Cuñada regala objetos tejidos por suegra con amor para nietos

La nuera reparte las cosas tejidas con amor por su suegra para los nietos

—¿Qué tienen de malo estos calcetines? Son cálidos, bien hechos, de un color suave y acogedor. Pronto llegará el otoño y el frío, es el momento perfecto para usarlos —pregunté a Lucía, sosteniendo en mis manos un par de calcetines de lana que acababa de entregarme.

—Es que el diseño parece anticuado —respondió ella, apartándolos con un gesto mientras se arreglaba el pelo—. Tengo un hijo, no va a ponerse algo así. Y mi suegra ya ha tejido tanto que los armarios están a reventar, no da abasto.

—Bueno, dámelos —suspiré, cogiendo los calcetines y guardándolos junto al jersey que Lucía me regaló en mi cumpleaños.

Doña Carmen, la suegra de mi amiga, acababa de jubilarse. Vivía en una pequeña casa en Salamanca y era una auténtica maga con las agujas y el hilo. Sus manos creaban maravillas: gorros, jerséis, calcetines… todo tan bonito que era un gusto mirarlo. Pero su obsesión por ahorrar a veces le jugaba malas pasadas.

Doña Carmen deshacía jerseys viejos para tejer algo nuevo para sus nietos. Esas prendas solían quedar desiguales, con nudos y marcas de uso, y desde luego no seguían la moda. Tampoco se complicaba con los colores, usando lo que tuviera a mano. Por eso Lucía, su nuera, o tiraba sus regalos o los repartía entre conocidos sin siquiera abrirlos.

Pero para sus nietos, Doña Carmen se esmeraba al máximo. Gastaba sus ahorros en lana de calidad, pasaba horas trabajando, poniendo amor y cuidado en cada puntada. Esos calcetines que Lucía me dio eran una obra de arte: suaves, abrigados, con un dibujo impecable. Al sostenerlos, sentía el cariño que esa abuela quería transmitir a su nieto.

Un día, miré por la ventana y me quedé paralizada: el hijo del vecino corría con un gorro que Lucía había intentado colarme días atrás. Lo mismo pasaba con un chaleco y una bufanda: todo lo que Doña Carmen tejía con cariño, Lucía lo regalaba sin que su hijo lo probase siquiera. No entendía cómo podía hacerlo. Esas prendas no eran solo ropa: llevaban un pedazo del corazón de esa mujer, que solo quería alegrar a sus nietos.

Los calcetines que Lucía me dio le vinieron perfectos a mi hija. Se los puse y ella no paraba de corretear por casa, feliz, diciendo lo cómodos que eran. Yo habría comprado unos iguales en una tienda, pero ¿dónde se encuentran? Le sugerí a Lucía hablar con su suegra, explicarle qué no le gustaba para que no perdiera el tiempo. Pero ella se encogió de hombros:

—¿Para qué? Es más fácil repartirlo que discutir con ella. Total, no lo entendería.

La observé y sentí rabia. No por mí, sino por Doña Carmen. Esa mujer, con sus manos cansadas y su corazón generoso, dedicaba horas a cada labor, pensando en su nieto. Y su esfuerzo acababa en la basura o en manos ajenas, sin ni siquiera un agradecimiento.

Lucía seguía quejándose de su suegra: que si se metía demasiado, que si daba consejos no pedidos. Pero yo solo veía indiferencia. Doña Carmen no tejía por pasar el rato: intentaba acercarse a su familia, a ese nieto que veía una vez al mes. Y Lucía, en vez de valorarlo, la apartaba como a una mosca molesta.

Un día no pude más. Estábamos en casa de Lucía, y otra vez sacaba regalos de su suegra: esta vez, una chaquetita para su hijo. La cogí: lana suave, dibujo delicado, costuras perfectas. Imaginé a Doña Carmen en su sillón, contando puntos para que todo quedase impecable. Y no pude callarme:

—Lucía, ¿te das cuenta del trabajo que lleva esto? Lo hace por tu hijo, y tú ni siquiera lo miras.

Ella puso los ojos en blanco:

—Ay, ¿otra vez? Es más fácil darlo que explicarle que no es moderno. Igual se ofende.

No dije nada, pero por dentro hervía. Me dolía por esa mujer, cuyo esfuerzo nadie valoraba. Pensaba en cómo se sentiría al saber que sus regalos iban a parar a otros. ¿Sabría ya la verdad y callaba para no pelearse con su hijo?

Ahora me toca decidir: ¿aceptar las cosas que Lucía me ofrece o negarme? Si las cojo, pareceré apoyar su indiferencia. Si las rechazo, se molestará, y nuestra amistad podría romperse. Pero cada vez que le pongo esos calcetines a mi hija, me remuerde la conciencia. El trabajo de Doña Carmen merece respeto, no acabar olvidado en un armario ajeno.

¿Qué debo hacer?

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