Isabel García se sentó a la mesa de la cocina, pasando las fotos de su teléfono. Cuarenta años —una fecha redonda—. Quería celebrarlo por todo lo alto, invitar a amigos, compañeros de trabajo, quizás incluso encargar una tarta en la pastelería. Por primera vez en mucho tiempo, le apetecía festejar su cumpleaños con alegría.
—Isabel, ¿te has vuelto loca? —La voz de Valentina Martínez cortó el silencio del piso como un cuchillo. La suegra apareció en el marco de la puerta de la cocina, sosteniendo su ramo habitual de flores del jardín.
—Buenos días, Valentina —Isabel no levantó la mirada del móvil—. Pase, hay café en la cafetera.
—¿Qué café! Dime, ¿qué tonterías le has contado a Sergio sobre tu cumpleaños? ¡Celebrar los cuarenta es de mala suerte!
Isabel dejó el teléfono lentamente y miró a su suegra. Valentina llevaba su cardigán gris de siempre —el mismo que usaba desde hacía una década— y la observaba como si su nuera le hubiese propuesto bailar desnuda en la Puerta del Sol.
—Es mi cumpleaños y tengo derecho a celebrarlo como quiera —respondió con calma.
—¡Derecho! —Valentina alzó las manos—. ¡Los cuarenta no se celebran! Todos lo saben. Mi abuela decía: “Si festejas los cuarenta, la vida se te vendrá abajo.”
Isabel sonrió con ironía:
—Su abuela debía decir muchas cosas. Los tiempos han cambiado.
—Los tiempos, los tiempos… —Valentina se acercó a la cafetera y se sirvió en su taza favorita, esa que Isabel odiaba porque su suegra la había traído de su casa sin permiso y la colocó en su armario como si fuese suyo—. ¿Sabes que la vecina Carmen celebró los cuarenta el año pasado? Al mes perdió a su marido.
—Valentina —Isabel se levantó y se acercó a la ventana—, Carmen perdió a su marido porque llevaba veinte años bebiendo como un cosaco. No por celebrar su cumpleaños.
—¡Siempre contestando con sarcasmo! —la voz de su suegra subió de tono—. No crié a mi hijo para que acabase con una… con una moderna como tú.
Pronunció “moderna” como si fuese un insulto.
Isabel se volvió hacia ella:
—¿Y qué tiene de malo ser moderna? Trabajo, gano dinero, mantengo la casa…
—¡Mantienes la casa! —bufó su suegra—. Ayer vine y había polvo en las estanterías, la camisa de Sergio sin planchar… y tú sentada escribiendo quién sabe qué en el ordenador.
—Estaba trabajando. Desde casa. Se llama tener una carrera profesional.
—¡Carrera! —Valentina bebió un sorbo de café—. ¿Y la familia? ¿Y el hogar? ¿Dónde están mis nietos?
Esta pregunta surgía cada vez que su suegra visitaba el piso. Y lo hacía a menudo, casi a diario. Tenía llave —regalo de Sergio “por si acaso” en su primer año de matrimonio—. “Por si acaso” se había convertido en una costumbre permanente.
—Valentina, lo intentamos —Isabel volvió a sentarse—. Pero de momento estamos bien así.
—¡Bien! A tu edad ya deberías estar pensando en ello. Cuarenta años y sigues divirtiéndote.
—Por eso quiero celebrarlo. Con amigos, buena comida y alegría.
Valentina golpeó la taza contra la mesa:
—¡No! ¡No lo permitiré! Hablaré con Sergio. Él debe pararte los pies.
—Sergio me apoya —mintió Isabel, pues su marido aún no conocía sus planes.
—Ya veremos —amenazó la suegra, dirigiéndose a la puerta—. Ya veremos qué dice él.
Al quedarse sola, Isabel apoyó los codos en la mesa y cerró los ojos. Ocho años. Ocho años soportando visitas diarias, consejos no pedidos y críticas sobre cómo cocinar (“Sergio no tolera la comida muy salada”), planchar (“Empieza por los puños”) o recibir a su marido (“Un hombre necesita sentirse esperado”).
Al principio replicaba con suavidad, luego con firmeza, hasta que dejó de hacerlo. Pero últimamente el silencio le costaba más. Sobre todo cuando Valentina reorganizaba su casa, moviendo platos o, como el mes pasado, tirando flores que “ya estaban mustias” (aunque lucían espléndidas).
Esa noche, cuando Sergio llegó del trabajo, Isabel sabía que la conversación sería difícil. Su marido parecía cansado y lo primero que dijo fue:
—Mamá ha llamado. Dice que has tenido una idea absurda con lo del cumpleaños.
—¿Absurda? —Isabel removía la cena.
—Lo de celebrar los cuarenta. Dice que trae mala suerte.
—Sergio —ella se volvió—, ¿de verdad crees en esas supersticiones?
Él encogió los hombros:
—No sé. Pero mamá no habla por hablar. Ha vivido mucho.
—Mucho —repitió Isabel—. ¿Y yo no? Cumplo cuarenta y quiero celebrarlo. Invitaré amigos, serviré buena comida. ¿Qué tiene de malo?
—Nada —se sentó a la mesa—, pero ¿para qué alterar a mamá? Podemos celebrarlo en familia.
—Eso hacemos todos los años. Esta vez será diferente.
—Isabel —su tono se volvió conciliador—, ¿para qué líos? Invitados, preparativos…
—Yo me ocupo.
—¿Y mamá?
—¿Qué pasa con mamá?
—Se sentirá herida si ignoramos su consejo.
Isabel dejó el cazo con más fuerza de la necesaria:
—Sergio, es MI cumpleaños. No el de tu madre. Y yo decido cómo celebrarlo.
Su marido la miró como si no la reconociera:
—¿Estás enfadada con mamá?
—No estoy enfadada. Estoy cansada.
—¿De qué?
—De que en mi propia casa no pueda decidir nada. De que tu madre actúe como dueña. De que cada paso mío sea juzgado.
Sergio siguió comiendo en silencio.
—Cariño —Isabel se sentó frente a él—, no te pido elegir entre tu madre y yo. Solo que me apoyes. ¿Es mucho pedir?
—Vale —dijo al fin—. Haz lo que quieras. Pero yo te avisé.
Las siguientes dos semanas fueron una prueba. Valentina aparecía cada día con nuevos argumentos: recortes de periódicos sobre tradiciones, historias de gente que celebró los cuarenta y sufrió tragedias.
—Isabel —decía, sirviéndose su café y comiendo sus galletas—, escúchame, como una madre. Cancela la fiesta. Mejor ve a la iglesia, enciende una vela.
—No soy creyente —respondía Isabel con paciencia.
—¡Por eso te pasan cosas! ¡Atrevida, queriendo celebrar!
Isabel siguió con los preparativos: encargó la tarta, planeó el menú, envió invitaciones. Treinta personas confirmaron. Amigos, compañeros, incluso su hermana vendría de Alicante.
Tres días antes, Valentina hizo un último intento:
—Sergio —le dijo cuando él la visitó—, debes parar esta locura. ¿Eres un hombre o qué?
—Mamá, es adulta —respondió cansado.
—¡AdultAl final, Valentina dejó de aparecer sin aviso y aunque al principio la casa pareció extrañamente silenciosa, Isabel descubrió que el aire, por fin, olía a libertad.