Cuidó de su abuela durante 12 años, pero una petición lo cambió todo.

Elena, de doce años, cuidó de su abuela, pero una sola petición lo arruinó todo.

Quiero contarte una historia que ocurrió en mi familia y aún hoy me atormenta. Su protagonista es mi prima, Elena. Una mujer buena, trabajadora, siempre dispuesta a ayudar. Durante los últimos doce años, cada día después del trabajo, visitaba a su abuela, Valeria Martínez. Limpiaba, llevaba la compra, fregaba los cristales hasta que relucían, restregaba la cocina, lavaba las sábanas a mano, escuchaba sus quejas y le masajeaba las piernas cuando se quejaba de hinchazón. Todo sin una sola queja. Solo porque fue esta abuela quien la crió cuando su propia madre estaba demasiado ocupada con su hermano menor y su carrera.

Para Elena, Valeria era su persona más querida. Ella le enseñó a freír empanadillas de una forma especial, la llevaba al teatro cuando su madre no podía, la ayudaba con los deberes y siempre encontraba palabras de consuelo cuando otros niños la molestaban en el colegio. Elena creció, consiguió un trabajo en un banco, tuvo un hijo, y su abuela seguía siendo su sostén. Cuando Valeria empezó a decaer—presión alta, debilidad, pérdida de memoria—fue Elena quien asumió todo. Sin que nadie se lo pidiera. Las facturas—Elena. La farmacia—Elena. Las inyecciones—Elena. Mientras, la hija de Valeria, la madre de Elena, vivía en su propio piso, con un trabajo estable y coche, pero en doce años jamás llevó un plato de cocido o un tarro de mermelada.

Hace poco, Elena perdió su empleo. Un despido inesperado, como suele pasar. Sus ahorros se esfumaron y supo que no conseguiría una hipoteca. Por primera vez en su vida, tomó valor para una conversación que le temblaba en los labios. Fue un sábado, como siempre. Limpió, tendió la ropa, preparó a su abuela una infusión de manzanilla. Luego se sentó junto a ella y, con voz serena, dijo:

—Abuela, no quiero parecer egoísta, pero… ¿podrías dejarme el piso en el futuro? No ahora, solo… como seguridad. Sabes cuánto te quiero. No quiero vivir de prestado con mi hijo. He sido como una hija para ti.

La respuesta de Valeria fue fría como el acero.

—No, Elena. El piso será para mi hija. Para tu madre. Es lo correcto. Luego, que haga lo que quiera.

A Elena se le cerró la garganta. Un zumbido en los oídos ahogó todo. Como si aquellos años de cuidados, cada suelo fregado, cada sopa caliente, no hubieran valido nada.

Se fue llorando. Ni siquiera se despidió. Han pasado días y aún no tiene fuerzas para volver. Se queda en casa, mirando al vacío, preguntándome:

—¿Acaso pedí algo a cambio todos estos años? ¿No merezco seguridad para mi hijo? ¿Por qué mi abuela, que tanto me quería, de repente vio codicia en mí?

Y yo… no sé qué decirle. Conozco a Valeria desde pequeña. Es una mujer dura, de principios. Para ella, el orden es sagrado. No importa quién cuide—el piso debe ir “por sangre”, a su hija. Lo demás, como dice ella, es “deber humano”, no un trueque.

Pero, ¿acaso el amor se mide por lazos de sangre? ¿No merece gratitud quien estuvo ahí, sin pedir nada, solo por amor?

Ahora Elena no sabe cómo seguir. No quiere herir a su abuela, pero tampoco puede fingir que nada pasó. Le duele el alma. Se siente traicionada.

No justifico a nadie. Pero a veces los mayores tienen miedo. Miedo de admitir que quien más los cuidó no fue su hija, sino su nieta. Miedo de que un simple papel rompa la familia. Miedo al cambio. Quizá Valeria solo se está protegiendo.

Y Elena… Elena sigue haciendo sopas. Pero ahora, solo para su hijo. Y le enseña a ser agradecido. Porque la ingratitud hiere más que cualquier cuchillo.

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MagistrUm
Cuidó de su abuela durante 12 años, pero una petición lo cambió todo.