Que tengas buen día dijo Daniel, inclinándose para rozarle la mejilla con los labios.
Alejandra asintió sin pensar. La mejilla quedó fría y secani calor, ni molestia. Solo piel, solo un leve contacto. Se cerró la puerta y la casa se llenó de ese silencio espeso de los pisos madrileños a mediodía.
Se quedó parada en el recibidor unos diez segundos, intentando encontrarse. ¿Cuándo, exactamente, había pasado aquello? ¿En qué momento hizo clic el interruptor y se apagó la luz? Recordaba cómo, hace dos años, lloró desconsolada en la ducha porque Daniel había olvidado su aniversario. Cómo, el año pasado, le temblaban las manos de rabia cuando otra vez él no fue a por Jimena a la guardería. Cómo hacía apenas seis meses aún intentaba hablar, explicar, suplicar.
Ahora… nada. Un vacío limpio y llano, como después de una quema controlada.
Alejandra se encaminó a la cocina, se sirvió un café y se sentó a la mesa. Veintinueve años. Siete de casada. Y ahí estaba: sola en un piso frío, con una taza que se enfriaba por momentos, preguntándose cómo había dejado de querer a su marido tan silenciosamente, tan a media tarde, que ni supo cuándo fue.
Daniel seguía con sus viejas costumbres. Prometía recoger a Jimena y no lo hacía. Juraba que arreglaría el grifo del bañotercer mes de goteras. Decía que ese finde, sí o sí, irían al Zoo de Madridy el sábado quedaba con sus amigos y el domingo se quedaba pegado al sofá.
Jimena ya ni preguntaba cuándo jugaría papá con ella. Con cinco años, lo tenía clarísimo: mamá, fiable; papá, ese señor que aparece por las noches y le da al mando de la tele.
Alejandra ya ni montaba dramas. Ni lloros en la almohada, ni conspiraciones para arreglar nada. Sencillamente había tachado a Daniel de la ecuación diaria.
¿Tocaba llevar el coche a la ITV? Ella lo gestionaba. ¿Cerradura rota en la puerta del balcón? Llamaba a un cerrajero. ¿Jimena necesitaba disfraz de estrellita para el festival? Alejandra cosía por la noche en la cocina, mientras en la otra habitación su marido roncaba a pierna suelta.
La familia, al final, era como ese tipo de puzle donde las piezas apenas encajan, pero ahí están, juntas en la misma caja.
Una noche, Daniel intentó acercarse en la cama. Alejandra se movió disimuladamente, murmurando dolor de cabeza. Luego, que el trabajo la tenía agotada. Luego, enfermedades inventadas. Y, a cada excusa, el muro entre ellos crecía.
«Que se busque a otra», pensaba ella, más fría que un botijo en diciembre. «Que me dé un motivo, uno decente, con pedigree, de esos que aceptan las madres y las suegras. Uno que no haya que explicar.»
Porque, ¿cómo le explicas a tu madre que te separas porque tu marido… no es nada? No grita, no bebe, trae el sueldo cada mes. Que no ayuda en casacomo la mayoría. Que no juega con la niñalos hombres, ya se sabe, no se les dan bien los peques.
Así que Alejandra abrió una cuenta propia en el banco y empezó a apartar euros de su nómina. Se apuntó al gimnasiono por él, sino por ella. Por esa vida nueva que intuía en el horizonte, más allá del inevitable divorcio.
Por las noches, cuando Jimena caía rendida, Alejandra se ponía los auriculares y escuchaba pódcast en inglés. Expresiones, correos, frases del día a día. Su empresa trabajaba con extranjeros y, quién sabía, a lo mejor un inglés fluido abría alguna puerta que escapaba a su imaginación.
Dos tardes a la semana las pasaba en cursos para mejorar en el trabajo. Daniel protestaba porque tenía que quedarse con Jimena, aunque «quedarse» significaba ponerle dibujos y meterse en el móvil.
Los fines de semana eran otra cosa para Alejandra, una excursión en la Casa de Campo, un colacao en un café de Lavapiés, películas de animación en versión original. Jimena ya asumía que ese era su tiempo: de mami y de ella. Papá existía en la periferia, como una lámpara vieja en la esquina.
«Ni lo va a notar», se repetía Alejandra. «Cuando nos separemos, para ella todo seguirá igual.»
Pensar eso era cómodo. Alejandra se aferraba a esa idea como a un chaleco salvavidas.
Hasta que algo empezó a cambiar.
No supo decir cuándo. Un día, simplemente, Daniel se ofreció a acostar a Jimena. Al poco, dijo que él la recogería de la guarde. Luego, una noche, apareció con la cena hechavale, macarrones con queso, pero los había hecho sin que nadie lo pidiera.
Alejandra miraba todo eso de reojo. ¿Remordimientos? ¿Locura temporal? ¿Intento de cubrir alguna metedura de pata que pronto descubriría?
Pero los días pasaban y Daniel no volvía a su vieja manera de (no) hacer. Se levantaba temprano para llevar a Jimena a clase. Arregló el dichoso grifo. Apuntó a la niña a natación y él mismo la llevaba los sábados.
¡Mira, papá, me sale bucear! Jimena recorría la casa a saltos, haciendo que nadaba.
Daniel la perseguía, la subía en brazos, y su risa retumbaba por el piso, limpia y densa.
Alejandra, mientras, los miraba desde la cocina y no reconocía al hombre con el que se casó.
El domingo puedo quedarme con Jimena murmuró Daniel una tarde. ¿No tienes quedada con las chicas?
Alejandra asintió despacio; ni de coña tenía plan, solo pensaba ir sola a una cafetería a leer. Pero, ¿desde cuándo él se enteraba de quién eran sus amigas? ¿Se estaría enterando de lo que habla por teléfono?
Las semanas fueron construyendo meses. Un mes. Dos. Daniel no retrocedió, no tiró la toalla, no se desinfló como un balón usado.
He reservado mesa en el italiano aquel le anunció una mañana. Para el viernes. Mi madre se queda con Jimena.
Alejandra alzó una ceja, apartando la vista del portátil.
¿Y ese milagro?
Sin más. Me apetece cenar contigo.
Aceptó. Por curiosidad, se dijo a sí misma. Solo para ver cuál era la trampa.
El restaurante estaba iluminado en tonos cálidos, con música en directo. Daniel pidió el vino que a ella le gustabay Alejandra se dio cuenta, perpleja, de que él sí recordaba cuál era.
Has cambiado soltó ella, directa, sin rodeos.
Daniel giró la copa entre los dedos.
Estaba ciego. Un perfecto, clásico, cabezón ibérico.
Eso no es nuevo.
Lo sé dijo sonriendo torcido, sin alegría. Creía que trabajando más daba estabilidad, una casa mejor, un coche más grande. Pero solo estaba huyendo. De la rutina, las responsabilidades, todo eso.
Alejandra calló. Dejó que hablara.
Noté que tú también cambiabas, que de repente ya todo te daba igual. Y eso eso daba más miedo que cualquier bronca. Antes gritabas, llorabas, exigías. Pero luego, como si me hubieras borrado del mapa.
Dejó la copa sobre la mesa.
Estuve a punto de perderos. A ti y a Jimena. Y no me di cuenta hasta que casi era demasiado tarde.
Alejandra lo miró durante un rato largo. A ese hombre que, por fin, decía lo que esperaba escuchar hacía años. ¿Muy tarde? ¿O todavía no?
Yo pensaba divorciarme admitió en voz baja. Esperando a que me dieras un motivo.
Daniel palideció.
Madre mía, Ale
Iba guardando dinero. Mirando pisos.
No sabía que estaba tan mal
Pues tendrías que haberlo sabido le cortó ella. Era tu familia. Deberías haberlo visto.
El silencio se apretó tanto que ni el camarero se atrevió a pasar cerca.
Estoy dispuesto a arreglarlo dijo Daniel al fin. Nosotros. Si me dejas una oportunidad.
Una.
Con una me basta. Es más de lo que me merezco.
Se quedaron allí hasta el cierre. Hablaron de todo: Jimena, dinero, reparto de tareas, expectativas. Por primera vez en años era una conversación de verdad, no un cruce de reproches y tópicos.
Recuperar algo no es cuestión de fuegos artificiales. Alejandra no se abalanzó a los brazos de Daniel al día siguiente. Observaba, comprobaba, esperaba que volviera el desastre. Pero él persistía.
Se encargó de las comidas en casa los fines de semana. Se empapó de los chats de padres de la guardería. Aprendió, a su manera un tanto desastrosa, a hacerle trenzas a Jimenatorcidas, pero propias.
¡Mamá, mira, papá me ha hecho un dragón! Jimena irrumpía en la cocina con una criatura de cajas y papel de colores.
Alejandra contempló ese dragónmás cojo que fiero, un ala más grande que la otray sonrió…
…Medio año se evaporó casi sin avisar.
Era diciembre. Toda la familia fue a pasar el puente a la casa de los padres de Alejandra, un caserón antiguo que olía a leña y empanada, con jardín cubierto de escarcha y un porche que crujía bajo las botas.
Alejandra se acomodó junto a la ventana, taza de té en mano, y miraba cómo Daniel y Jimena construían un muñeco de nieve. La niña daba órdenes: la nariz aquí, los ojos más arriba, la bufanda torcida. Y Daniel, obediente, acatando y, de paso, lanzando a su hija al aire hasta arrancarle carcajadas impagables.
¡Mamá! ¡Mamá, vente! Jimena agitaba los brazos como un molino.
Alejandra se puso la chaqueta y salió. La nieve brillaba bajo el sol bajo, el aire helaba las mejillas y, de repente, recibió una bola de nieve desde un flanco.
¡Ha sido papá! delató enseguida Jimena.
¡Menuda traidora! refunfuñó Daniel.
Alejandra recogió nieve y se la lanzó a su marido. Falló. Él se echó a reír, ella también. Pronto, los tres rodaban por el suelo, en la nieve, olvidados de todo menos el aquí y ahora.
Al anochecer, Jimena se quedó dormida en el sofá antes de que terminara la peli. Daniel la llevó en brazos a la cama, le arropó, recolocó la almohada y apartó un mechón rebelde de la frente.
Alejandra, junto al fuego, abrazó una taza caliente. Detrás del cristal, la nieve seguía cayendo, cubriéndolo todo con ese manto blanco que todo lo iguala y alivia.
Daniel se sentó a su lado.
¿En qué piensas?
En lo bien que hice en no dar ese paso.
Él no preguntó cuál. Lo supo.
Las relaciones se trabajan día a día. No tienen nada de épicosolo pequeños gestos: escuchar, ayudar, estar, notar, apoyar. Alejandra sabía que no todo sería fácil; habría días regulares, discusiones de andar por casa.
Pero en ese momento, su marido y su hija estaban a su lado. De verdad, de carne, risa y hueso.
Jimena se despertó y fue directa a meterse entre sus padres en el sofá. Daniel las abrazó a las dos y Alejandra pensó que, mira tú por dónde, hay cosas que sí merecen la pena pelear.







