Cuarenta años bajo el ala: cómo un gatito mojado marcó un nuevo comienzo.

Poco antes de cumplir cuarenta, todo dio un vuelco para Lucía. Vivía con sus padres en un piso amplio de cuatro habitaciones en Valencia. Trabajaba de abogada en un despacho pequeño, llegaba por las noches, cenaba, veía alguna serie y hablaba poco con su padre de política o con su madre de los vecinos. Todo parecía correcto, ordenado, tranquilo. Pero algo rompía ese equilibrio perfecto: la felicidad nunca llegaba.

Sus padres no paraban de decirle: «Lucía, cariño, ¡bienes tu vida! ¡Encuentra tu sitio!». Pero luego desmenuzaban a cada pretendiente: uno era demasiado bastardo, otro muy callado, otro con estudios inferiores. Todo con esa «amor» asfixiante típica: indirectas, comentarios, risitas. Y Lucía callaba. Por amor. Por no defraudarlos. Porque vivía como en una casa ajena, impecable, pero que no era suya.

Una tarde de otoño, al llegar a casa, vio un bulto mojado junto al portal. Un gatito. Pequeño, tembloroso, las orejas pegadas, las patas llenas de barro. Ojos asustados. Lo cogió, lo apretó contra su abrigo y subió con él. En casa, le puso un balcón de leche en un plato y el animal bebió como si nunca hubiera comido. Sus padres se acercaron. En silencio. Y entonces estallaron.

Gritaban. No hablaban, gritaban. Que el gato lo iba a ensuciar todo, que arañaría los muebles, que el sofá quedaría hecho trizas. Que habría pulgayesvorios, mal olor, suciedad. Que el parqué se arruinaría, que el piso parecería una perraera. Su padre se agarraba el pecho, su madre la cabeza. Le ordenaron que sacara a esa «cosa» de allí. O que lo llevara a un refugio. Su padre incluso buscó una dirección en internet y le pasó un papel, triunfal. Casi a empujones, la echaron a la calle con el transportín en la mano. No sin antes meterle veinte euros en el bolsillo: «para comida».

Lucía se metió en el coche. El gatito se acurrucó contra ella, se hizo un ovillo y se durmió al instante. Miró por la ventana y entonces pensó: «Tengo cuarenta años. Y no tengo nada. Absolutamente nada. Ni siquiera un cuarto propio. Todo es de mis padres. Yo solo soy una invitada en esta vida». Las lágrimas le ahogaban, pero una vocecita dentro le suplicaba: «Haz algo. Lo que sea». Sacó el móvil, buscó un anuncio. Un estudio, cerca del trabajo, en alquiler. Llamó. Quedó. Fue. Pagó la señal. Cogió las llaves. Y se dirigió allí, no al refugio.

Sacó al gatito —ahora llamado Misifú— y lo dejó sobre un cojín. Se sentó a su lado. Y por primera vez en años, sintió que estaba en casa. No en el piso de sus padres. No en ese escaparate perfecto. Sino en su espacio. Pequeño, prestado, alquilado, pero suyo. Nadie le preguntaba con quién salía, a dónde iba, por qué llegaba tarde. Solo pagar el alquiler. Y lo pagaba. Con gusto.

Y entonces pasó algo que no esperaba. Una tarde, paseando a Misifú con su arnés, se topó con un hombre. Javier. Electricista, amable, sencillo, de cara abierta y mirada tranquila. Palabra va, palabra viene, terminaron tomando un café. El café se convirtió en cenas. Las cenas en noches enteras hablando. Y todo fluyó, sin burlas, sin análisis, sin exigencias.

A sus padres los llamaba. Les decía que todo iba bien. Y cuando empezaban a gritar, simplemente colgaba. Quizá con el tiempo se verían más. Quizá entenderían. O no. Lo importante era que Lucía, por fin, tenía una vida. Con Misifú, ya un gato grandullón y descarado, con Javier, con nuevas costumbres, con silencio y libertad. Y todo empezó una fría tarde, con un gatito rescatado.

A veces la vida comienza así. Con un poco de compasión. Por otro. Por una misma. Y con el primer paso: salir de donde duelen, hacia donde se puede respirar.

Rate article
MagistrUm
Cuarenta años bajo el ala: cómo un gatito mojado marcó un nuevo comienzo.