María llevaba un sombrero y en brazos un perro de raza carlino. Lo curioso era que tanto ella como el perro, al ver a Alejandro, parecieron sonreír de la misma manera.
Él, un tanto sorprendido, les devolvió la sonrisa.
—¿Cuántos años tiene nuestro hijo? —preguntó María en lugar de saludar.
—¿Perdón? —Alejandro no entendió.
—Cuando hablamos por teléfono no mencionaste la edad de tu hijo.
—Tiene tres… Casi cuatro…
—Perfecto… —respondió María, dejando al carlino en el suelo. —Gruñón, ve a explorar.
Gruñón se desplazó cómicamente por la casa para inspeccionarla, mientras Alejandro, algo nervioso, preguntó:
—¿No muerde tu Gruñón?
Pero desde la habitación de su hijo ya se escuchaban exclamaciones emocionadas…
Tal como acordaron, justo a las nueve de la noche, Alejandro regresó. Al abrir la puerta con su llave, se sorprendió por el silencio. Se dirigió de puntillas al dormitorio de su hijo, donde, bajo la tenue luz, vio una extraña escena: Juanito dormía, y a sus pies, también dormía Gruñón.
—¿Ya regresaste? —susurró una voz detrás de él.
Alejandro se dio la vuelta.
—Como prometí. Aquí tienes… —murmuró, entregándole unos billetes a María. —Gracias… ¿Por qué está dormido Juanito? Anochecía más tarde.
—Es que se lo pasó en grande —comentó María con cansancio. —Con tu permiso… —Camino hacia la cama del niño, tomó al carlino en brazos y se dirigió al recibidor.
—¿Quieres que llame a un taxi? —ofreció Alejandro. —Yo lo cubro…
—No hace falta… Gruñón y yo saldremos a caminar antes de dormir…
—De verdad, ¡deberías! —insistió Alejandro. —Hace un clima horrible. Ve a casa de inmediato, luego podrás pasear todo lo que quieras.
María cedió, dio su dirección, Alejandro llamó y, al escuchar la tarifa del taxi, pagó la diferencia.
—Gracias… —asintió la niñera. —Esperaré el coche afuera.
Cuando ella se fue, Alejandro se dio cuenta de que olvidó preguntarle su nombre. Entró al baño y, con sorpresa, vio que en el tendedero había una pila de ropa infantil recién lavada por María.
«Esto ya es demasiado. No fue lo que acordamos» —pensó molesto. Pero al entrar a la cocina se enfadó aún más al ver una cazuela con una nota: «¡Desayuno para Juan!»
De inmediato recordó las palabras de su hermana, quien solía decir que quería casarlo, y se prometió no volver a contratar a aquella niñera.
La mañana siguiente comenzó con Juanito saltando a su cama.
—¡Papá, cuándo viene la tía Lola? —gritaba alegre su hijo.
—¿Qué tía Lola? —gruñó Alejandro, aún sin despertar del todo. —Juan, déjame dormir.
—La tía Lola. La niñera. La que vino ayer.
El sueño se le esfumó de inmediato.
—¡Ella no volverá! —declaró firmemente a su hijo. —Nunca.
—Papá… —En los ojos de Juanito apareció un destello de pavor que asustó a Alejandro. —¿Y Gruñón? ¿Tampoco volverá?
—No… —respondió Alejandro suavemente, luego se dio cuenta y abrazó a su hijo. —¿Quieres que te compre un perrito? Hoy mismo, ¿uno pequeñito?
Por alguna razón, Juanito se soltó de los brazos de su padre y se fue a su habitación.
Desayunaron en silencio. Juanito miraba distraído al vacío.
—Pues, Juan, ¿qué pasa? —le habló con ternura Alejandro. —¿Qué tiene ese Gruñón que te gusta tanto? Vivimos bien sin él, ¿no? ¿A quién prefieres más, a mí o al perro?
—A ti, —respondió su hijo con un tono apagado, se levantó y se dirigió a su cuarto.
Alejandro perdió el apetito. Se acercó despacio a la puerta cerrada del cuarto de Juanito y escuchó. De allí provenía un leve llanto infantil.
Alejandro se fue a la cocina, reflexionó un momento, tomó su móvil y marcó el número de la niñera.
El tono de llamada tardó en ser atendido, luego una voz baja contestó:
—Le escucho…
—Soy el padre de Juan, el niño de ayer —comenzó Alejandro, pero una voz masculina, ebria, interrumpió su conversación:
—¿Quién te anda llamando? —seguida de un desfile de palabras groseras.
—¿Qué sucede? —preguntó preocupado Alejandro. —¿Quién está contigo?
—Nada… —respondió la niñera con miedo… —Es… mi exmarido, no se calma… Perdona… Te llamaré luego…
—¡Yo te llamaré! —gritó la voz masculina.
Seguido, se escucharon ladridos frenéticos, un grito femenino y un gemido lastimero de Gruñón.
La llamada se cortó. Alejandro sintió cómo su corazón empezaba a latir con fuerza. En la casa de «la mujer del sombrero» algo ciertamente espantoso estaba pasando.
Recordó la dirección que le había dado la niñera y donde había solicitado el taxi la noche anterior. No sabía el número de piso, pero debía hacer algo…
Le gritó a su hijo: «Vuelvo enseguida», y salió de casa. En menos de un minuto arrancaba su coche y quince minutos más tarde llegó al edificio.
—Abuela, —dijo con prisa a una anciana que pasaba. —En su edificio vive una señora con un perro. Lleva sombrero. ¿Sabe en qué piso vive?
Un par de minutos después, Alejandro estaba en el quinto piso, frente a la puerta de donde aún se oía la voz histérica del exmarido ebrio.
Alejandro presionó el timbre sin soltarlo hasta que la puerta se abrió, y tras ella apareció una figura masculina.
—¿Quién eres tú? —preguntó con arrogancia esa figura, y acto seguido cayó de un certero golpe…
Alejandro, conteniendo su odio, esperó pacientemente hasta que el tipo, cubriendo su rostro ensangrentado, se levantó del suelo del pasillo.
—Vuelves a venir por aquí y te echo por la ventana. Y ahora, largo. —señaló Alejandro la puerta con la mano. —Y no se te ocurra intentar nada más…
El exmarido desapareció. Alejandro entró en la oscura habitación. La niñera, sentada en una silla, lloraba casi como Juanito, abrazando a su perro.
El corazón de Alejandro se encogió.
—¿Está bien? —le preguntó, refiriéndose al perro al ver la expresión incomprensible de la niñera. —Pregunto si tu Gruñón está bien. Escuché cómo chillaba…
—Está bien, —asintió cansadamente la niñera. Luego susurró: —Cómo lo odio…
—No volverá. Te lo prometo.
—Volverá… —dijo ella con resignación. – No lo conoces…
—¡Pero él a mí tampoco! —rió Alejandro, acercándose para tomar a Gruñón, quien temblaba ligeramente y lo acarició torpemente. – Es tan agradable al tacto… Ahora entiendo por qué Juanito está tan encantado… Vamos, Lola…
—¿Cómo? —ella no comprendió. —¿A dónde?
—A casa de Juanito, ¿dónde más? Te espera ansiosamente con Gruñón.
—¿Estás bromeando? —Lo miró atentamente.
—No… No bromeo… —respondió Alejandro, mirándola a los ojos. Aunque no entendía qué le pasaba, sabía que hacía lo correcto.
—No puedes quedarte aquí. Además… el desayuno que preparaste para Juanito, se niega a comerlo si no estás…
Alejandro, con Gruñón en brazos, se giró hacia la puerta.
—Lola, apúrate. Por cierto, soy Alejandro. Te esperaré en el coche.
—Bien… —asintió ella sin levantarse. —Voy a tranquilizarme… y te alcanzaré…