Cuidadora para la esposa
¿Cómo? A Lucía le pareció que no había entendido bien. ¿A dónde tengo que irme? ¿Por qué? ¿Para qué?
Ay, por favor, no hagamos un drama frunció el ceño él. ¿Qué parte no comprendes? Ya no tienes a quién cuidar. Y a dónde te vayas, pues me da exactamente igual.
¿Eduardo, qué dices? ¿No íbamos a casarnos?
Eso te lo has inventado tú. Yo jamás prometí tal cosa.
A los 32 años, Lucía decidió darle un giro a su vida y abandonar su pueblo en la serranía de Segovia.
¿Para qué quedarse ahí? ¿Para seguir aguantando los reproches de su madre?
Aquella nunca terminaba de recordarle el divorcio. Que cómo pudo dejar escapar a su marido, si los hombres como él no se encuentran todos los días.
Y si ese Paco apenas merecía la pena: bebedor, mujeriego… ¡Qué ocurrencia la de casarse con él hacía años!
Curiosamente, Lucía no se apenó por el divorcio, más bien sentía como si pudiera respirar hondo otra vez.
Eso sí, con su madre discutían casi cada día por el tema. Y por el dinero, que siempre escaseaba.
Pues sí, mejor mudarse a Madrid y buscarse la vida por allá, ¡donde seguro que todo sería distinto!
Fíjate en Sonia, su mejor amiga del colegio: llevaba cinco años casada con un viudo.
¿Y qué más daba que él tuviera dieciséis más y no fuera ningún Adonis? ¡Tenía piso propio y dinero de sobra!
Lucía no era menos que Sonia, eso seguro.
¡Menos mal, por fin entras en razón! le animó Sonia. Haz la maleta rápido, te puedes quedar en mi casa un tiempo hasta que encontremos trabajo.
¿Y tu marido, Fernando? ¿No va a poner pegas? dudó Lucía.
¡Qué va! Si hace todo lo que le pido. No te preocupes, saldremos adelante.
A pesar de las palabras de Sonia, al poco tiempo Lucía prefirió encontrar su propio lugar.
Enseguida consiguió algunas chapuzas, reunió las primeras pagas y alquiló un cuarto modesto.
Apenas un par de meses después, la suerte apareció ante ella casi de forma mágica.
¿Cómo es que una mujer como tú acaba vendiendo tomates en un mercado? dijo con voz de lástima uno de sus clientes habituales, Eduardo García.
Lucía ya conocía a los clientes de nombre hacía tiempo.
Hombre, hace frío, no hay mucho que llevarse a casa y, créame, esto ni siquiera es lo más indigno.
¿Qué remedio queda? dijo Lucía con resignación. Hay que ganarse la vida como sea.
Y añadió, medio en broma:
¿O tiene usted alguna mejor oferta?
Eduardo García no era, ni de lejos, el prototipo de sus sueños. Le sacaba por lo menos 20 años, algo rechoncho, pelo ralo con la calvicie asomando, y esa mirada de ratón que atrapaba cualquier detalle.
Escogía siempre los mejores productos, pagaba al céntimo. El hombre se notaba acomodado, llegaba en coche, bien vestido. Eso sí, llevaba alianza, así que como futuro marido Lucía ni lo consideraba.
Eres una mujer mañosa, responsable, limpia Eduardo enseguida empezó a tutearla, ¿has cuidado alguna vez personas enfermas?
Sí, claro. Cuidé a mi vecina, la pobre sufrió un ictus y los hijos vivían lejos; apenas venían a verla. Me pidieron el favor.
¡Perfecto! exclamó él con súbito aire apenado. Pues mi mujer, Carmen, también ha tenido un ictus. Los médicos dicen que las esperanzas son pocas. La tengo en casa, pero no puedo atenderla solo. ¿Me echas un cable? Te pagaría, por supuesto.
Lucía no lo pensó mucho. Mejor estar en un piso calentito aunque sea sacando orinales que pasar diez horas en la sierra y tratar con clientes que siempre protestan.
Además, Eduardo le propuso mudarse a su casa, así que no pagaría alquiler.
¡Si tienen tres habitaciones para ella sola! Aquello parece un campo de fútbol le contaba a Sonia, toda contenta. No tienen hijos ni perros.
La madre de Carmen era un personaje: a sus 68 todavía se hacía mechas, se volvió a casar y se esfumaba con el señor de turno. Nadie se ocupaba de la enferma.
¿Tan grave está?
Sí. Está como un tronco, apenas puede balbucear. Dicen que no mejorará.
¿Y no será que te viene bien? Sonia la miró fijamente.
Claro que no me alegro Lucía apartó la vista, pero si acaso… luego Eduardo sería libre
¿Se te ha ido la cabeza? ¿Le deseas la muerte a otra mujer por quedarte su piso?
¡Qué dices! Solo digo que no quiero dejar pasar una oportunidad. Tú puedes hablar así porque tienes la vida resuelta.
Y se pelearon mucho, tanto que Lucía no volvió a contarle a Sonia hasta medio año después que tenía un enredo con Eduardo García.
Ya no podían estar el uno sin la otra, pero claro, él nunca dejaría a la esposa no era ese tipo de hombre, así que seguirían en este limbo de amantes.
¿O sea, que os acostáis mientras su mujer agoniza en la habitación de al lado? insistió Sonia, sin ocultar el desprecio. ¿Tú te oyes? ¿O sólo ves el dinero, si es que existe?
¡Jamás me apoyas! se molestó Lucía.
Dejaron de hablarse de nuevo, aunque Lucía apenas sentía remordimientos (quizás un poquito).
Al fin y al cabo, cada cual va a lo suyo. El hambre no entiende de santos, reza el refrán. De todas maneras, ya se las arreglaría sin Sonia.
Lucía fue lo más atenta posible en los cuidados de Carmen. Y, desde que empezó con Eduardo, se encargó además de todas las tareas domésticas.
No basta con complacer a un hombre en la cama: hay que darle de comer rico, tenerle la ropa limpia y bien planchada, dejar el piso reluciente.
A Lucía le parecía que a su amante no le faltaba de nada, y ella, en realidad, también disfrutaba de su nueva vida.
Casi ni se dio cuenta de que hacía ya tiempo que Eduardo había dejado de pagarle por cuidar a su mujer. Pero, a fin de cuentas, ya casi hacían vida de pareja: discutían los números del super y ella administraba la compra, sin percatarse de que casi nunca le alcanzaba.
Y eso que Eduardo era encargado en la fábrica y ganaba bien. Pero ya se casarían y repartirían el dinero a partes iguales o eso pensaba Lucía.
Con el paso de los meses, la pasión se fue apagando, y Eduardo cada vez tardaba más en volver a casa. Lucía le excusaba: normal, con una enferma así, él se agotaba.
Aunque no entendía de qué se cansaba, viendo que apenas se acercaba a su mujer, Lucía sentía pena por él.
Y aunque se lo venía venir, el día que Carmen murió, Lucía no pudo evitar echarse a llorar.
Un año y medio de su vida entregada a una desconocida y aquello no podía borrarse. Hasta se ocupó de todo para el entierro, ya que Eduardo estaba hecho polvo por la pena.
Eso sí, anduvo escaso con el dinero para el funeral, pero Lucía se las apañó para organizar todo dignamente. Nadie podía reprocharle nada.
Hasta las vecinas, que siempre miraban de reojo por el rollo entre ella y Eduardo ¡ahí nunca se esconde nada!, en el entierro la miraron con respeto. La suegra, igualmente, quedó conforme.
Lo que sí se le clavó a Lucía fue lo que ocurrió luego.
Ya no necesito tus servicios, así que te doy una semana para que recojas tus cosas anunció Eduardo, seco, a los diez días del entierro.
¿Qué quieres decir? ¿A dónde se supone que tengo que ir? ¿Por qué?
Por favor, no montes un número chistó molesto él. Ya no hay enferma a quien atender. Dónde vayas me da igual.
¿Eduardo, qué dices? ¿No íbamos a casarnos?
Eso es imaginación tuya. Yo nunca te prometí nada.
La mañana siguiente, con los ojos hinchados y sin haber dormido, Lucía volvió a intentar hablar con él. Eduardo repitió lo mismo, y añadió que debía apurarse con la mudanza.
Mi prometida quiere hacer unas reformas antes de la boda soltó él al final.
¿Prometida? ¿Quién es?
No te incumbe.
¿Ah, no? Muy bien, yo me voy, pero antes me pagas lo que me debes. No me mires así.
Prometiste pagarme dos mil euros al mes, y solo lo cumpliste dos meses. Me debes treinta y dos mil euros.
¡Qué rapidito sumas! rió él. ¡No sueñes!
Además, tendrías que pagarme por todos los trabajos de la casa. No te pediré el céntimo exacto: pájame cincuenta mil euros y cada uno por su lado, como barcos en la niebla.
¿O qué? ¿Vas a ir al juzgado? Si ni siquiera tienes contrato.
Se lo contaré todo a Amalia, tu suegra susurró Lucía. Al fin y al cabo, fue ella quien pagó esta casa.
Créeme, después de oír lo que tengo que decir, te verás hasta sin empleo. Bien conoces a tu suegra mejor que yo.
Eduardo cambió de color, pero pronto recuperó la compostura.
¿Quién te va a creer? No digas tonterías. Y mira, ya no te soporto más. Lárgate ahora mismo.
Te doy tres días, mi amor. O hay cincuenta mil euros, o habrá escándalo Lucía recogió lo suyo y se marchó a un hostal. Había ahorrado un poco del dinero para la compra.
A los cuatro días, harta de esperar, apareció en casa de Eduardo. De pura casualidad estaba también Amalia, su suegra.
Lucía supo enseguida que Eduardo no pensaba pagarle nada, así que lo soltó todo delante de la suegra.
No le creas, mamá. Está inventando cosas, desvaría saltó Eduardo.
Ya imaginé algo cuando oí ciertos comentarios en el tanatorio le espetó Amalia. Ahora todo cuadra. Y tú, yerno, espero que lo entiendas: la casa está a mi nombre, ¿no lo olvidas?
Eduardo se quedó helado.
Así que, en menos de una semana, te quiero fuera. No, mejor en tres días.
Cuando Amalia se marchaba, se detuvo mirando fijamente a Lucía.
Y tú, chica, ¿a qué esperas, que te den las gracias? ¡Fuera!
Lucía salió disparada de la casa. Ahí seguro que no cobraría nada. Tocaba volver al mercado, bajo el cielo de Madrid, donde aunque todo sea un poco irreal trabajo nunca faltaCon la maleta en la mano y el frío de marzo pegado al cuello, Lucía bajó los tres tramos de escaleras sin mirar atrás. Cuando pisó la acera, la ciudad le pareció inmensa y desconocida, pero no sintió miedo. Más bien, una cólera silenciosa le cosquilleaba por dentro. Se acordó de las palabras de su madre, de Paco, de Sonia y de todas las veces que otros decidieron por ella.
Cruzó la calle y, por primera vez en mucho tiempo, notó el peso exacto de sus pasos. No llevaba casa, ni trabajo, ni promesas; solo el pequeño ahorro, y un pulso vibrante bajo la piel: la certeza de que no debería pivote su vida alrededor de los hombres, ni del qué dirán, ni de la compasión disfrazada de amistad. Y supo, tan claro como la luz dorada del atardecer, que estaba por empezar su propia historia.
Le escribió un mensaje a Sonia, corto: He aprendido la lección. Cuando quieras, café. Lo envió sin esperar respuesta.
Después alzó la barbilla, respiró hondo aquel aire frío de Madrid y sonrió. Nunca más dependiente, nunca más rehén de la falsa gratitud. Quizá la suerte era solo eso: atreverse a perderlo todo para comenzar de nuevo. Lucía lo comprendió justo entonces, mientras caminaba entre los coches, con la ciudad abriéndose inmensa ante ella y el corazón, de pronto, extrañamente ligero.







