al lado de la chimenea, las manos calientes en la taza, veía la nieve caer fuera—blanca y suave, arropando el mundo en su manta. Denis se sentó junto a ella. —¿En qué piensas? —En que menos mal que no me dio tiempo. No preguntó a qué se refería. Lo supo. Las relaciones hay que construirlas cada día. No con gestas heroicas, sino con pequeñas cosas: escuchar, ayudar, notar, estar. Ana sabía que volverían los días malos, los enfados, los desacuerdos por tonterías. Pero en ese instante, su marido y su hija estaban allí, vivos, de verdad, queridos. Vasilisa se despertó, corrió hacia ellos y se coló entre sus padres en el sofá. Denis las abrazó a las dos, y Ana pensó que, a veces, hay cosas que sí merecen la pena luchar por ellas…

Que tengas buen día dijo Daniel, inclinándose para rozarle la mejilla con los labios.

Alejandra asintió sin pensar. La mejilla quedó fría y secani calor, ni molestia. Solo piel, solo un leve contacto. Se cerró la puerta y la casa se llenó de ese silencio espeso de los pisos madrileños a mediodía.

Se quedó parada en el recibidor unos diez segundos, intentando encontrarse. ¿Cuándo, exactamente, había pasado aquello? ¿En qué momento hizo clic el interruptor y se apagó la luz? Recordaba cómo, hace dos años, lloró desconsolada en la ducha porque Daniel había olvidado su aniversario. Cómo, el año pasado, le temblaban las manos de rabia cuando otra vez él no fue a por Jimena a la guardería. Cómo hacía apenas seis meses aún intentaba hablar, explicar, suplicar.

Ahora… nada. Un vacío limpio y llano, como después de una quema controlada.

Alejandra se encaminó a la cocina, se sirvió un café y se sentó a la mesa. Veintinueve años. Siete de casada. Y ahí estaba: sola en un piso frío, con una taza que se enfriaba por momentos, preguntándose cómo había dejado de querer a su marido tan silenciosamente, tan a media tarde, que ni supo cuándo fue.

Daniel seguía con sus viejas costumbres. Prometía recoger a Jimena y no lo hacía. Juraba que arreglaría el grifo del bañotercer mes de goteras. Decía que ese finde, sí o sí, irían al Zoo de Madridy el sábado quedaba con sus amigos y el domingo se quedaba pegado al sofá.

Jimena ya ni preguntaba cuándo jugaría papá con ella. Con cinco años, lo tenía clarísimo: mamá, fiable; papá, ese señor que aparece por las noches y le da al mando de la tele.

Alejandra ya ni montaba dramas. Ni lloros en la almohada, ni conspiraciones para arreglar nada. Sencillamente había tachado a Daniel de la ecuación diaria.

¿Tocaba llevar el coche a la ITV? Ella lo gestionaba. ¿Cerradura rota en la puerta del balcón? Llamaba a un cerrajero. ¿Jimena necesitaba disfraz de estrellita para el festival? Alejandra cosía por la noche en la cocina, mientras en la otra habitación su marido roncaba a pierna suelta.

La familia, al final, era como ese tipo de puzle donde las piezas apenas encajan, pero ahí están, juntas en la misma caja.

Una noche, Daniel intentó acercarse en la cama. Alejandra se movió disimuladamente, murmurando dolor de cabeza. Luego, que el trabajo la tenía agotada. Luego, enfermedades inventadas. Y, a cada excusa, el muro entre ellos crecía.

«Que se busque a otra», pensaba ella, más fría que un botijo en diciembre. «Que me dé un motivo, uno decente, con pedigree, de esos que aceptan las madres y las suegras. Uno que no haya que explicar.»

Porque, ¿cómo le explicas a tu madre que te separas porque tu marido… no es nada? No grita, no bebe, trae el sueldo cada mes. Que no ayuda en casacomo la mayoría. Que no juega con la niñalos hombres, ya se sabe, no se les dan bien los peques.

Así que Alejandra abrió una cuenta propia en el banco y empezó a apartar euros de su nómina. Se apuntó al gimnasiono por él, sino por ella. Por esa vida nueva que intuía en el horizonte, más allá del inevitable divorcio.

Por las noches, cuando Jimena caía rendida, Alejandra se ponía los auriculares y escuchaba pódcast en inglés. Expresiones, correos, frases del día a día. Su empresa trabajaba con extranjeros y, quién sabía, a lo mejor un inglés fluido abría alguna puerta que escapaba a su imaginación.

Dos tardes a la semana las pasaba en cursos para mejorar en el trabajo. Daniel protestaba porque tenía que quedarse con Jimena, aunque «quedarse» significaba ponerle dibujos y meterse en el móvil.

Los fines de semana eran otra cosa para Alejandra, una excursión en la Casa de Campo, un colacao en un café de Lavapiés, películas de animación en versión original. Jimena ya asumía que ese era su tiempo: de mami y de ella. Papá existía en la periferia, como una lámpara vieja en la esquina.

«Ni lo va a notar», se repetía Alejandra. «Cuando nos separemos, para ella todo seguirá igual.»

Pensar eso era cómodo. Alejandra se aferraba a esa idea como a un chaleco salvavidas.

Hasta que algo empezó a cambiar.

No supo decir cuándo. Un día, simplemente, Daniel se ofreció a acostar a Jimena. Al poco, dijo que él la recogería de la guarde. Luego, una noche, apareció con la cena hechavale, macarrones con queso, pero los había hecho sin que nadie lo pidiera.

Alejandra miraba todo eso de reojo. ¿Remordimientos? ¿Locura temporal? ¿Intento de cubrir alguna metedura de pata que pronto descubriría?

Pero los días pasaban y Daniel no volvía a su vieja manera de (no) hacer. Se levantaba temprano para llevar a Jimena a clase. Arregló el dichoso grifo. Apuntó a la niña a natación y él mismo la llevaba los sábados.

¡Mira, papá, me sale bucear! Jimena recorría la casa a saltos, haciendo que nadaba.

Daniel la perseguía, la subía en brazos, y su risa retumbaba por el piso, limpia y densa.

Alejandra, mientras, los miraba desde la cocina y no reconocía al hombre con el que se casó.

El domingo puedo quedarme con Jimena murmuró Daniel una tarde. ¿No tienes quedada con las chicas?

Alejandra asintió despacio; ni de coña tenía plan, solo pensaba ir sola a una cafetería a leer. Pero, ¿desde cuándo él se enteraba de quién eran sus amigas? ¿Se estaría enterando de lo que habla por teléfono?

Las semanas fueron construyendo meses. Un mes. Dos. Daniel no retrocedió, no tiró la toalla, no se desinfló como un balón usado.

He reservado mesa en el italiano aquel le anunció una mañana. Para el viernes. Mi madre se queda con Jimena.

Alejandra alzó una ceja, apartando la vista del portátil.

¿Y ese milagro?
Sin más. Me apetece cenar contigo.

Aceptó. Por curiosidad, se dijo a sí misma. Solo para ver cuál era la trampa.

El restaurante estaba iluminado en tonos cálidos, con música en directo. Daniel pidió el vino que a ella le gustabay Alejandra se dio cuenta, perpleja, de que él sí recordaba cuál era.

Has cambiado soltó ella, directa, sin rodeos.

Daniel giró la copa entre los dedos.

Estaba ciego. Un perfecto, clásico, cabezón ibérico.
Eso no es nuevo.
Lo sé dijo sonriendo torcido, sin alegría. Creía que trabajando más daba estabilidad, una casa mejor, un coche más grande. Pero solo estaba huyendo. De la rutina, las responsabilidades, todo eso.

Alejandra calló. Dejó que hablara.

Noté que tú también cambiabas, que de repente ya todo te daba igual. Y eso eso daba más miedo que cualquier bronca. Antes gritabas, llorabas, exigías. Pero luego, como si me hubieras borrado del mapa.

Dejó la copa sobre la mesa.

Estuve a punto de perderos. A ti y a Jimena. Y no me di cuenta hasta que casi era demasiado tarde.

Alejandra lo miró durante un rato largo. A ese hombre que, por fin, decía lo que esperaba escuchar hacía años. ¿Muy tarde? ¿O todavía no?

Yo pensaba divorciarme admitió en voz baja. Esperando a que me dieras un motivo.

Daniel palideció.

Madre mía, Ale
Iba guardando dinero. Mirando pisos.
No sabía que estaba tan mal
Pues tendrías que haberlo sabido le cortó ella. Era tu familia. Deberías haberlo visto.

El silencio se apretó tanto que ni el camarero se atrevió a pasar cerca.

Estoy dispuesto a arreglarlo dijo Daniel al fin. Nosotros. Si me dejas una oportunidad.
Una.
Con una me basta. Es más de lo que me merezco.

Se quedaron allí hasta el cierre. Hablaron de todo: Jimena, dinero, reparto de tareas, expectativas. Por primera vez en años era una conversación de verdad, no un cruce de reproches y tópicos.

Recuperar algo no es cuestión de fuegos artificiales. Alejandra no se abalanzó a los brazos de Daniel al día siguiente. Observaba, comprobaba, esperaba que volviera el desastre. Pero él persistía.

Se encargó de las comidas en casa los fines de semana. Se empapó de los chats de padres de la guardería. Aprendió, a su manera un tanto desastrosa, a hacerle trenzas a Jimenatorcidas, pero propias.

¡Mamá, mira, papá me ha hecho un dragón! Jimena irrumpía en la cocina con una criatura de cajas y papel de colores.

Alejandra contempló ese dragónmás cojo que fiero, un ala más grande que la otray sonrió…

…Medio año se evaporó casi sin avisar.

Era diciembre. Toda la familia fue a pasar el puente a la casa de los padres de Alejandra, un caserón antiguo que olía a leña y empanada, con jardín cubierto de escarcha y un porche que crujía bajo las botas.

Alejandra se acomodó junto a la ventana, taza de té en mano, y miraba cómo Daniel y Jimena construían un muñeco de nieve. La niña daba órdenes: la nariz aquí, los ojos más arriba, la bufanda torcida. Y Daniel, obediente, acatando y, de paso, lanzando a su hija al aire hasta arrancarle carcajadas impagables.

¡Mamá! ¡Mamá, vente! Jimena agitaba los brazos como un molino.

Alejandra se puso la chaqueta y salió. La nieve brillaba bajo el sol bajo, el aire helaba las mejillas y, de repente, recibió una bola de nieve desde un flanco.

¡Ha sido papá! delató enseguida Jimena.
¡Menuda traidora! refunfuñó Daniel.

Alejandra recogió nieve y se la lanzó a su marido. Falló. Él se echó a reír, ella también. Pronto, los tres rodaban por el suelo, en la nieve, olvidados de todo menos el aquí y ahora.

Al anochecer, Jimena se quedó dormida en el sofá antes de que terminara la peli. Daniel la llevó en brazos a la cama, le arropó, recolocó la almohada y apartó un mechón rebelde de la frente.

Alejandra, junto al fuego, abrazó una taza caliente. Detrás del cristal, la nieve seguía cayendo, cubriéndolo todo con ese manto blanco que todo lo iguala y alivia.

Daniel se sentó a su lado.

¿En qué piensas?
En lo bien que hice en no dar ese paso.

Él no preguntó cuál. Lo supo.

Las relaciones se trabajan día a día. No tienen nada de épicosolo pequeños gestos: escuchar, ayudar, estar, notar, apoyar. Alejandra sabía que no todo sería fácil; habría días regulares, discusiones de andar por casa.

Pero en ese momento, su marido y su hija estaban a su lado. De verdad, de carne, risa y hueso.

Jimena se despertó y fue directa a meterse entre sus padres en el sofá. Daniel las abrazó a las dos y Alejandra pensó que, mira tú por dónde, hay cosas que sí merecen la pena pelear.

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MagistrUm
Dame, por favor, un motivo – Que tengas un buen día – dijo Denis, inclinándose para rozar la mejilla de Ana con sus labios. Anastasia asintió de manera automática. La mejilla quedó seca y fría—sin calor ni molestia. Sólo piel, sólo un roce. La puerta se cerró y el piso se llenó de silencio. Se quedó en el recibidor unos diez segundos, intentando escuchar qué sentía. ¿Cuándo pasó? ¿En qué momento se rompió algo por dentro y se apagó la luz? Anastasia recordaba cómo, dos años antes, lloraba en el baño porque Denis olvidó su aniversario. Cómo, hace un año, temblaba de rabia cuando él volvió a dejar a Vasilisa sin recoger en la guardería. Cómo, medio año atrás, todavía intentaba hablar, explicar, pedir. Ahora—vacío. Limpio y liso, como un campo calcinado. Anastasia fue a la cocina, se sirvió un café y se sentó a la mesa. Veintinueve años. Siete de ellos casada. Y ahora, sentada en un piso vacío con la taza enfriándose, pensaba en cómo dejó de amar a su marido sin ruido, sin drama, tan a diario que ni se dio cuenta de cuándo sucedió. Denis seguía su rutina habitual. Prometía recoger a su hija—y no lo hacía. Decía que arreglaría el grifo del baño—el grifo llevaba tres meses roto. Juraba que ese fin de semana irían por fin al Zoo—pero el sábado siempre surgían planes urgentes con sus amigos y el domingo se quedaba tirado en el sofá. Vasilisa había dejado de preguntar cuándo jugaría papá con ella. Con cinco años ya sabía: mamá es seguridad, papá es ese hombre que aparece a veces por la noche y ve la tele. Anastasia ya no montaba escenas. No lloraba en la almohada. No hacía planes para arreglar la situación. Simplemente, había borrado a Denis de la ecuación de su vida. ¿Había que llevar el coche al taller? Se las apañaba sola. ¿Se rompía la cerradura del balcón? Llamaba al cerrajero. ¿Vasilisa necesitaba un disfraz de hada para el festival? Ana lo cosía de noche, mientras su marido roncaba al lado. La familia se había convertido en una extraña construcción de dos adultos que vivían vidas paralelas bajo el mismo techo. Una noche, Denis intentó abrazarla en la cama. Ana se apartó con delicadeza, excusándose con dolor de cabeza. Luego con cansancio. Luego con achaques que no existían. Iba construyendo metódicamente una muralla entre sus cuerpos, y cada negativa la hacía crecer más. “Que se busque a otra”, pensaba fría. “Que me dé un motivo. Un motivo claro y entendible, que mi madre y mi suegra acepten. Que no haya que explicar.” Porque ¿cómo explicar a una madre que dejas a tu marido simplemente porque es… nada? No pega, no bebe, lleva dinero a casa. ¿Que no ayuda en casa? Eso les pasa a todas. ¿Que no juega con la niña? Los hombres no saben tratar con niños. Anastasia abrió una cuenta aparte y empezó a ahorrar parte del sueldo. Se apuntó al gimnasio, no por Denis, sino por ella. Por esa nueva vida que, intuía, venía en el horizonte tras un inevitable divorcio. Por las noches, cuando Vasilisa dormía, Ana se ponía los auriculares y escuchaba pódcast en inglés. Frases de conversación, correspondencia profesional. Su empresa tenía clientes extranjeros y un mejor nivel de idioma podía abrirle otras puertas. Los cursos de formación ocupaban dos tardes a la semana. Denis refunfuñaba porque tenía que quedarse con Vasilisa, aunque en su caso “quedarse” significaba ponerle los dibujos y volverse al móvil. Los fines de semana eran para madre e hija: parques, columpios, cafés con batidos, cine de animación. Vasilisa asumía que ese era su rato—mamá y ella. Papá era un mueble periférico. “No lo notará”, se convencía Ana. “Cuando nos separemos, para ella no cambiará casi nada”. La idea era cómoda, y se agarraba a ella como a un salvavidas. Y entonces, algo cambió. Anastasia no supo de entrada qué. Simplemente, una tarde Denis ofreció acostar a Vasilisa. Otro día se ofreció a recogerla de la guarde. Más tarde, hizo la cena—sencilla, macarrones con queso, pero la hizo sin que Ana le dijera nada. Anastasia lo miraba con suspicacia. ¿Remordimientos? ¿Locura pasajera? ¿Intenta encubrir algo de lo que aún no sé? Pero pasaron los días y Denis no volvió a su indiferencia de antes. Se levantaba temprano para llevar a Vasilisa a la guardería. Arregló por fin aquel grifo. Apuntó a su hija a natación y la llevaba él los sábados. —Papá, papá, ¡mira, ya sé bucear! —Vasilisa cruzaba la casa haciendo de sirena. Denis la cogía y la lanzaba por el aire, entre carcajadas brillantes y verdaderas. Ana observaba desde la cocina y no reconocía a su propio marido. —Puedo quedarme con ella el domingo —dijo Denis una tarde—. ¿Tienes quedada con tus amigas? Anastasia asintió despacio. No había ninguna quedada; planeaba sentarse sola en un café con un libro. ¿Cómo sabe de mis amigas? ¿Me escucha cuando hablo por teléfono? Las semanas se encadenaban en meses. Denis no cedía, no se derrumbaba ni volvía a la apatía anterior. —He reservado mesa en aquel italiano —dijo un día—. Para el viernes. Mamá se queda encantada con Vasilisa. Ana levantó la vista del portátil. —¿Y a qué viene eso? —Porque sí. Quiero cenar contigo. Aceptó. Por curiosidad, se dijo. Por ver qué pretendía. El restaurante era acogedor, luz tenue, música en vivo. Denis pidió su vino favorito—y Ana se dio cuenta, sorprendida, de que él recordaba cuál era. —Has cambiado —le soltó, sin rodeos. Denis giró la copa entre los dedos. —He sido un ciego. Un idiota de manual. —No es ninguna novedad. —Lo sé —sonrió torcido, sin alegría—. Creía que trabajaba por la familia. Que hacía falta el dinero, el piso más grande, el coche mejor. En realidad, huía. De la responsabilidad, de la rutina, de todo esto. Ana guardó silencio, dejándole hablar. —Me di cuenta de que tú también habías cambiado. De que te daba igual. Y eso… eso da más miedo que cualquier bronca, ¿sabes? Que grites, que llores, que pidas—eso es normal. Pero de repente, como si yo no existiera. Dejó la copa sobre la mesa. —Estuve a punto de perderos. A ti y a Vasi. Y ahí entendí que algo hacía mal. Ana lo miró mucho rato. Al hombre que tenía delante, diciendo por fin lo que ella llevaba años esperándole decir. ¿Demasiado tarde? ¿O aún no? —Iba a pedir el divorcio —susurró—. Esperaba que me dieses un motivo. Denis palideció. —Dios, Ana… —Había ahorrado. Iba mirando pisos. —No sabía que era tan grave… —Debiste saberlo —le cortó—. Es tu familia. Deberías haberte dado cuenta. El silencio se adueñó de la mesa. El camarero, precavido, ni se acercó. —Estoy dispuesto a trabajar en esto —acabó diciendo Denis—. En nosotros. Si me das una oportunidad. —Solo una. —Una ya es más de lo que merezco. Se quedaron hasta el cierre del restaurante. Hablaron de todo—Vasilisa, dinero, reparto de tareas, lo que esperaban el uno del otro. Por primera vez en años, una conversación de verdad, no reproches ni frases de compromiso. La reconstrucción fue lenta. Ana no volvió a sus brazos a la mañana siguiente. Observaba, valoraba, desconfiaba. Pero Denis se mantenía. Tomó la cocina los fines de semana. Aprendió a manejarse en los chats del cole. Se atrevió con las trenzas de Vasilisa—torcidas, irregulares, pero hechas por él. —Mira mamá, ¡papá me ha hecho un dragón! —Vasilisa entró en la cocina con un monstruo de cartón y papel. Ana miró ese “dragón”—torpe, desigual, con un ala más grande que la otra—y sonrió… …Medio año pasó sin apenas notarlo. Ya era diciembre cuando toda la familia fue a la casa de los padres de Ana. La casa vieja, olor a madera y tartas recién hechas, el jardín cubierto de nieve, el porche que crujía. Ana se sentó junto a la ventana con una taza de té y miraba cómo Denis y Vasilisa hacían un muñeco. La niña mandaba—¡la nariz aquí, los ojos más arriba, la bufanda mal puesta!—y Denis obedecía, tomándola luego en brazos y lanzándola entre risas. El grito de Vasilisa se oía por todo el barrio. —¡Mamá! ¡Mamá, ven! —la llamaba su hija. Anastasia cogió el abrigo y salió al porche. La nieve brillaba al sol bajo, el frío le mordía las mejillas, y de repente le cayó un bolazo de nieve. —¡Fue papá! —acusó Vasilisa sin dudar. —¡Traidora! —bufó Denis. Anastasia agarró un puñado de nieve y se lo lanzó al marido. Falló. Rieron los tres—y acabaron revolcados entre los montones de nieve, olvidándose del frío y de todo lo demás. Por la noche, cuando Vasilisa se dormía en el sofá sin terminar el dibujo animado, Denis la llevó en brazos a la cama. Ana lo veía arroparla, acomodar la almohada, apartar el pelo. Sentada al lado de la chimenea, las manos calientes en la taza, veía la nieve caer fuera—blanca y suave, arropando el mundo en su manta. Denis se sentó junto a ella. —¿En qué piensas? —En que menos mal que no me dio tiempo. No preguntó a qué se refería. Lo supo. Las relaciones hay que construirlas cada día. No con gestas heroicas, sino con pequeñas cosas: escuchar, ayudar, notar, estar. Ana sabía que volverían los días malos, los enfados, los desacuerdos por tonterías. Pero en ese instante, su marido y su hija estaban allí, vivos, de verdad, queridos. Vasilisa se despertó, corrió hacia ellos y se coló entre sus padres en el sofá. Denis las abrazó a las dos, y Ana pensó que, a veces, hay cosas que sí merecen la pena luchar por ellas…