Cuando un huevito recordó el pasado: una historia donde el amor se escondía en el silencio
Veinte años juntos. Veinte años con un mismo apellido, un mismo domicilio, un mismo trayecto al trabajo. Y ahora, comidas separadas. No solo platos distintos, sino neveras diferentes. Ollas distintas. Hasta la sal era de cada uno. Hasta ahí habían llegado.
Al principio fueron discusiones: violentas, con gritos y portazos. Luego, reconciliaciones cansadas, sin alegría. Después… nada. Ni peleas ni perdones. Vacío. Ella dormía en la habitación pequeña que antes fue el despacho. Él, en el dormitorio, el que quedaba de cuando aún eran un “nosotros”. Ahora solo eran dos personas compartiendo un piso.
Nadie hablaba de divorcio. ¿Para qué? Todo parecía claro. Él vivía su vida. Ella, la suya. Él iba solo a un balneario cerca de Segovia, donde conoció a una mujer. Lucía. Sonriente, tranquila. Le escribía cartas. Él respondía. Allí había palabras que en casa no escuchaba: “te entiendo”, “te espero”, “cuídate”. Le parecía que, al fin, tenía un propósito.
Y ella… ella solo callaba. Miraba por la ventana. Lavaba sus camisas. Volvía del trabajo y no encendía la tele, para no molestar. Cocinaba aparte: avena, ensalada, a veces pescado. No había nada que decir. Cuando todo está dicho, solo queda silencio. Y en ese silencio, un dolor que ya nadie quería compartir ni sanar.
Entonces, una mañana. La más común. Enero, ligera helada, el crujir de la nieve afuera. Ella se levantó antes. La cocina estaba fría. Se puso su bata vieja, con un botón descosido, y encendió la placa. Puso la sartenecita pequeña, la misma que les regalaron cuando se mudaron. Y en ella, un huevo. Pequeño. Perfecto, con su yema dorada en el centro. Como un símbolo. Como un recuerdo.
Ella estaba frente a la placa, menuda, delgada, con su pelo desteñido por los años, mirando cómo la clara se cuajaba lentamente. Y de pronto, en la puerta, apareció él. Adormilado, sin afeitar, con una taza en la mano. Quería hacerse té. Nada especial.
Pero su mirada sí lo era. Triste. Callada. Sin reproches, sin reclamos. Solo una petición. Casi infantil. Levantando ligeramente la sartén, preguntó:
—¿Quieres un huevito?
Tan simple. Y tan aterrador.
Él se quedó inmóvil.
Fue como si le arrojaran un cubo de agua fría al rostro: los recuerdos cayeron como una avalancha. La habitación en la residencia de estudiantes al norte de Madrid. Un colchón. Una olla. Un huevo para los dos. Un tenedor, un vaso. Y ella, una chiquilla con coletas, riendo, corriendo hacia él en su bata de flores. Y su voz: “¡Ven, que se enfría!”
Entonces no lo miraba con dolor, sino con chispa. Alegre, enamorada, atrevida. Y él, feliz. Sin un duro en el bolsillo, pero con la certeza de que todo estaba por venir.
Y ahora… dos neveras. Dos camas. Dos vidas.
Dejó la taza sobre la mesa. Se acercó. Tomó con cuidado la sartén de sus manos y la volvió a poner al fuego. Después… la abrazó. En silencio. Fuerte. Con cuidado.
Ella no lo entendió al principio. Se quedó quieta. Ni siquiera respiró.
Él susurró:
—Perdóname. No sé qué me pasó. Como una niebla en la cabeza. Como si estuviera dormido. Pero ya desperté. Ahora mismo. Perdóname.
Ella no respondió. Solo apoyó la frente contra su pecho. Y él… quizá lloraba. Ella no lo veía. Él era alto, y ella, pequeña. No hacía falta verlo. Lo sintió.
Y en la placa quedaba aquel huevito. Solo, con su yema dorada, en la sartenecita diminuta.
La vida es cosa rara. A veces todo se derrumba. Pero otras… se recuerda. El corazón guarda lo que la mente olvida. A veces basta una mirada. Una pregunta. Un huevito.
A veces el amor es solo un diminutivo. Parece pequeño. Una palabra, un gesto, una sartenecita. Pero es enorme. Solo que se esconde en lo cotidiano, en el cansancio, en el silencio.
Y si un día asoma, aunque sea minúsculo, agárralo. No lo sueltes. Porque ese… ese es el verdadero.







