Cuando una madre busca el perdón, su hijo la rechaza con frialdad

Sabía que había sido una pésima madre. Fui a ver a mi hijo y me respondió: «No tengo madre». Luego se dio la vuelta y se marchó.

Cuando Adrián cumplió tres años, nuestro mundo se vino abajo. Mi marido recogió sus cosas y se fue sin dar explicaciones. Ni una disculpa, ni un remordimiento. Me quedé sola con mi hijo, sin apoyo, con la cartera vacía y un rencor amargo en el pecho. Meses después, acepté un trabajo en el extranjero. Pensé que así podría salir adelante y darle un futuro mejor.

Adrián se quedó al cuidado de mi madre. Fue ella quien lo llevaba al colegio, quien le ayudaba con los deberes, quien planchaba su uniforme el primer día de clase. Mi madre era quien lo consolaba cuando lloraba por las noches. Y yo… Yo solo enviaba dinero, cartas, regalos. Rara vez volvía. Siempre había algo: el trabajo, las cosas del día a día, una nueva relación.

Sí, me enamoré. En otra ciudad, en otro país, de otro hombre. Y llegó un momento en que me di cuenta de que Adrián no encajaba en esa vida nueva. Intenté negarlo, pero era la verdad. Se convirtió en algo lejano, en un peso, en un recuerdo incómodo del pasado del que huí.

Cuando Adrián terminó el instituto, entró en la universidad. Lo hizo muy bien. Consiguió trabajo en una empresa internacional y empezó a viajar. Vivía entre Alemania, Francia, a veces incluso Londres. Me enorgullecía, aunque solo podía seguir sus pasos desde la distancia.

En Francia conoció a una chica, Lucía. Resultó que ella también era española, de Madrid. Surgió el amor y pronto empezaron a vivir juntos. Cuando Lucía se quedó embarazada, decidieron volver a Barcelona, casarse y comprar un piso. Nació su hijo, Marcos. Adrián soñaba con una familia numerosa, pero Lucía no quería lo mismo. “Todavía quiero vivir para mí”, decía.

Él viajaba cada vez más, pero compensaba su ausencia con dinero, regalos y viajes en familia. Trabajaba sin descanso, convencido de que hacía lo correcto.

Hasta que un día regresó antes de un viaje. Llevaba casi dos meses fuera. Lucía no estaba en casa. Marcos jugaba con la niñera, que, nerviosa, dijo que su madre había ido al gimnasio. Algo en su voz sonaba falso. Mientras Adrián sacaba regalos de la maleta, su hijo corrió hacia él, agarró un juguete y exclamó:

“¡Ya tengo uno igual! ¡Me lo regaló el tío Jorge!”

Todo cobró sentido. Lucía lo confesó: llevaba más de un año con Jorge y no pensaba ocultarlo más. “Siempre estás viajando, me cansé de estar sola”, dijo.

Al día siguiente, Adrián pidió un divorcio. “No te prohibiré ver a Marcos. Pero el piso es mío. Búscate un sitio con tu amante”, dijo con calma, pero firme. Ella suplicó quedarse, argumentando que el niño no tendría donde vivir. Pero él no cedió.

Dos semanas después, ella se presentó en la puerta con el niño:

“Jorge y yo nos vamos. Que Marcos se quede contigo un tiempo. Cuando estemos instalados, lo vendré a buscar”.

“¿Es que tu novio no quiere verlo, verdad?”

Ella bajó la mirada.

Así comenzó su nueva vida juntos. Adrián dejó su trabajo y abrió un negocio propio para estar cerca de su hijo. Marcos al principio preguntaba por su madre, pero con el tiempo dejó de hacerlo. Lucía no llamaba, no aparecía. Adrián nunca más quiso casarse. La traición le dejó una cicatriz para siempre.

Pasaron los años. Marcos creció. Una tarde gris, una mujer bajó del autobús frente a su portal. Arrugas, mirada culpable.

“Me costó encontrarlos. Quiero ver a mi hijo. Sé que lo hice todo mal…”

Marcos miró a su padre en silencio. Adrián asintió:

“Sí. Es tu madre”.

El chico alzó la vista y dijo en voz baja:

“No tengo madre”.

Se dio la vuelta y entró en casa. Yo me quedé helado. Mire a aquella mujer y solo vi vacío. No hacían falta más palabras.

“Lo has oído. No vuelvas”.

Cerré la puerta y me uní a mi hijo. Porque allí, detrás de esa puerta, estaba mi única familia.

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