Cuarenta años: un viaje a través de recuerdos en fotografías

Ana Ruiz de la Fuente estaba sentada a la mesa de la cocina, pasando fotos en su teléfono. Cuarenta años —una cifra redonda—. Quería celebrarlo de verdad, invitar a amigos, compañeros del trabajo, incluso pedir una tarta en la pastelería de la esquina. Por primera vez en mucho tiempo, tenía ganas de festejarlo a lo grande.

—Ana, ¿te has vuelto loca? —La voz de Dolores Martínez atravesó el silencio del piso como un cuchillo. La suegra apareció en el marco de la puerta con su inseparable ramo de flores cortadas del balcón.

—Buenas tardes, Dolores. Pase, hay té en la cocina —contestó Ana sin levantar la vista del móvil.

—¿Qué té ni qué té! ¿Qué disparate le has contado a Javier sobre tu cumpleaños? ¡Celebrar los cuarenta es de mala suerte!

Ana dejó el teléfono lentamente y la miró. Dolores llevaba su cárdigan gris de siempre —el mismo de los últimos diez años— y la observaba como si acabara de proponer bailar desnuda en la Puerta del Sol.

—Es mi cumpleaños y yo decido cómo celebrarlo —respondió tranquila.

—¡Tú decides! —Dolores alzó las manos—. Los cuarenta no se celebran. Todo el mundo lo sabe. Mi abuela decía: “Si festejas los cuarenta, la vida se te va cuesta abajo”.

Ana esbozó una sonrisa forzada:

—Su abuela debía decir muchas cosas. Los tiempos han cambiado.

—Los tiempos, los tiempos… —Dolores se acercó a la cocina y se sirvió té en su taza favorita —la misma que Ana odiaba porque su suegra la había traído de su casa sin pedir permiso—. ¿Sabes que la vecina del quinto celebró los cuarenta el año pasado? Al mes, enviudó.

—Dolores, —Ana se levantó y se acercó a la ventana—, la vecina enviudó porque su marido llevaba veinte años bebiendo como un cosaco. No por su cumpleaños.

—¡Siempre rebatiendo! ¡No te puede callar nada! —La voz de su suegra se agudizó—. No crié a mi hijo para que acabase con una… con una moderna.

Pronunció “moderna” como si fuera un insulto.

Ana se volvió hacia ella:

—¿Y qué tiene de malo ser moderna? Trabajo, gano mi dinero, llevo la casa…

—¡Llevas la casa! —resopló Dolores—. Ayer entré y había polvo en los estantes, la camisa de Javier sin planchar, y tú ahí sentada escribiendo no sé qué en el ordenador.

—Estaba trabajando. En remoto. Se llama tener carrera profesional.

—Carrera… —Dolores bebió un sorbo—. ¿Y la familia? ¿Y la casa? ¿Y los nietos?

La pregunta de los nietos salía cada vez que Dolores venía de visita. Y venía a menudo —casi a diario—. Tenía su propia llave del piso, que Javier le había dado “por si acaso” el primer año de matrimonio. El “por si acaso” se había convertido en permanente.

—Dolores, Javier y yo lo intentamos —Ana volvió a sentarse—. Pero de momento estamos bien así.

—¡Bien! A tu edad ya deberías pensarlo. Los cuarenta a la vuelta de la esquina y tú de juerga.

—Por eso quiero celebrarlo. Con amigos, buena comida, detalles bonitos.

Dolores dejó la taza con fuerza, derramando té sobre el mantel:

—¡No! ¡No lo permitiré! Hablaré con Javier. Él debe pararte los pies.

—Javier me apoya —mintió Ana, porque en realidad su marido aún no sabía la envergadura de sus planes.

—Ya veremos —amenazó su suegra y se dirigió a la puerta—. Ya veremos qué dice él.

Al quedarse sola, Ana apoyó los codos en la mesa y cerró los ojos. Ocho años. Ocho años aguantando visitas diarias, consejos no pedidos, lecciones sobre cómo cocinar (“Javier no soporta el exceso de sal”), cómo planchar (“Empieza por los puños”) o cómo recibir al marido (“Un hombre debe ver que en casa le esperan”).

Al principio, Ana discutía suavemente. Luego con más firmeza. Luego dejó de contestar. Pero últimamente, el silencio le costaba más, especialmente cuando Dolores reorganizaba sus cajones o, como el mes pasado, tiró un ramo de flores porque “ya estaban mustias” (aunque estaban en pleno esplendor).

Esa noche, cuando Javier llegó del trabajo, Ana supo que la conversación sería difícil. Él venía cansado, irritable, y lo primero que dijo al quitarse la chaqueta fue:

—Mamá ha llamado. Dice que tienes una idea absurda para el cumpleaños.

—¿Qué idea? —Ana removía la cena en la sartén.

—Lo de celebrar los cuarenta. Mamá dice que es de mala suerte.

—Javier, —Ana se giró hacia él—, ¿de verdad crees en esas supersticiones?

Él se encogió de hombros:

—No sé. Pero mamá no habla por hablar. Ha vivido mucho.

—Ha vivido mucho —repitió Ana—. ¿Y yo no? Cumplo cuarenta y quiero celebrarlo en grande. Invitaré amigos, prepararé una buena mesa. ¿Qué tiene de malo?

—Nada, pero ¿para qué disgustar a mamá? Podemos hacer algo tranquilo, en familia.

—Eso hacemos todos los años. Esta vez quiero algo diferente.

—Ana —la voz de Javier se volvió conciliadora—, ¿para qué complicarte? Invitados, estrés, cocina…

—Me encargo yo de todo.

—¿Y mamá?

—¿Qué pasa con mamá?

—Se va a molestar si no seguimos sus consejos.

Ana dejó la sartén con más fuerza de la necesaria:

—Javier, es MI cumpleaños. No el de tu madre. Y yo elijo cómo celebrarlo.

Él la miró como si la viera por primera vez:

—¿Estás enfadada con mamá?

—No estoy enfadada. Estoy cansada.

—¿De qué?

—De que en mi propia casa no puedo decidir nada. De que tu madre actúe como la dueña. De que cada paso mío sea juzgado.

Javier se quedó callado, jugueteando con su plato.

—Javi —Ana se sentó frente a él—, no te pido que elijas entre tu madre y yo. Solo que me apoyes en esto. ¿Es tanto pedir?

—Vale —dijo al fin—. Haz lo que quieras. Pero te lo advierto: no va a salir bien.

Las siguientes dos semanas fueron una prueba. Dolores aparecía cada día con nuevos argumentos: recortes de periódico sobre tradiciones, historias de conocidos que celebraron los cuarenta y sufrieron desgracias…

—Anita, escúchame, como una madre —decía mientras se servía su té y comía sus galletas—. Cancela la fiesta. Mejor ve a la iglesia, enciende una vela.

—Dolores, no soy creyente —respondía Ana con paciencia.

—¡Ahí está el problema! ¡Descreída, y encima celebrando!

Ana siguió con los preparativos: encargó la tarta, eligió el menú, envió invitaciones. Treinta personas confirmaron. Compañeros de trabajo, amigos de siempre, incluso su hermana vendría de Valencia.

Tres días antes, Dolores hizo un último intento:

—Javier —le dijo a su hijo cuando pasó a verla—, tienes que prohibir esta tontería. ¿Eres un hombre o qué?

—Mamá, ella es adulta —contestó él, exhausto.

—¡AdultAna cerró los ojos, respiró hondo y sonrió al sentir que, por primera vez en años, el peso de los cuarenta no era una carga, sino el comienzo de una vida en la que ella, y solo ella, decidía qué reglas valían la pena seguir.

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